Paradojas de la era: aún (o quizás precisamente por eso) con un discurso progresista, el Vaticano vuelve a frenar el impulso emancipador del continente
Recuerdo muy bien cómo fue que me enteré. Recién había despedido a una compañera luego de una nota que realizamos en la Exma, cuando me suena el teléfono mientras pedaleaba por Avenida Libertador. Estaba cerca del semáforo y atendí, ya casi frenando. Era ella que me contaba la primicia: no recuerdo cuántas veces le pregunté ¿qué?, ni cómo fue que terminé en el piso, golpeado y con la bicicleta encima. Sí recuerdo la cara de complicidad del taxista que pasó, y que entendió de una el porqué de mi accidente: Bergoglio era papa.
Mi desazón fue en aumento, mientras escuchaba los bocinazos que en la zona norte de la Ciudad festejaban el anuncio. Me costó entender la alegría que algunos compañeros y compañeras experimentaban, así como el repentino freno a las críticas ahora que se convertía en Francisco I.
Sostenía en esos días que esto significaba el comienzo del fin de los proyectos emancipadores en América, y que este nuevo papa sería el encargado de llevar adelante la cruzada, así como un polaco (al que Francisco I ha beatificado) tomó a su cargo la estocada final contra la experiencia de “socialismo real” en la Europa de fines del Siglo XX.
Claro está que me equivoqué, pero lo preocupante es que no fue en todo. Sostengo hoy, ante la alegría inaudita que despierta el jefe de la iglesia católica apostólica romana en tantos compañeros y compañeras, que su asunción significó efectivamente el puntapié inicial para el triunfo de la avanzada conservadora en nuestro continente. No como pensé que sucedería, con él a la cabeza, sino más bien con los dirigentes populares santiguándose ante su presencia.
Las lecturas que lo posicionan como un ala progresista y hasta de “izquierda” en el mundo de hoy, no son más que alertas de cómo se fue volviendo más conservador el continente, en su deseo por ser recibido en el Vaticano. Que Maduro viaje allí para recobrar fuerzas contra los intentos golpistas, son una clara muestra de debilidad. Otro tanto sucedió en la Argentina, donde de golpe y porrazo nos comenzó a interesar la opinión de la iglesia, algo que cuando se aprobaron las leyes de Matrimonio Igualitario o Géneros decidimos ignorar. Hoy eso sería prácticamente imposible, como parece cada día más lejano el aborto seguro, libre y gratuito; deuda impaga del kirchnerismo. Si pasa el Congreso, el veto macrista sería también franciscano.
Paradojas de la era: aún (o quizás sea precisamente por eso) con un discurso progresista, el Vaticano vuelve a frenar el impulso emancipador del continente. Más acá y más allá de Bergoglio, claro: el freno lo pusimos nosotros, incluso antes de que él hable. A los que tanto alaban a Francisco I como un transformador, harían bien en exigirle (o pedirle si es que les parece demasiada osadía) que transforme la vetusta y antidemocrática Iglesia que gobierna, dando un lugar más equitativo a las mujeres, por ejemplo, o convocando a un nuevo Concilio que adapte los dogmas al Siglo XXI. Los que critican que faltó una reforma constitucional en nuestro país para sostener las transformaciones de aquellos doce años, no pueden hacer menos para que los bellos sermones de Francisco I no queden como un mero recuerdo, cuando la institución que preside vuelva a recuperar su faceta más conocida.
O quizás tengamos mayor fortuna, y sean estas palabras nuevos errores que el tiempo se encargará de indicarme. Oremos pues. Amén.
Juan Ciucci
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