Lino Barañao dijo en la revista Noticias que el Conicet no debería financiar el estudio de la Edad Media. Propaga la idea de que el Estado invierte en una actividad ajena a los intereses del país y que solo sirve para el goce hedonista de los medievalistas.
La opinión es vulgar y trillada; lo insólito es escucharla en boca del ministro de Ciencia. Como integrante del Conicet dedicado a la historia del Medioevo, materia que a su vez enseño en las universidades de Buenos Aires y de La Plata, me siento interpelado. La circunstancia exige algunas consideraciones.
Del feudalismo se originaron el modo de producción capitalista, el régimen político moderno, la sociedad civil, el sistema parlamentario, las condiciones del racionalismo, las comunas, las luchas sociales (entre ellas las luchas antifeudales), la forma de familia que hoy se encuentra en crisis, la Iglesia, la religiosidad moderna, la discriminación de las minorías confesionales, el préstamo y los bancos, las primeras configuraciones nacionales y el colonialismo. Prácticamente todas las determinaciones cardinales de nuestro mundo derivan de la Edad Media.
Hegel decía que el estudio del pasado se inicia en el presente. Indicaba así la íntima relación entre aquello que, en palabras de los lingüistas, se ha denominado análisis sincrónico y análisis diacrónico. Con esto se pretende decir que estudiar la situación actual argentina (que el ministro avala) presupone estudiar una historia que no se inició en 1810 sino que se remonta a mucho antes, a la conquista española, y más allá a la Edad Media. Ese estudio es indispensable si se pretende acceder a los fundamentos de la cuestión actual y con ellos a un pensamiento crítico que el gobierno ya condenó.
De los aportes que dio La Edad Media, uno de ellos, las condiciones de posibilidad del racionalismo, es muy apropiado para lo que aquí se comenta. Se sabe que miembros de la jerarquía eclesiástica procuraron impedir la difusión del aristotelismo (y Umberto Eco hizo del tema un cautivante best seller). Entre otros, el obispo de París Étienne de Tempier prohibió en la década de 1270 la enseñanza de las tesis aristotélicas; los universitarios se protegieron defendiendo su autonomía (apelaron a la huelga, que fue otro invento medieval), y lograron que a fines del siglo XIII el aristotelismo se impusiera en los medios intelectuales europeos. A lo largo del tiempo otros obispos (religiosos o profanos) pretendieron dictaminar sobre lo que se estudia, y en ellos se descubre al linaje de Barañao. La estrategia de los científicos argentinos debería ser la de sus colegas medievales: defenderse contra la intervención de este prelado del siglo XXI.
Hay otras cuestiones en danza.
Eric Hobsbawm, un historiador que posiblemente el ministro desconoce pero que ha sido uno de los más notables del siglo XX, dijo que los medievalistas habían renovado muchas veces el estudio de la historia. Pensaba en el papel de Michael Postan en Inglaterra y en el de Marc Bloch en Francia. En nuestro país se dio una situación análoga. El estudio riguroso del documento (con apoyo en la filología) lo inició en la Universidad de Buenos Aires, a principios del siglo XX, el medievalista italiano Clemente Ricci, tarea que fue continuada desde 1943 por otro medievalista emigrado y mundialmente famoso, Claudio Sánchez Albornoz. La renovación de la historiografía argentina en los años 1960, con la introducción de un enfoque social no positivista, se debió a José Luis Romero, que fue un extraordinario medievalista, y el más eximio conocedor de la historia argentina en la última centuria, Tulio Halperin Donghi, realizó su doctorado estudiando los moriscos valencianos del siglo XVI. Con su tesis inauguró en el país la historia económica y social centrada en una región.
Los casos citados muestran que el medievalista alimenta reflexiones, aunque él mismo se nutre de historiadores de distintas épocas, de científicos sociales, de literatos o de filósofos. Hace lo que hace todo científico. Posiblemente el ministro Barañao no diría las cosas que dice si conociera estas cuestiones o si supiera que Einstein elaboró su teoría de la relatividad leyendo a Platón, Hume, Spinoza, Kant, Mach y Russel. Sabría entonces que la ciencia es ante todo una atmósfera múltiple que respiran quienes la comparten.
Conjeturo que estas reflexiones no lo conmueven. Se presenta a sí mismo como un hombre práctico con ansiedad por el rendimiento monetario, y no dejó de viajar hacia el lugar donde podía obtener mayores beneficios (no por nada cuando se lee a Tácito hablando de los tránsfugas romanos que se iban con los bárbaros uno se acuerda del Lino apresado por sus impulsos terrenales). Ahora pertenece a un gobierno en el cual esas preocupaciones monetaristas están a la orden del día, y no descartemos que en compañía de muchos gerentes de empresa haya avivado su inclinación natural. No obstante si la cuestión es ésta, las apariencias lo engañan. Debería evaluar al respecto cuantas divisas le redituaron a Francia la famosa pareja de Sartre y Simone de Beauvoir o los estructuralistas de los años 1960 y 1970. Algo similar es posible señalar sobre Borges, que seguramente le ha proporcionado al país más riquezas culturales y económicas que las que le dieron las aplicadísimas investigaciones del ministro Barañao.
A propósito de Borges. Un libro de Silvia Magnavacca, investigadora del Conicet, pone de manifiesto la sabiduría que atesoraba en filosofía medieval. Su lectura le evitaría al ministro exponer su torpeza, aunque se le opone un escollo insuperable: la profesora Magnavacca escribió una obra demasiado elevada para la estatura intelectual de Barañao.
Este último ejemplo nos revela, una vez más, la intrínseca relación entre distintas prácticas científicas y culturales. En esa unidad que logra la praxis el medievalista argentino tiene su papel; esperemos que la escasa cultura de un funcionario no elimine esa participación.
Carlos Astarita
Profesor de Historia Medieval en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e investigador del Conicet.
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