Desde hace mucho tiempo los argentinos nos acostumbramos a encontrarnos cada dos años, en cada coyuntura electoral, con un variopinto menú de opciones de izquierda. Las variadas (y variables) siglas que expresan dicho menú –PTS, PO, MST, Nuevo MAS (que en verdad es el viejo MAS), IS, AyL, CS, FOS, LSR, UST, DS, PCR, CRCR, TPR, etc., etc.– son indescifrables para la mayoría de los votantes, incluso para el votante politizado que no esté emparentado con alguna de estas tumultuosas familias. Las sutiles diferencias políticas que las separan y las mantienen en permanente estado de rivalidad son un misterio para los no iniciados y objeto de mofa para la revista Barcelona, que suele referirse al dirigente de Izquierda Socialista José Castillo y al diputado del PTS (Partido de los Trabajadores Socialistas) Christian Castillo hablando de las “graves discrepancias” que enfrentan al “castillismo” con el “christiancastillismo”.
Durante medio siglo, el divisionismo fue un virus que atacó a la familia trotskista, mucho más que a otras familias políticas. “Todo trotskista es divisible por dos” fue una broma que durante décadas circuló entre las corrientes nacionalistas así como en las comunistas, broma con la que al mismo tiempo celebraban su férrea unidad. Pero hace ya muchos años que estas diversas familias le vienen disputando al trotskismo el monopolio de su capacidad divisionista. El comunismo argentino, sobre todo desde 1986, ha sufrido incontables fracturas, la mayor parte de las cuales fueron reabsorbidas por el frepasismo o el kirchnerismo. Las cuatro corrientes que expresan hoy el comunismo vernáculo –el PC histórico de Patricio Echegaray, el PC-Congreso Extraordinario, el Partido Solidario (PSOL) de Carlos Heller y Nuevo Encuentro de Martín Sabbatella– apenas se diferencian por su grado de integración en el proyecto kirchnerista. También el espacio del nacional-populismo se ha fragmentado en una miríada de agrupaciones rivales, con eventuales adentros y afueras respecto al kirchnerismo (desde el frente Alba de Pablo Ferreyra al sabatellismo, pasando por Libres del Sur, el Movimiento Evita, etc. además de las divisiones de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) y sus brazos políticos). Sin hablar del centroizquierda no nacionalista.
Para el espacio político que va del progresismo hasta la izquierda, el panorama parece hoy desolador. Sin embargo, el mapa electoral de las izquierdas ofrece algunas novedades, impensadas apenas unos pocos años atrás.
Confluencias… a pesar de todo
En medio del cuadro de relativo impasse kirchnerista, fortalecimiento del centroderecha y fragmentación del centroizquierda, algunas de las vertientes más duras e intransigentes de la izquierda radical se presentan unidas en el Frente de Izquierda y de los Trabajadores(FIT), que se ha convertido en un polo de reagrupamiento político-electoral. A primera vista, se podría señalar que el frente fue un hijo de la necesidad, una alianza electoral de último momento y de carácter defensivo dictada por el riesgo de que sus principales socios –el Partido Obrero (PO) y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS)– quedaran empantanados en las PASO.
Sin embargo, el “efecto frentista” fue mucho más allá de las intenciones o las necesidades inmediatas de sus protagonistas. Por ejemplo, el voto a la izquierda ya no es testimonial: sus votantes pueden contribuir efectivamente a la elección de representantes legislativos en diversos niveles. En 1989, cuando el entonces referente del MAS Luis Zamora ingresó al Congreso nacional en el marco de Izquierda Unida (alianza del PC, el MAS y otras corrientes menores), se limitó a una acción de denuncia dentro de la cámara (como el famoso repudio al presidente Bush) y de apoyo a los confictos obreros fuera de ella. Un cuarto de siglo después, la izquierda conquistó cierta presencia en los parlamentos provinciales y nacional: además de tres diputados nacionales, el FIT tiene legisladores en varias provincias. Ya no se justifica restringir la labor del diputado de izquierda a la denuncia, la propaganda y los grandes gestos: dentro de ciertos márgenes, ciertamente acotados, los diputados de izquierda están en condiciones de hacer “política” en el Parlamento: proponer leyes, tejer alianzas… Es posible que la experiencia de la gestión parlamentaria termine por poner en tensión la vieja concepción según la cual tales prácticas eran mero reformismo u oportunismo, y produzca algunas modificaciones en las prácticas de la izquierda más “dura”. Por primera vez, la izquierda crece paralelamente en el terreno electoral, sindical, universitario y territorial.
Asimismo, otro síntoma de ciertas modificaciones puede advertirse en la renovada estética de su propaganda, cambios en ciertos habitus de sus candidatos, avances en la profesionalización de la comunicación y una productiva apropiación del difuso pero efectivo significante de “la izquierda” como un divisor de aguas entre los de arriba y los de abajo (lucha capital-trabajo), conservadores y progresistas (temas morales como el aborto) e incluso entre honestos y corruptos (denuncia de vínculos políticos/empresarios/mafias y de la burocracia sindical, etc.). Este aggiornamiento de su imagen favoreció, por ejemplo, una presencia en los medios de comunicación que seguramente ellos mismos jamás imaginaron. Basta ver un programa político de televisión –incluso con nuevos formatos como Intratables–, caminar por las calles o pararse frente a un quiosco de diarios para advertir la presencia de “la izquierda” en el espacio público. Varios de sus líderes hoy lograron ingresar al selecto grupo de los políticos identificables por sus nombres por los ciudadanos que no siguen el día a día de la política y en general dejaron de ser figuras folclóricas como antaño.
Los antiguos afiches políticos en blanco y negro que mostraban dirigentes obreros con tonalidades plebeyas han cedido su lugar a coloridas fotos de estudio publicitario que muestran candidatos sonrientes y reposados. Ya no están sobrecargados de texto ni plagados de consignas, sino que invitan a votar a los candidatos de turno o simplemente “a la izquierda”. El tiempo de las intervenciones a los gritos en los programas televisivos parece haber quedado relativamente atrás, los otrora adversarios burgueses o pequeñoburgueses son tratados en buenos términos –a veces como “el compañero tal” o “la compañera cual” – y, como auténticos políticos profesionales, hasta se permiten un trato amigable con los periodistas más reaccionarios. La vieja cultura obrerista de la izquierda radical, el reclamo en voz airada, el ceño fruncido, el puño golpeando la mesa, la refutación fulminante del adversario político, se han visto parcialmente desplazados por intervenciones más argumentativas y persuasivas, enunciadas en tono enérgico pero sin vulnerar la amabilidad de los códigos televisivos.
¿Se trata sólo de cambios cosméticos, de adaptaciones circunstanciales, de tácticas inteligentes para aprovechar una brecha que se abrió en los medios? ¿O es posible que la masmediatización de la izquierda termine por promover cambios en su discurso, en la promoción de sus candidatos, en sus modos de debatir y de hacer política?
Si descendemos del mundo mediático, con sus imágenes felices de unidad frentista, y aterrizamos en el nivel de los periódicos partidarios, nos encontramos con que el PO y el PTS no han cesado de denunciarse mutuamente con los peores calificativos, lo que mostraría que constituyen maquinarias de disciplinamiento con años de funcionamiento y mecanismos de autorreproducción imposibles de modificar. Consultado por estas riñas internas, Jorge Altamira definió la unidad con honestidad brutal: “El Frente de Izquierda es un frente oportunista. Cada uno viene por su conveniencia. En este frente te quedás porque no te podés ir. El suicidio existe, pero a nadie le conviene” (1). Pero si el suicidio existe es, en este caso, porque en provincias como Salta y Mendoza el Frente viene obteniendo resultados de dos dígitos, cifras con las que hace unos años la izquierda ni siquiera podía soñar.
La confesión de Altamira es interesante porque de ella se desprende que, en su concepción, lo que separa a las fuerzas que componen el frente son los principios, la estrategia, las trayectorias, mientras que lo que las llevó a aliarse fue la conveniencia (dicho en términos del viejo izquierdismo, el oportunismo). La Gran Política, dictada por la estrategia, no debe confundirse con la política práctica, dictada por las necesidades y las alianzas coyunturales. Lo más probable es que los dirigentes del PTS piensen el FIT del mismo modo. Es que, con todas sus diferencias, comparten una concepción de la política que se nutre del imaginario de Octubre ruso de 1917: hay un solo Partido Revolucionario de la clase obrera, que no es masivo porque expresa a su vanguardia revolucionaria. En su camino hacia la toma del poder revolucionario, es lícito hacer alianzas tácticas y celebrar acuerdos con fuerzas reformistas o “centristas”, siempre y cuando no comprometan la estrategia propia, y en tanto contribuyan al fortalecimiento del Partido que, con su programa, garantiza la “independencia política del proletariado”. De acuerdo con esta concepción, el Frente no vale nada por sí mismo (pensarlo así sería oportunismo puro), sino en la medida en que ayuda al Partido a convertirse en vanguardia de la clase obrera. El crecimiento del Frente es entonces bienvenido como la antesala del crecimiento del Partido. Pero para que esto sea así, el Partido debe controlar el Frente. Puede negociar apremiado por la necesidad, pero debe terminar por imponer sus candidatos, su superioridad y su programa.
El Frente, entonces, vive tensionado por dos pulsiones contrapuestas: la trayectoria propia, la estrategia revolucionaria, tiende a la diferenciación y a la ruptura; la necesidad de sobrevivencia que impuso la alianza electoral es la que empuja a la negociación, a la acción pública, a la política misma. La primera pulsión conduce a la autoafirmación, al reforzamiento de la propia identidad. Altamira sabe por su larga experiencia que limitarse a la afirmación identitaria es el suicidio político. Pero también sabe que el espacio de las alianzas, los frentes, las negociaciones, los programas comunes, los avances y las concesiones, pone en riesgo la propia identidad.
La izquierda tradicional no piensa la política en términos de construcción hegemónica, dentro de la cual las identidades y los programas no quedan fijados de antemano, sino que se reformulan en el propio proceso de construcción e incorporación de nuevas fuerzas y nuevos sujetos sociales. Su concepción, que privilegia la construcción partidaria, le pone un techo muy bajo a cualquier crecimiento frentista. Sin embargo, fueron los partidos de la izquierda más obrerista y clasista los que, empujados por la necesidad, crearon un espacio frentista.
En efecto, los intentos de las viejas izquierdas por volverse “nuevas” no prosperaron: Luis Zamora no logró, pese a sus buenos resultados electorales iniciales, mantener con vida a su “no-partido” Autodeterminación y Libertad, inspirado en las nuevas modas autonomistas; el MST intentó salir del estrecho “espacio trotskista” abriéndose a la izquierda multicolor –roja-verde-morada– del clasismo, el ecologismo y el feminismo, pero también la operación resultó de difícil concreción: su deslumbramiento por las luchas callejeras tout court llevó al partido a terminar compartiendo tribuna con la Mesa de Enlace en el conflicto del campo de 2008, para pasar luego por frustradas alianzas con Proyecto Sur de Pino Solanas... Todo esto terminó fortaleciendo a las corrientes menos innovadoras, tanto en el plano teórico como de sus prácticas militantes; una suerte de izquierda pre-gramsciana que no ha reflexionado sobre el problema de la hegemonía. Pero frente a la crisis o debilitamiento del resto de los grupos “renovadores”, su estructura ultracentralizada, la construcción de un aparato y cierto dogmatismo ideológico terminaron por ser, al menos coyunturalmente, funcionales a ocupar un espacio vacante y crecer de manera significativa.
¿Izquierda revolucionaria sin revolución?
Las organizaciones trotskistas, nacidas en las duras condiciones históricas de la década de 1930 (apogeo del estalinismo, expansión del nazismo, crisis del internacionalismo), están mejor preparadas para resistir en condiciones de reflujo o de clandestinidad que para crecer políticamente en condiciones de legalidad plena. Sus formas de organización, sus medios de difusión, su retórica revolucionaria y toda su cultura política se nutren del Partido Bolchevique, una organización forjada en la clandestinidad bajo el absolutismo zarista.
De las fuerzas del trotskismo, el PTS es el que ha ido más lejos en modernizar su aparato de difusión más allá de los clásicos periódicos de corte leninista: ha creado sucesivamente una editorial, una revista de difusión masiva (Ideas de Izquierda), un canal de televisión (TV.PTS) y últimamente un diario digital (La Izquierda Diario). El problema es que la modernidad de los medios contrasta de modo acuciante con la arcaísmo de los contenidos. El catálogo editorial empieza y termina en las obras de Trotsky, y las ideas de izquierda se agotan pronto en una formación política que, por fuera de un puñado de abnegados acompañantes, se ha caracterizado por el anti-intelectualismo. Un actor disfrazado de Marx explicando en una serie para internet el abecé de la plusvalía y hablando del capitalismo como si estuviera en el siglo XIX no es precisamente un dechado de imaginación ideológica (2). Sin embargo, si es cierto que el medio es el mensaje, como decía Marshall McLuhan, este fracaso inicial no excluye la posibilidad de que el propio medio ayude a producir contenidos renovados y opere transformaciones sobre los mediadores.
Por otro lado, una de las paradojas del crecimiento del FIT es este que no ocurre en paralelo a un proceso de radicalización social. De ahí que las fuerzas que lo integran encuentran dificultades para explicar su propio crecimiento, otrora imaginado en un marco de insubordinaciones sociales, polarización de clases y nítidos giros hacia el anticapitalismo (por ello, a menudo se exagera la mirada catastrofista). Uno de los spots del Partido Obrero en Salta incluye testimonios de por qué los salteños lo votan, y allí las apelaciones son a la honestidad, a lo nuevo, a la defensa de trabajadores, etc. Lo más revolucionario, en todo caso, es que en estas provincias dominadas por castas de poder tradicionales, la izquierda opera como una posibilidad para que el pueblo sencillo –los de abajo– acceda a espacios de poder. Lo que, desde ya, no es poco. Pero todo esto está lejos de una visión leninista de la política en la cual el proletariado, en algún momento, adquiere la conciencia suficiente para descubrirse en el programa levantado por el Partido, con mayúsculas, en tanto conciencia concentrada de esa clase a partir de un saber y de una práctica histórica.
En el crecimiento del FIT hay mucho más de contingencia de lo que sus propios integrantes admitirían. El crecimiento operado en este tiempo debilita hasta cierto punto el control político interno y transforma los propios ethos militantes (retomando un término utilizado por Maristella Svampa). El propio Altamira dijo sentirse muy feliz de que en una oportunidad varios salteños salieran de una procesión de la virgen para decirle que votaban por el PO (en Salta no hay FIT, porque no está constituido el PTS). Es que la construcción de una izquierda popular va dejando caduca la figura del viejo partido leninista pequeño pero preparado profesionalmente para el gran momento, en el que el partido sólo debe crecer con la propia ola revolucionaria. Más bien, un crecimiento sostenido pero sin horizontes poscapitalistas imaginables obliga a una “larga marcha” que requiere construir, junto con el aumento de los votos, una hegemonía política y cultural que permita conservar esas adhesiones. Independientemente de sus aciertos o desaciertos políticos, los partidos comunistas supieron convertirse en poderosas fuerzas hegemónicas, sobre todo en la Europa de posguerra. Pero la izquierda trotskista argentina sigue rechazando esas esferas (a menudo cae en el reivindicacionismo/denuncialismo puro y duro). Si hasta los años 70 el Programa de Transición trotskista debía conducir al poscapitalismo, hoy esa deriva resulta más imprecisa, obligando a la izquierda revolucionaria a comprender, al menos en la práctica política, que no toda lucha por reformas es sinónimo de “reformismo” y a reformular la propia idea de transición.
La apertura del FIT
Como sea, la experiencia política práctica real –sea o no procesada de manera abierta– ha ido calando en “la izquierda”. Nuevos sectores, cuya confluencia con el trotskismo resultaba otrora impensable, pasaron a integrar las listas del FIT. Por una parte, el Frente se benefició de la crisis del proyecto autonomista de la llamada izquierda independiente nacida al calor del clima de ruptura –y disponibilidad a nuevas experimentaciones– surgido con la crisis de 2001 (3). El piqueterismo se debilitó al calor de recomposiciones económicas, sociales y políticas ocurridas durante la larga década kirchnerista. La principal expresión de la izquierda independiente, el Frente Popular Darío Santillán (FPDS), además de debilitarse, quedó dividida en la Corriente Nacional –parte de ella aliada hoy en la Ciudad con Buenos Aires para Todos, de Claudio Lozano– y Pueblo en Marcha, que acaba de ingresar al FIT junto con otras organizaciones, como la del sindicalista Carlos “Perro” Santillán en Jujuy.
Frente a la oposición del PTS, que dice bregar por un frente ideológico, el PO cedió parte de sus candidaturas no expectantes a Pueblo en Marcha y a la Corriente de Reconstrucción del Comunismo Revolucionario (desprendimiento del PCR, maoísta). Incluso el Perro Santillán se sumó al FIT en Jujuy, donde las encuestas le dan al Frente entre 10 y 15% de los votos (4). Aliados menores del FIT junto a una periferia política e intelectual bregan hoy por transformarlo en un “polo amplio de izquierda”.
Detrás del significante “la izquierda” hay estrategias diversas, como por ejemplo, posiciones distintas frente a las experiencias nacional-populares de izquierda que conoció América Latina en la última década: por ejemplo, mientras la izquierda independiente hace del chavismo casi una opción de fe, el trotskismo de corte clásico (PO, PTS) está en la oposición de esas experiencias “bonapartistas” o “nacional-populistas”. Ciertamente, el pronunciado declive de proyecto chavista podría ayudar a acercar posiciones, pero es posible que los balances respectivos de ciclo venezolano ofrezca saldos muy diversos a unos y a otros. Adicionalmente, la cultura política más asamblearia y horizontal de algunos de los grupos ingresantes está también en franco contraste con el centralismo de las fuerzas de tradición leninista.
La unidad, pese los éxitos conseguidos, sigue siendo una convivencia tensa, en la que cada partido sigue pensando en su propia acumulación, a menudo a costa de los otros, como si la política no fuera construcción de hegemonía hacia afuera sino un juego de suma cero hacia adentro. Síntoma de esta concepción es que no se hayan creado espacios de militancia frentista para quienes adhieren al FIT pero no militarían en ninguno de sus partidos. La situación del FIT podría definirse como una doble imposibilidad: la imposibilidad de confluir verdaderamente en un proyecto común (un síntoma claro: no constituyen bloque de diputados, y el Frente en sí mismo no tiene siquiera una página común en Facebook) y la imposibilidad de romper de la que hablaba Altamira.
Pero esta doble imposibilidad hoy ha construido una confluencia de las corrientes marxistas como nunca antes en la historia de la izquierda argentina. Y quizás abra las puertas a una izquierda que lea mejor el mundo que se propone cambiar.
Horacio Tarcus y Pablo Stefanoni
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Notas
1/ La Nación, Buenos Aires, 16/12/2014.
2/ “Marx ha vuelto, miniserie de ficción basada en el Manifiesto comunista”, en http://www.pts.org.ar/Marx-ha-vuelto-miniserie-de-ficcion-basada-en-el-Manifiesto-comunista
3/ Ver: Maristella Svampa, “La generación militante de 2001 tiene sello asambleario y territorial”, entrevista de Marcos Cicchirillo, La Capital, Rosario, 18/12/2011.
4/ Gazeta Jujuy, 18/3/2015.
Horacio Tarcus: Historiador, director del CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina).
Pablo Stefanoni: Periodista e historiador. Jefe de redacción de Nueva Sociedad.
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