domingo, 16 de abril de 2017

"La casa esta en orden" o cuando Alfonsín cedía a los carapintadas



La Semana Santa de 1987 marcó un punto de quiebre de las ilusiones populares en la llamada "primavera democrática" del alfonsinismo.

La capitulación frente a los militares carapintadas, será el salto de calidad que indicará el agotamiento de un proyecto político, el alfonsinismo y su tercer movimiento histórico superador de yrigoyenismo y peronismo, que se basaba en la idea de que la democracia bastaba para contener las demandas sociales; fue el principio del fin de la ilusión de que "con la democracia se come, se educa y se cura".
La democracia burguesa argentina de 1983 nació severamente condicionada por las relaciones de fuerza heredadas de la dictadura: una clase dirigente representada por un puñado de grupos económicos cómplices de los genocidas, el sometimiento nacional al imperialismo que se vio reforzado a partir de la derrota de Malvinas a manos del imperialismo británico y el fenomenal endeudamiento externo herencia del genocidio y por la profunda crisis de las FFAA que enfrentaban un gigantesco rechazo popular que exigía justicia hacia los crímenes de los militares.
Desde 1983 la democracia burguesa argentina se tensionó entre la búsqueda permanente de un pacto de impunidad que permitiera la recomposición de las FFAA y defendiera el status quo heredado y la persistente movilización popular que exigía el juicio y castigo a los criminales genocidas y sus cómplices.
El radicalismo y los defensores de la política de derechos humanos de Raúl Alfonsín suelen recordar la excepcionalidad histórica del juicio a las juntas, ya que fue la primera vez que un bando vencido, lograra el juzgamiento de los líderes militares que se habían proclamado vencedores contra lo que llamaban la subversión. Así los apologistas de una democracia burguesa condicionada justifican la miserable perspectiva que habían establecido décadas atrás los juicios de Nüremberg contra los jerarcas nazis, de juzgar solo a los cabecillas y dejar libre, y cumpliendo funciones para la reconstrucción de los Estados capitalistas europeos, a los decenas de miles de criminales y colaboradores del Tercer Reich. El argumento que esgrimen los apologistas de que fue lo más lejos que llegó una democracia en condenar los crímenes de Estado habla verdaderamente mal de su concepción de la justicia y la democracia, a la que entienden como un acto de moderación para calmar a las conciencias inquietas y salvar efectivamente las instituciones.
Raúl Alfonsín y la UCR, partido que había sido una de las principales fuerzas colaboradoras de la dictadura genocida (1), debían en gran medida su victoria electoral a la promesa de no permitir una auto-anmistía militar. Sin embargo, una vez en el poder buscaron limitar las exigencias populares de justicia. El gobierno radical impulsó la Comisión nacional sobre la desaparición de personas (Conadep) con la presencia, entre otros, de dos conspicuos admiradores de los militares golpistas, Ernesto Sábato y René Favaloro. La Conadep produjo el Nunca más, que junto con las denuncias de las torturas, vejámenes y desapariciones, establecía la teoría de los dos demonios como base de legitimación de la democracia burguesa argentina, igualando la violencia del terrorismo de Estado con la violencia popular y de las organizaciones guerrilleras. Luego toda la política del alfonsinismo se reducirá a juzgar a los comandantes en jefe de las tres Juntas militares que formaron el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, dejando en libertad miles de genocidas.
Desde el vamos también Alfonsín impuso un acuerdo tácito con el Partido Justicialista, a cambio de gobernabilidad, a quien se le aseguró que los crímenes de la Triple A quedarían impunes. En mayo de 1984 se sancionó la ley 23.062, que garantizó la impunidad de los representantes del Partido Justicialista que comandaron la Triple A. Esta ley establece que la expresidenta María Estela Martínez de Perón no podría ser juzgada por ningún delito que hubiera cometido antes del golpe militar, porque no había sido desaforada ni sometida a juicio político como prevé la Constitución, sino destituida por un “acto de rebelión”.
Pero para los militares genocidas la impunidad que se les prometía resultaba insuficiente y presionaban abiertamente sobre el gobierno radical para obtener más concesiones. El 24 de diciembre de 1986 fue promulgada la Ley 23.492 de Punto Final que estableció el fin de los juicios a todos aquellos que no fueron llamados a declarar "antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley". La avalancha de denuncias posteriores a la sanción de esta ley va a ser la que precipite los acontecimientos de Semana Santa.
Recordemos que los acontecimientos se suceden a partir de la negativa del genocida Ernesto "Nabo" Barreiro de presentarse a declarar. El hombre sindicado como uno de los jefes del Comando Libertadores de América, con actuación en Córdoba durante el gobierno de Juan Domingo Perón e Isabel Perón y de haber sido parte de los grupos de tareas de La Perla, desató con esta negativa un levantamiento de la oficialidad media y la suboficialidad, que se sentían amenazados por el fantasma de los juicios.
El levantamiento fue encabezado por el entonces teniente coronel Aldo Rico que era acusado, entre otros casos, de la desaparición de la hermana y el cuñado de la dirigente de la derecha peronista Norma Kennedy. El planteo central de los sublevados fue la impunidad para los militares participantes del genocidio y un cambio en los altos mandos. Como respuesta millones ganaron las plazas de todo el país y al menos 10 mil personas rodearon Campo de Mayo, adonde los dirigentes del gobierno radical y la oposición peronista fueron para negociar con los carapintadas y evitar que la movilización ajustara cuentas por las suyas con los militares sediciosos.
Evitar una radicalización de la movilización fue lo esencial de la política radical y del conjunto de los partidos del régimen en aquellas jornadas. La única oposición consistente a la asonada militar fue la enorme movilización popular que ganó todas las plazas del país en contra de los carapintadas y que el domingo de Pascuas rodeó Campo de Mayo y bregaba para ingresar al cuartel para aplastar la rebelión. Como confesó alguna vez Horacio Jaunarena, entonces ministro de Defensa de Alfonsín y negociador con los carapintadas: "en un momento le digo: ’mire Rico, no sé cuánto tiempo más podemos contener a la muchedumbre que se ha reunido y que usted puede ver por TV’”.
La resolución de la crisis es harto conocida. Alfonsín pronunciará su famoso "la casa esta en orden" desde los balcones de la Casa Rosada, todos los partidos de la burguesía y algunos lacayos de la izquierda como el Partido Intransigente y el Partido Comunista, firmaron el “Acta de Compromiso Democrático” que establecía la capitulación de las instituciones de la democracia burguesa argentina frente a las pretensiones militares y habilitaría el 4 de junio la discusión y votación de las leyes de Obediencia Debida, que el gobierno radical quería imponer desde tiempo antes que se desatara el levantamiento carapintada. El viejo MAS que estaba en un frente con el PC (el FREPU) se retiró de la plaza y no firmó el "Acta". Luego el FREPU se rompió.
La crisis de la Semana Santa de 1987 comenzó el fin del idilio con la "primavera democrática" alfonsinista. Fue una crisis política extraordinaria que desató una gran movilización popular, que por un lado, se plantó en defensa de las libertades democráticas, y por el otro, apuntó directamente contra los cuarteles y las FF.AA. En esta Semana Santa quedaron expuestos los límites insalvables de la política democrática burguesa para resolver el problema del genocidio, porque quien está en el banquillo de los acusados es el mismísimo Estado capitalista. El radicalismo siempre argumentó que se estaba gestando un golpe militar y que no había fuerza en la sociedad para detenerlo. Sostienen que su gobierno estaba condicionado por la amenaza golpista siempre latente. La realidad es que las FF.AA. estaban debilitadas y desprestigiadas para dar un golpe y presionaban sobre el gobierno radical a sabiendas de que cedería a sus demandas.
El alfonsinismo que se planteaba como una variante progresista y socialdemocratizada de un partido que había colaborado con la dictadura genocida, perdió su ángel. La característica central del radicalismo fue la capitulación frente a todas y cada una de las presiones que los factores de poder heredados del genocido le plantearon, con al argumento de defender la débil institucionalidad democrática. El gobierno de Raúl Alfonsín pactó para “salvar” a la democracia con los que se levantaron contra ella o fueron parte del genocidio. La UCR conducida por el Movimiento de Renovación y Cambio fue la pionera del Pacto de Impunidad con los genocidas y sus cómplices civiles (la condición institucional para llevar adelante el plan de salvataje de las FF.AA.) que caracterizó a la democracia argentina (aunque los K hayan anulado ambas leyes radicales).

Facundo Aguirre

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