La necesaria afirmación del genocidio que el Estado turco ejecutara sobre el pueblo armenio, a cien años del inicio de su concreción material, evidencia la continuidad del plan criminal, actualmente en la etapa negacionista. El gobierno de la República de Turquía insiste en la historia oficial, ocultando el genocidio constituyente de su Estado-nación. Proyecto de sus clases dominantes, el marco de la Primera Guerra Mundial conformó la estructura de oportunidad, para un Estado que suprimiría a minorías no integrables en una imaginada nacionalidad excluyente turca.
El desconocimiento de los hechos se supera al establecer analogías con el genocidio de los pueblos originarios cometido por el Estado argentino, también en su etapa fundacional. Los objetivos de ambos procesos coinciden: expropiar medios productivos en pos de la acumulación endógena de capital y destruir colectivos “no asimilables”, expresión de culturas diversas.
Asimismo, los estados fundados garantizaron la reproducción económica dependiente en el mercado mundial, expresando una alianza de clases locales y extranjeras. Esto adquiere valor superlativo. En tiempos del genocidio armenio, y aún en fases de planificación previa y negación posterior, las burguesías eurooccidentales y sus estados imperialistas (alternativa y simultáneamente Gran Bretaña, Francia, Alemania y luego Estados Unidos) se asociaron, financiaron, asesoraron y protegieron diplomáticamente al Estado turco.
La “Cuestión Oriental”, esto es, la forma en que esos estados europeos junto a los imperios austrohúngaro y ruso, repartirían áreas de influencia, destruido el Imperio Otomano, fue un eje central de la política occidental en el siglo XIX. Las potencias alentaron sucesivamente fuerzas centralistas y autonomistas en un mosaico multiétnico y multiconfesional. La situación de las minorías sostuvo la “ficción de las poblaciones sufrientes” como excusa intervencionista.
Entidades educativas, sanitarias y religiosas sirvieron de “colores protectores” en el avance occidental. Cuando la “misión humanista” careció de población beneficiaria, asentaron grupos foráneos como los judíos del centro-este europeo, minorías perseguidas que, cínicamente, protegerían en tierras periféricas. Esta fue la política inglesa en Oriente Próximo, impulsora del “hogar nacional judío”, actual enclave colonial llamado Estado de Israel, que inició la Nakba (catástrofe) palestina en curso.
Agentes de monopolios alemanes, ingleses y franceses siguieron a las misiones benéficas. Financiaron e invirtieron en infraestructura, en el marco de la exportación de capital. Buscaban dominar mercados y recursos, petróleo principalmente, y controlar las rutas comerciales al sudeste asiático.
Vencidos los otomanos en la guerra, los estados triunfantes trazaron el mapa regional según intereses ya expresados en el acuerdo Sykes-Picot. Las minorías fueron relegadas. Los sobrevivientes armenios percibieron las falacias prometidas en el lapso acontecido entre los tratados de Sevres y Laussana.
Actualmente la región está atravesada por múltiples conflictos. Las potencias eurooccidentales, ahora con aliados estatales y paraestatales, intervienen con idénticos pretextos, buscando redefinir territorios y poblaciones en su “nuevo mapa de Oriente Medio”.
No es posible cambiar el pasado, pero revisarlo permite comprender mejor el presente. Hoy sabemos que el Estado genocida turco no tuvo responsabilidad exclusiva en los crímenes rememorados. Al cumplirse su centenario, el pueblo armenio exige memoria, verdad y justicia.
Gabriel Sivinian. Licenciado y profesor de Sociología (UBA). Docente Cátedra Libre de Estudios Cananeos. Integrante de la Unión Cultural Armenia.
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