jueves, 7 de mayo de 2015

¿Revolución "fracasada" o revolución "traicionada"?



Este viernes 8 de mayo a las 20 hs. en la Feria del Libro*, presentaremos La revolución traicionada de León Trotsky. El panel contará con la presencia de Eduardo Güner, acompañado por Christian Castillo y Fernando Aiziczon. Presentamos aquí extractos** de la reseña que realizó el destacado sociólogo y ensayista al momento de la publicación del libro.

La publicación reciente de La revolución traicionada de León Trotsky por el CEIP –con un eficaz prólogo de “actualización” a cargo de Christian Castillo y Matías Maiello– constituye lo que vulgarmente se denomina un acontecimiento (teórico, cultural y político). Esa “vulgaridad” está, en este caso, plenamente justificada.
Se trata de lo que bien puede calificarse de testamento político del gran revolucionario, en el cual –entre muchas otras cosas– somete a examen implacable, poco antes de su asesinato a manos del estalinismo en 1940, la lógica de la transformación del proyecto originario de los bolcheviques en un despotismo abyecto bajo el comando de un estrato burocrático ultra-concentrado en su poder, que ha traicionado hasta el último de los ideales –y las posibilidades reales– de construcción de una sociedad “soviética” en camino al auténtico socialismo. Esa traición tuvo consecuencias negativas inmensas que las causas revolucionarias todavía están sufriendo en todo el mundo. El libro de Trotsky aborda ese proceso de degradación con todo el rigor, la lucidez y la consecuencia que son su marca de estilo, y que hacen que no haya, hasta el día de hoy, un análisis crítico más acabado desde la óptica del marxismo; pero al mismo tiempo, más allá de la indignación y la amargura, lo hace sin perder un ápice de su confianza en el espíritu revolucionario y emancipador que condujo a la enorme gesta de Octubre, y cuya reconstrucción es el objetivo final de su análisis crítico. Es de esa traición y de ese espíritu –que la gran pluma de Trotsky pone en escena como personajes de un tremendo drama histórico– que quisiéramos hablar, aunque fuera breve y esquemáticamente, en lo que sigue, sirviéndonos de su texto como (en el sentido literal) pre-texto.
1. Para usar una ya canónica metáfora, hay un fantasma que sobrevuela desde hace ya décadas sobre el marxismo. Es el fantasma del así llamado fracaso de las revoluciones y movimientos emprendidos en su nombre. Casi desde la propia formulación originaria de los conceptos (y las acciones) del materialismo histórico se le imputó que estaban “destinados al fracaso”. En las últimas décadas, el derrumbe (o implosión, o derrota) de esas verdaderas monstruosidades políticas en que se habían transformado los “socialismos reales”, y la consiguiente completa mundialización del Capital, pareció confirmar inapelablemente ese diagnóstico de los enemigos, los escépticos, y aún los “desencantados” del marxismo.
Frente a semejante veredicto, es casi irresistible la instintiva tentación de replicar con una “chicana”: ¿Cuáles serían, por favor, los clamorosos éxitos del capitalismo –salvo, se entiende, para los propios capitalistas, una porción mínima de la humanidad–? De un capitalismo, queremos decir, que había prometido el progreso, la prosperidad y la convivencia democrática para la inmensa mayoría, y que, por solo atenernos al siglo XX y lo que va del XXI, ha entregado explotación, creciente miseria, alienación, guerras, masacres y genocidios inconcebibles, sin dejar de mencionar la degradación sin precedentes de la cultura y la subjetividad, y para no mencionar las catástrofes ecológicas que ha producido, y que por primera vez en la historia colocan a la humanidad ante el riesgo real de su desaparición. No obstante, es necesario resistir tal tentación. Porque, como se suele decir, “una cosa no quita la otra”. Que el capitalismo haya “fracasado” estrepitosamente no implica que los alegados “fracasos” de las revoluciones socialistas sean menos dramáticos: al contrario, lo son aún más. Pero empecemos por desplazar el eje de esta discusión, y definir en qué términos hablamos de “fracaso”, so pena de quedar atrapados –como quisiera la ideología dominante– en la plena identificación de las revoluciones “fracasadas” con la “inutilidad” o la no pertinencia del marxismo revolucionario como tal. En alguna parte, Slavoj Zizek cita una frase de Rumbo a Peor de Samuel Beckett: “Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor” (1). Me permito ahora ponerla en contigüidad con otras dos frases que vienen a mi memoria. Una es de William Faulkner, que en respuesta a una entrevista dice: “No vaya usted a creer que es fácil fracasar: a mí al principio me costó mucho, después me fue saliendo cada vez mejor”. La tercera es de Orson Welles: “Yo empecé desde muy arriba, y tuve que trabajar duramente para descender hasta el fondo”.
¿Qué hay de común entre estos tres enunciados? No es, como podría parecer, el fracaso por sí mismo, sino más bien la idea de que fracasar supone un esfuerzo, demanda fuerza de voluntad. Lo cual es por supuesto una inversión sarcástica, digna de Marx –de Groucho Marx– del sentido común según el cual es el éxito el que implica un gran trabajo, mientras el fracaso se adjudica a la pereza. Se trata, desde ya, de un sentido común típicamente burgués: el éxito es el producto de la esforzada iniciativa individual, mientras que el fracaso es el destino del indolente, ya sea el aristócrata decadente como, en el otro extremo de la estructura social, el marginal que prefiere vivir de la caridad o de los subsidios del Estado. Y el mismo prejuicio ha fundado, frecuentemente, el menosprecio colonialista y racista hacia el Otro, el Extranjero, el Indígena, que solo bajo la esclavitud se transforma en un sujeto productivo. En nuestros tres enunciados de marras, en cambio, el fracaso es el resultado fallido de una lucha, y el acento positivo está puesto sobre el proceso, sobre la lucha misma, y no sobre el resultado...
Si decimos que las revoluciones del pasado finalmente fracasaron, nos deslizamos insensible pero firmemente hacia la concepción de la revolución como algo del pasado. Y el pasado, como reza la jerga juvenil, “ya fue”. Esta ha vuelto a ser hoy, en los tiempos post, la ideología dominante: para citar otra expresión muy común, lo que tenemos “es lo que hay”, y ya está: congelando el pasado, asesinamos todo proyecto de futuro, lo que nos queda es el presente eterno. La filosofía lineal, evolutiva y “progresiva” de la historia, tanto como el puro “presentismo” postmoderno, no están en condiciones de asumir la idea de repetición –ni siquiera como “farsa”– ni mucho menos la de un retorno de lo reprimido.
2. Una de las razones –y no de las menores– que se aducen para tal “fracaso” de las revoluciones, es la de su “bastardización” por parte de una dirigencia despótica y corrupta, que utilizó el poder que les dieron las revoluciones para consolidar sus propios intereses de “nueva casta” burocrática, incluso a veces provocando masacres a gran escala, y así. Se sabe cuáles son los argumentos más habituales que se esgrimen (incluso, y quizá sobre todo, desde el “progresismo” de centroizquierda, más o menos socialdemocrático-liberal) contra todo “imaginario revolucionario”, y que llevarán a acusarlo de indefectiblemente “totalitario”: básicamente, que ese “imaginario” conlleva un utopismo omnipotente que pretende hacer entrar la realidad compleja y múltiple de las sociedades en un esquema preconcebido de la “mejor” sociedad; como la realidad indefectiblemente se resiste a ese forzamiento, se tilda a la realidad misma de “reaccionaria”, y se está dispuesto a ejercer sobre ella la violencia que sea necesaria para hacerla “entrar en razón”, adecuarse al Imaginario fundacional de la vanguardia revolucionaria: esa obcecación ha conducido siempre, más tarde o más temprano, al reino del Terror (jacobino, estalinista, el de la Revolución Cultural china, el de Pol-Pot, y siguen las firmas). Etcétera, etcétera…
Por supuesto que, a su vez, en nombre de las revoluciones se han cometido los crímenes más indefendibles, que deben ser condenados incondicionalmente, tal como lo hace sin concesiones Trotsky. Pero ¿es esa una razón suficiente para condenar también la idea misma de revolución?
…Desde luego, se han producido muchos y sustantivos cambios desde las décadas “rojas” de los ‘60 y primeros ‘70. Cambios que incluyen, cómo no, el hundimiento (el “fracaso”) de los “socialismos reales”. Sería necio negar que la gran Revolución de Octubre y su extensión (o su “exportación” a veces forzada, lo cual también constituyó un problema) a los países del Este europeo, fue, decíamos, literalmente secuestrada por aquella camarilla burocrática que señalábamos, y que lejos de iniciar la construcción de un socialismo auténtico, estableció una feroz dictadura (no del, sino) sobre el proletariado y la sociedad en su conjunto.
Todas estas contradicciones, sumadas al nuevo clima ideológico “neoliberal” a partir de la década del ‘80, contribuyeron a levantar sospechas ya no sobre los resultados revolucionarios, sino, como decíamos, sobre el propio concepto de revolución, paulatinamente abandonado por los sectores progresistas –incluso, entre otros, por los partidos “comunistas” del mundo entero– y sustituido por las teorías y las políticas “regulacionistas”, “progresistas”, “bienestaristas” y demás. Es decir, se echó un manto de olvido sobre la idea “clásica” de la revolución como transformación radical de las relaciones de producción en un sentido socialista.
Cualquiera tiene, desde ya, derecho a discutir la posibilidad actual –o incluso la deseabilidad– de esa transformación; o, aun aceptando ambas cosas, a debatir las diferencias estratégicas y tácticas que ellas supondrían hoy con respecto a los modelos revolucionarios históricos “fracasados” (más aún: esta última debiera ser una discusión imprescindible y urgente para los marxistas contemporáneos). Pero si se quiere permanecer dentro del paradigma marxista (todo lo ampliado y “flexibilizado” que sea necesario) no se puede negar la categoría de “revolución” entendida en esos términos básicos.
Este es el telón de fondo sobre el cual se pueden juzgar los cambios gubernamentales de la última década en América Latina, algunos de los cuales no han vacilado en autocalificarse “de izquierda”, o de “socialistas”. Quizá eso haya contribuido a que la palabra izquierda haya dejado de ser una “mala palabra” como lo era en los ‘90, aunque esto conlleva el peligro “dialéctico” de que –mediante el éxito de una cierta operación de apropiación de esa palabra por parte de los gobiernos– el concepto “izquierda” quede asociado a, y aun plenamente identificado con, las políticas bonapartistas, reformistas o populistas que pueden tener mayores o menores tensiones con el capital mundial, pero que no se proponen como proyecto final sustraerse a su lógica. O sea: la palabra “izquierda” puede, nuevamente, ser una buena palabra… siempre que no se la pronuncie junto a la palabra “revolución”. Y otro tanto sucede, con todos los matices del caso, con movimientos como Syriza o Podemos, con su articulación borrosa entre la ética de los “indignados” y un populismo “laclauiano” más o menos posmoderno y mediático. Por esa razón ha llegado la hora de volver a plantear (aunque obviamente no podamos hacerlo aquí) de qué hablamos cuando decimos “revolución”. En uno de sus múltiples registros, el libro de Trotsky es ese planteo.

Eduardo Grüner

NOTAS:

(1). Cfr. Zizek, Slavoj: “Cómo volver a empezar… desde el principio”, en VVAA: Sobre la Idea del Comunismo, Bs. As., Paidós, 2010.
* La presentación será este viernes a las 20 hs. en la Sala Juan Rulfo de la Feria del Libro, pabellón amarillo. Estudiantes, docentes y jubilados gratis, presentando acreditación.
**Extracto del artículo publicado con el mismo título, en Ideas de Izquierda -Revista de Política y Cultura-, diciembre 2014.

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