viernes, 17 de febrero de 2017
La salida de Lopérfido y Maximiliano Guerra del Colón: cambiar para que nada cambie
La salida de Darío Lopérfido como director artístico del teatro Colón era un secreto a voces. Solo faltaba ponerle fecha. Sus repudiadas declaraciones sobre los desaparecidos ya le habían costado su cargo como ministro de Cultura porteño. Ahora, tras su regreso al teatro y con una imagen pública erosionada, terminó de perder la batalla en la interna que tenía con María Victoria Alcaraz, la actual directora general del Colón.
Alcaraz —del riñón de Horacio Rodríguez Larreta y de una extensa trayectoria en la gestión pública— había llegado al teatro avalada por el propio Lopérfido, cuando éste iniciaba su carrera al frente del área de cultura de la Ciudad. En esa transición negociada, Alcaraz quedó como directora general y Lopérfido como director artístico. Sin embargo, al desembarcar en el histórico edificio de la calle Libertad, la funcionaria entró en pie de guerra: ella quería tomar el mando frente al estado de descontrol del organismo aunque sin modificar, en absoluto, la orientación privatista, la transformación sistemática en una sala de alquiler. Fue, por el contrario, un método de ordenamiento.
La vuelta de Lopérfido, tras caer en desgracia en Cultura —para luego tener una desaforada polémica contra Babasónicos de cuño elitista—, sólo agudizó más esas internas, que dieron como resultado un lugar caótico desde lo operativo: trabajadores sin cobrar, iniciativas paralizadas, intrigas palaciegas. La mano derecha de Lopérfido fue uno de los caídos en medio de estas guerras de bandos. Ahora le tocó el turno a él. Iría a una agregaduría cultural en Berlín. Se trata de una salida decorosa, sin escándalo, del marido de Esmeralda Mitre. Como bien señala el periodista Diego Fischerman (Página 12, 9/2), fue la manera elegante, para el gobierno, de conservar un aliado estratégico: el diario La Nación.
Su reemplazante, el director de orquesta mexicano Enrique Arturo Diemecke —conductor titular de la Filarmónica de Buenos Aires— viene a ocupar una doble función: en primer término, por ser ajeno Diemeck a la rosca política y administrativa, Alcaraz podrá seguir manejando el poder, ahora sin internas. Pero, sobre todo, con una trayectoria de reconocimiento, simpatía y respeto en el propio teatro y en el ambiente, Diemeck viene a forzar un lavado de cara ante la ya desgastada imagen de Lopérfido.
La salida de Maximiliano Guerra, quien dirigía el Ballet Estable, tiene una matriz similar: Guerra venía siendo cuestionado por los propios trabajadores del Ballet, quienes ya habían criticado, por ejemplo, que pusiera sus propias obras, “sufriendo la pérdida de nuestro repertorio y tradición, pese a que nuestro actual director, en reiteradas entrevistas con motivo de su asunción, afirmó que no iba a poner sus obras en la compañía” (Clarín, 19/12/16).
A mediados de enero, Guerra intentó buscar la propia subsistencia en su puesto señalando, en una entrevista con La Nación, aspectos del vaciamiento: recorte de funciones, rebaja en el presupuesto, destrucción del piso del teatro. Una verdad incuestionable que, dicha por el directivo Guerra —quien en el mismo reportaje menospreció a sus bailarines como “empleados”— no dejaba de ser una impostura y una correa de transmisión de la dirección general.
La salida de Maximiliano Guerra marca un aspecto de triunfo del reclamo y los métodos de los trabajadores del Ballet, un caso de verdadera vanguardia en el área. Será reemplazado, ahora, por la ex bailarina Paloma Herrera —de buena imagen entre los bailarines— una movida de claro carácter estratégico: buscar descomprimir el reclamo, poniendo una figura que busca ser afín a los artistas de la casa.
Sin embargo, pese al cambio de figuras, se mantendrá el vaciamiento y la privatización, como resultado de orientar al Teatro hacia la “obtención de recursos” y no al desarrollo artístico. Es el contenido de la ley de autarquía del Teatro, votada por el PRO y los K, que lo ha convertido en una sala de alquiler en detrimento de su producción artística.
Como ya hemos señalado en Prensa Obrera, mientras crecen las arcas del Colón, los trabajadores –más del 50% tiene contratos artísticos de locación y obras– solo recibieron un 15% de aumento desde mayo de 2015, bajo la anuencia de la burocracia sindical del Sutecba, cogobernadora del Teatro.
Es importante sacar las conclusiones de estos cambios cosméticos para construir una alternativa independiente del Estado, para organizar más compañeros y compañeras en defensa de las condiciones laborales y de la producción artística del teatro, para volver a convertirlo en lo que históricamente ha sido: uno de los mejores teatros del mundo.
Daniel Mecca
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