domingo, 2 de abril de 2017

Se conocen detalles atroces de la masacre de presos en Pergamino

Un crimen social y de Estado. Comisarías desbordadas. Un sistema de destrucción física y quebrantamiento moral de los detenidos.

Los primeros peritajes conocidos de la masacre de presos en Pergamino dieron los resultados que podían suponerse: se trató de un crimen social, de un crimen de Estado particularmente atroz. Los siete detenidos en la Comisaría 1ª de esa ciudad murieron el 2 de marzo por asfixia, al inhalar el humo de colchones incendiados. Los policías a cargo de la seccional simplemente los dejaron morir, al punto que intentaron impedir el ingreso de los bomberos.
Testigos del crimen declararon que los gritos de las víctimas se escuchaban desde la calle; por tanto, obviamente también se dejaban oír en el interior de la seccional. Los bomberos que declararon ante el fiscal Néstor Mastorchio denunciaron que los agentes se negaban a dejarlos entrar por el portón de la comisaría, y luego no quisieron darles las llaves de los candados de los calabozos donde los detenidos morían de manera horrorosa.
Por todo eso, “los policías que quedaron bajo observación judicial son el comisario Alberto Sebastián Donza, el sargento Brian Carrizo, el teniente primero Sergio Rodas, el oficial Alexis Eva, la ayudante de guardia Carolina Guevara y otros dos efectivos más” (La Nación, 30/3). Es bueno conocer los nombres de esas bestias, pero las responsabilidades por este asesinato en masa de ninguna manera terminan en ellos.
Ahora se sabe, por ejemplo, que en el pasado reciente se habían clausurado todos los calabozos de las comisarías de Pergamino, puesto que no estaban en condiciones de albergar detenidos. El año pasado, sin ir más lejos, se habían producido tres motines en esa misma comisaría, dos de ellos con incendio de colchones no ignífugos. La masacre del de marzo tenía que suceder, sólo era cuestión de tiempo.

Centros de tortura

Las comisarías de la provincia de Buenos Aires, si se le hace caso al Ministerio de Seguridad conducido por Cristian Ritondo, están en condiciones de alojar 1.105 personas, aunque todo indica que se trata de un dato falso. Pues bien, hoy hay en esas jaulas 3.100 detenidos, un 185 por ciento más de lo que las autoridades admiten que pueden tener (datos del CELS publicados en La Nación del 29/3).
Si en vez de personas en esos calabozos pusieran animales, organismos protectores, con toda razón, ya habrían puesto el grito en el cielo. El hacinamiento resulta repugnante, con letrinas desbordadas, humedad, falta de colchones, escasa ventilación, sin actividades de recreación ni servicios de salud. No hace muchos años, en un trabajo periodístico, quien esto escribe pudo ver casi una veintena de presos amontonados en un calabozo de la comisaría del Mercado Central, un jaulón que no podía alojar a más de seis o siete personas. Es un régimen carcelario mussoliniano.
Luego del incendio en Pergamino, la Red de Jueces Penales de la provincia de Buenos Aires publicó un comunicado firmado por decenas de magistrados: "Bajo las actuales circunstancias −dicen− la permanencia de miles de detenidos en dependencias policiales genera el caldo de cultivo para tragedias que, cuando menos, pudieron ser evitadas" (La Nación, 30/3). En verdad no es así: resulta imposible evitarlas en esas condiciones y con el grado de criminalidad de la policía.
Por otra parte, según confiesa el ministro de Justicia bonaerense, Gustavo Ferrari, "la situación carcelaria es igual o peor en las cárceles, lo cual no permite descomprimir en las comisarías. Esto en tres años no se va a poder solucionar” (ídem). Y debe tenerse en cuenta que las cosas eran aún peores en 2005, bajo la gobernación del entonces kirchnerista Felipe Solá. En ese año había en las comisarías bonaerenses 7 mil presos, y un fallo de la Corte Suprema de Justicia le exigió a la provincia revertir las condiciones “inhumanas” de detención, fallo que, por supuesto, jamás se cumplió.
En definitiva, el sistema carcelario provincial, y el de toda la Argentina, está dispuesto ex profeso para la destrucción física y el quebrantamiento moral de los detenidos, que por esa vía se convierten en presa fácil de una policía y un Servicio Penitenciario corrompidos hasta la médula, que han convertido los lugares de detención en centros de tortura organizadores del delito.

Alejandro Guerrero

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