lunes, 13 de abril de 2015

A 96 años del asesinato de Emiliano Zapata



El 10 de abril de 1919 Emiliano Zapata fue asesinado en una emboscada tramada por un militar cobarde y traidor llamado Jesús Guajardo, en el contexto de la violenta represión desatada sobre el Estado de Morelos por orden del presidente de México Venustiano Carranza. Emiliano Zapata descendía de una tradicional familia campesina de la comunidad de Anenecuilco, Morelos, donde nació en 1873. Desde muy joven trabajó la tierra heredada de sus padres, y en 1909 fue designado por la asamblea local presidente del Consejo de su pueblo natal.

En 1910, al estallar la Revolución Mexicana, las masas rurales se precipitaron a la lucha tras sus demandas postergadas. El desencadenante de la insurrección fue una crisis política a raíz de la sucesión presidencial. Francisco Madero, líder del Partido Antireeleccionista, cuya consigna principal era “sufragio efectivo y no-reelección”, fue proscrito y encarcelado. Logró fugarse y convocar a un levantamiento armado contra la dictadura de Porfirio Díaz, quien gobernaba el país desde 1876. Madero proclamó el Plan de San Luis Potosí (octubre de 1910), centrado en modestas reformas políticas, pero cuyo artículo tercero aludía vagamente a la restitución de las tierras usurpadas, punto que inmediatamente atrajo la atención de las masas rurales. Es así como irrumpió la insurgencia campesina en la grieta abierta por los políticos liberales y las clases medias urbanas.
El zapatismo constituyó una de las expresiones populares más notable de este proceso. Surgido en Morelos, un Estado donde las comunidades indígenas eran expropiadas cada vez más por la expansión de las haciendas azucareras, mantuvo durante casi diez años el principal centro político de masas de la revolución, que no interrumpió la lucha ni se rindió, constituyendo un bastión de intransigencia revolucionaria que resistió los ataques militares y las maniobras políticas de la reacción.
La primera fase de la lucha contra Porfirio Díaz terminó exitosamente en mayo de 1911, con los acuerdos de Ciudad Juárez. Díaz renunció a la presidencia, se convocaron nuevos comicios, se pactó el cese de la lucha y el desarme de los insurgentes. En octubre de ese año Madero fue proclamado nuevo presidente de México. Todos los rebeldes entregaron sus armas, menos el Ejército Libertador del Sur, dirigido por Zapata. Los zapatistas sostenían que sólo iban a dejar las armas cuando les entregaran las tierras. El 25 de noviembre de 1911 aprobaron solemnemente el Plan de Ayala, en el cual plasmaron sus objetivos programáticos fundamentales.
El Plan de Ayala expresaba el objetivo central de los campesinos sureños, la recuperación de las tierras sustraídas por terratenientes y haciendas. Y lo hacía en términos revolucionarios: los campesinos ocupaban las tierras usurpadas y procedían a su reparto, si los terratenientes o los hacendados tenían algún reparo, tendrían que presentarse ante los tribunales que se crearían tras el triunfo de la revolución, y demostrar los derechos que alegaban tener. Es lo que un jurista denominaría la “inversión de la carga de la prueba”: no eran los campesinos los que debían esperar a que la revolución triunfara y sancionase una ley que les permitiera acceder a la tierra, previo paso por los tribunales para probar sus derechos. Por el contrario, a medida que las fuerzas campesinas avanzaban, ocupaban la tierra con las armas en la mano y la restituían a las comunidades.
En febrero de 1913, Victoriano Huerta, jefe del ejército federal, depuso a Madero y ordenó su fusilamiento. Inmediatamente se levantó en armas el movimiento constitucionalista, del cual formaban parte Venustiano Carranza, Álvaro Obregón y Francisco Villa. Los constitucionalistas acordaron encarar la cuestión agraria una vez derrotado Huerta y el ejército federal. Carranza y Obregón no tenían interés alguno en repartir tierra, Villa consideraba dificultoso distribuirla antes de concluir la guerra.
En julio de 1914 Victoriano Huerta fue finalmente derrotado, jugando un papel decisivo la División del Norte de Pancho Villa. Las fuerzas campesinas, dueñas de la situación, ocuparon la ciudad de México, en tanto las tropas constitucionalistas, dirigidas por Obregón y Carranza, quedaron arrinconadas, en ostensible minoría, en el puerto de Veracruz. La reunión cumbre de Villa y Zapata en Xochimilco, el 4 de diciembre, marcó el punto culmine del ascenso campesino en el proceso revolucionario.
Pero negros nubarrones se cernían sobre el futuro de la revolución. Los jefes campesinos tuvieron grandes dificultades para entenderse con los sectores urbanos, y fracasaron en la concertación de alianzas con éstos. Particularmente importante fueron las desavenencias con el movimiento obrero de la ciudad de México.
Aquí cabe un balance necesario sobre el rol del anarquismo en la Revolución Mexicana. En la ciudad de México existía la Casa del Obrero Mundial, un agrupamiento laboral de orientación anarcosindicalista, obligado a decidir su posición ante los choques cruciales que se avecinaban en la nueva fase de la revolución. Parece ser que para los estrictos cánones morales del anarcosindicalismo mexicano, los soldados de Pancho Villa tomaban demasiado alcohol mientras los insurgentes de Zapata eran seguidores de la Virgen de Guadalupe, de modo que nada bueno podía esperarse de esa gente. Es así que el 17 de febrero de 1915 los anarcosindicalistas de la Casa del Obrero Mundial y el movimiento constitucionalista firmaron un pacto por el cual, a cambio de la promesa nunca cumplida de satisfacer un pliego de reivindicaciones, los anarquistas organizaron los denominados “batallones rojos” enrolados en el ejército constitucionalista, que bajo el mando de Obregón retomó la ciudad de México, y entre abril y junio de 1915 derrotó a las fuerzas de Pancho Villa, inclinando el fiel de la balanza hacia la restauración burguesa.
Así como señalamos el papel nefasto de los anarquistas de la ciudad de México, también queremos remarcar que otras facciones libertarias lucharon heroicamente con los campesinos y sectores populares, corriendo su misma suerte frente a la represión estatal. Es el caso de Ricardo Flores Magón y el periódico Regeneración, el único que durante todo el transcurso de la Revolución mantuvo una línea de impugnación de la propiedad privada y del Estado burgués en forma consecuente.
Carranza y Obregón convocaron la Convención Constituyente de Querétaro (febrero de 1917) para reorganizar el Estado. Conscientes que sin dar alguna respuesta a la demanda por la tierra no podían gobernar México, aceptaron inscribir los reclamos campesinos en el famoso artículo 27 de la Constitución aprobada en Querétaro. Es así como se inauguró el “constitucionalismo social” en América Latina, mediante la incorporación de las reivindicaciones fundamentales de la Revolución dentro de los marcos institucionales del Estado burgués ahora remozado.
A lo largo de estos años son muy importantes los logros políticos de los campesinos zapatistas. Desde la consigna inicial del levantamiento: Abajo haciendas, arriba pueblos, (cuando en todos lados se decía Abajo Porfirio, arriba Madero) hasta el Plan de Ayala, con su célebre formulación: primero se reparte la tierra, y después, en todo caso, se discute, sustancialmente distinto a todas las reformas agrarias emprendidas desde el Estado. La culminación de este proceso fue la Comuna de Morelos, el experimento social impulsado por el zapatismo en tierra morolense entre 1914 y 1917. De lejos la experiencia agraria más radical de la historia de México: fueron expropiadas las haciendas y los ingenios azucareros y puestos a producir bajo control de los campesinos, al tiempo que el territorio se organizó a partir del “gobierno de los pueblos”. Una experiencia revolucionaria duramente reprimida por las fuerzas estatales, que culminará con el asesinato de Zapata, pero quedará inscripta en la memoria colectiva de la nación mexicana.
¿Pero como fue posible esta extraordinaria experiencia? Entre 1910 y 1920 había en México muchas facciones políticas que tenían armas, programas y dirigencias comprometidas con sus objetivos. Pero el zapatismo tenía algo más: una organización propia e independiente del Estado a partir de la cual expresarse y tomar decisiones en forma colectiva. En Morelos, esta organización independiente se basó en los pueblos, el antiguo órgano democrático campesino. Estaba constituido por un Consejo integrado por cuatro o cinco miembros de la comunidad, que se ocupaba de la defensa de la tierra, la resolución de los litigios entre los vecinos y la atención de los asuntos comunes, rindiendo cuenta de sus actos a la asamblea general del pueblo. Los pueblos habían perdido la mayor parte de sus tierras, pero su organización autónoma nunca fue destruida: en ella se apoyó el zapatismo para desplegar su increíble resistencia.
Esta es la gran verdad de la historia de la revolución en el siglo XX: los programas, las armas, la misma dirección revolucionaria, son necesarias pero no suficientes, lo decisivo, lo que marca la diferencia, es la existencia de los organismos autónomos en los cuales las masas en lucha puedan deliberar y tomar decisiones con independencia del Estado y demás instituciones de la clase dominante.
¿Pero como pudieron estos humildes campesinos protagonizar semejante proceso? Es Carlos Marx quien nos ofrece algunas pistas para responder a este interrogante. En su célebre respuesta a Vera Zasulich del 8 de marzo de 1881 –y en el Prefacio a la edición rusa del Manifiesto Comunista de 1882, redactado conjuntamente con Federico Engels– afirmó que la obschina –forma superviviente de la antigua comunidad rural rusa– podría convertirse en el punto de partida para la reorganización comunista de la sociedad, si lograba sobrevivir hasta que estallase la revolución social. Esto es lo que sucedió en Morelos: la revolución estalló cuando aún subsistían las antiguas formas de organización de los campesinos sureños. Pero al no poder confluir el movimiento insurgente con el proletariado urbano, se crearon las condiciones para el triunfo de las fuerzas que propugnaban la reorganización de la sociedad y el Estado bajo la égida del capitalismo.
Sin embargo, los vencedores no pudieron aplastar totalmente la revolución. Debieron de alguna manera integrarla a un discurso histórico: la propia clase dominante pretende justificar su dominación en el gigantesco cataclismo social que dio nacimiento al México actual. Por eso para los explotados es necesario apropiarse del proceso iniciado en 1910, pero esta vez sí, a partir de la unidad revolucionaria de los obreros, campesinos, estudiantes, mujeres, trabajadores, pobres de la ciudad y del campo, explotados todos, hoy como ayer, por la dictadura del capital y los lacayos a su servicio.

Juan Luis Hernández

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