domingo, 26 de abril de 2015
España 14 de Abril de 1931: La esperanza frustrada y traicionada
Hoy se cumplen 84 años de la proclamación de la II República en España. Una de las mayores explosiones populares de esperanzas democráticas de la historia del Estado español. Y también el inicio de una revolución de tiempos largos, la española, que se extenderá hasta su derrota en mayo de 1937 en las calles de Barcelona.
Revisitar aquel 14 de abril en un momento como el actual es clave para recordar los profundos límites de la ilusión política. La caída de la Monarquía fue la culminación de la crisis del Régimen de la Restauración fundado en 1876 y que se basó en un bipartidismo férreamente controlado desde la Corona. Una crisis que arrancó con la debacle del imperialismo español en 1889 tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar y que se agravó considerablemente con la irrupción del movimiento obrero desde comienzos del nuevo siglo.
Las dos centrales sindicales, CNT -sindicalismo revolucionario y anarcosindicalismo- y la UGT -socialista- fueron adquiriendo cada vez más fuerza. El proletariado español protagonizó grandes hechos de la lucha de clases como la semana trágica de 1909 contra la guerra en Marruecos, o el ascenso obrero posterior a la revolución rusa conocido como el “trienio bolchevique” (1918-20) en el que se produjo la primera huelga general revolucionaria en 1917.
La situación se volvió aún más insostenible con las crisis militares acaecidas en Marruecos y la emergencia de la cuestión catalana. Tanto que la burguesía, con el Rey Alfonso XIII a la cabeza, apoyó la implantación de una dictadura militar (1923-1931), con el general Primo de Rivera a la cabeza.
Una suerte de sobrevida del régimen que no pudo salvarlo. Con la caída de Primo de Rivera en 1929, su sucesor el general Berenguer tuvo que enfrentar grandes movilizaciones estudiantiles y obreras, e incluso un “pronunciamiento” militar republicano fracasado. Este ascenso de luchas es lo que precedió a la oleada de manifestaciones posteriores a la victoria en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 de las candidaturas republicanas.
La situación llevó a que la burguesía se convenciera de que si quería “salvar los muebles” del peligro obrero, tenía que sacrificar al Rey y aceptar la implantación de una república.
Esa era la consigna que resonaba en las calles. Para millones el fin de los borbones y el cambio de régimen político era la puerta a resolver los grandes problemas sociales y democráticos del país. Las masas de obreros y campesinos irrumpían en la escena política, aún con una conciencia muy limitada que se plasmaba en el programa del movimiento y sus propias organizaciones. Arrancaba la revolución española.
Millones de trabajadores veían en la república una solución al paro, la miseria y las leyes antisindicales de la dictadura. Millones de campesinos veían en ella la oportunidad para acceder a la tierra, concentrada en un puñado de señoritos nobles, burgueses y la poderosa Iglesia. Y millones creyeron que el nuevo régimen resolvería demandas democráticas fundamentales que la burguesía española, emparentada política, social y sanguíneamente con las viejas clases feudales desde el inicio del siglo XIX, como la separación de la Iglesia y el Estado o el respeto de los derechos democráticos de las nacionalidades.
Estas ilusiones republicanas o democráticas eran alentadas y compartidas por las principales direcciones obreras. Los socialistas y un ala de los anarcosindicalistas se prestaron a colaborar con los burgueses republicanos, cediéndoles la iniciativa y dirección política. Otras fuerzas, como el pequeño por entonces PCE y el ala insurreccionalista del anarcosindicalismo, mantenían una posición ultimatista y de rechazo a las ilusiones democráticas de millones de campesinos y obreros. Esta posición, por un lado, no servía para desenmascarar la política de alianza con la burguesía de los reformistas; por el otro, dejaba muy aislados a sectores de la vanguardia obrera más combativa.
Solamente los trotskistas españoles, agrupados en el grupo de Nin que después constituiría la Izquierda Comunista de España, en colaboración con León Trotsky desde su exilio en Turquía, levantaron un programa y una política que partía de las hondas aspiraciones democráticas de las masas para articular un programa que ayudara a que la clase trabajadora se pusiera al frente con sus propios métodos de lucha por imponerlas, junto con todas las medidas necesarias para acabar con el paro, el problema agrario y la miseria.
Las promesas republicanas pronto se iban a demostrar un engaño. Las masas tenían por delante una larga y amarga experiencia. Los trotskistas nunca dejaron de advertirlo, pero al mismo tiempo planteaban la necesidad de pelear por unas verdaderas cortes constituyentes revolucionarias, impuestas desde la movilización obrera y popular, para lograr conquistar un programa que incluyese el reparto de la tierra a los campesinos, la independencia de Marruecos, el derecho a la autodeterminación para las nacionalidades, el gobierno barato, la separación de la Iglesia y el Estado, el fin de la reaccionaria casta de oficiales del ejército y la constitución de milicias de obreros y campesinos, la nacionalización y el control obrero de los grandes sectores estratégicos y un amplio programa de reformas sociales. La batalla para imponer unas cortes de este tipo y un programa así tenía que servir para poner a la clase trabajadora al frente de una lucha revolucionaria por el poder.
El de los trotskistas era el único programa realista que podía resolver los grandes problemas del país y que ninguna fracción de la burguesía, ni monárquica ni republicana, estaba dispuesta a llevar adelante. El programa más “realista” de los reformistas se iba pronto a demostrar un fraude. El de los trotskistas iba a ser puesto en práctica parcialmente en los momentos más agudos de la revolución, en la Asturias del 34 y el verano del 36. Los trabajadores demostrarían como sólo ellos eran capaces de resolver la cuestión agraria o eclesiástica de la noche a la mañana.
En los dos primeros años del nuevo régimen republicano, con el gobierno de coalición entre los republicanos progresistas y los socialistas, muchas de las esperanzas e ilusiones de ese 14 de abril se volvieron frustración, enfado y sentimiento de traición.
La coalición de los dirigentes reformistas con la burguesía republicana se estrenó en el llamado “comité revolucionario”, el primer gobierno provisional que a pesar del nombre estaba integrado por ex-ministros de la monarquía, burgueses de izquierdas, dirigentes obreros socialistas y presidido por Alcalá Zamora, un terrateniente andaluz, ultraconservador y de misa diaria que luego será el Presidente de la República hasta la guerra civil.
Durante la elaboración de la Constitución y en los meses posteriores de gobierno, la coalición republicano-socialista será incapaz de resolver los graves problemas pendientes.
El “el hambre de tierra” se encontró con una tímida reforma agraria que expropió a cuenta gotas y tras indemnizar tan pocas tierras, que se calcula que se tardaría unos 100 años en acabarla. Esto provocó que la frustración campesina prendiera pronto y se expresará en múltiples levantamientos agrarios. Cuando los jornaleros, hartos de esperar promesas vacías, cogieron la tierra por la fuerza como en Casas Viejas en enero del 33, donde fueron masacrados.
Tampoco la República consiguió mejorar las condiciones laborales y salariales de los millones de obreros, que confiaban en que el socialismo en el poder se las diera. De hecho el socialista Largo Caballero, que ya había sido ministro de la Dictadura, mantuvo el grueso de su legislación laboral y el Gobierno aprobó la represiva Ley de Defensa de la República con la que mantuvo una política de mano dura contra las huelgas, manifestaciones y los sindicatos que no se doblaban a la paz social decretada por los dirigentes reformistas.
La Iglesia mantuvo sus propiedades -salvo contadas excepciones- y privilegios. La obra de alfabetización republicana, si bien fue una de las reformas de mayor alcance, nunca llegó a disputar el casi monopolio de la educación que mantenían los curas y monjas. La casta de oficiales se mantuvo en sus puestos en su inmensa mayoría, y mientras que a los huelguistas se les trataba con puño de hierro a los golpistas como el General Sanjurgo se los trataba con guante de seda. No se cuestionó ni un momento el dominio imperialista sobre Marruecos, la progresista república española -incluida la del Frente Popular- mantuvo la opresión brutal contra nuestro pueblo vecino para sacar todos los recursos económicos posibles y mantener abierta la principal vía de promoción de los oficiales militares.
Tampoco se reconoció el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades. La burguesía centralista defendió el modelo unitario opresivo. La catalana llegó a proclamar la república catalana, pero sólo para forzar una negociación autonómica con Madrid. En todo momento, en cuanto viera que sólo basándose en la movilización revolucionaria de las masas se podían defender los derechos democráticos nacionales de los catalanes, Companys preferirá la rendición.
Toda esta frustración creo el clima necesario para que las derechas ganaran las elecciones de noviembre del 33 y formaran gobierno. El compromiso de las principales direcciones obreras con el fraude de la ilusión republicana abría las puertas a las fuerzas reaccionarias, que amenazaban con imitar la gesta de Hitler.
Afortunadamente la clase obrera española estaba mucho más a la altura que sus direcciones. La reacción se verá incapaz de imponer una regresión en toda la línea y su gobierno naufragará prematuramente. Las ilusiones democráticas del 31 tendrán una reedición con un discurso más de izquierda en 1936 con la victoria del Frente Popular.
En ese momento se contará con el apoyo del PCE y el conjunto del anarcosindicalismo, y lamentablemente también una buena parte de los viejos compañeros de Trotsky, como Andreu Nin, ahora en el POUM, que rompían así con los acuerdos con el revolucionario ruso mantenidos en 1931.
Todavía estaban por delante los combates más valiosos de la revolución, y también las traiciones más pérfidas de sus direcciones. Pero esto ya sería tema para otro artículo.
Jorge Calderón
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