domingo, 15 de enero de 2017

Mi vieja, una vendedora de Once



La Izquierda Diario comparte un sensible relato escrito por el hijo de una de las vendedoras reprimidas en Once por defender su fuente laboral.

Los años ‘90 no habían sido fáciles para nadie. Nuestro hogar, así como el de miles y millones de trabajadores en Argentina, había sido golpeado por el látigo de la desocupación. Los hombres se perdían entre su impotencia solitaria y las ganas de ausentarse de una realidad que se les presentaba insuperable.
Muchos de mis vecinos eran trabajadores de la construcción, muchos de ellos se vieron inútiles ante la innecesaria actividad de las herramientas, así fueron matando penas entre rondas de truco y litros de vino barato en "el boliche" de don Luciano, un uruguayo de bigotes graciosos y panza desembozada, ya calvo por el tiempo.
En casa la desocupación trajo racionalidad al almuerzo y a la cena que se transformó en algunas noches en tasas de mate cocido y pan. Todo se racionaliza al extremo en los hogares de los trabajadores cuando la desocupación azota.
Mi padre, así como los vecinos, se sintió impotente, pero él se ahogaba en la soledad de la casa, hociqueando como un perro herido la orfandad de la miseria que abundaba en un barrio donde las calles tenían la apariencia del abandono en que los políticos patronales nos dejaban cuando la economía no daba los frutos que en comparsas festivas avizoraban y pregonaban como hechos mágicos.
Ya no solo habíamos aprendido de las mentiras de campaña; con mi madre y mis hermanos también habíamos conocido lo que era mendigar en la calle: un alimento, una ropa para ser vendida o intercambiada por una bolsa de harina, una moneda, esa que te saca una sonrisa al recibirla. Pero con eso no alcanzaba. A mi papá le daba mucha vergüenza eso.
Entonces ella decidió comenzar a vender ropa interior femenina en el barrio de Once, no era nada sencillo el asunto pero se las arregló como pudo. Yo recuerdo esos días de intenso calor, allá por el año ‘92; la acompañaba y hacía de campana para que la Policía en operativos relámpagos no se llevara lo poco que había conseguido para la venta. “Vos tenés que estar sentadito ahí y mirar si vienen los de la brigada”, me decía, y yo hacía caso como un fiel compañero. Ella estaba orgullosa de la voluntad con que le hacía frente a la crisis, lo estuvo también cuando fue parte de los saqueos de supermercados allá por el año ‘89, en plena caída del Gobierno radical de Alfonsín. Esquivando balas de comerciantes y de los policías, conseguía aunque sea fideos, azúcar y yerba, entre otras cosas, aunque sea arriesgando la vida.
En el barrio de Once la Policía Federal tenía un espíritu inquieto, mientras el menemismo entregaba el país a los empresarios extranjeros y millones de trabajadores quedaban en la calle, metían dos veces en cana a mi vieja por querer llevar unos pesos a casa. "Desorden en la vía pública" decía la causa, deberían haber agregado aunque sea “desorden por no querer morir de hambre junto a sus hijos”. Pero la Policía es así, muy complaciente de defender las injusticias aunque eso signifique represión y muertos.
Recuerdo que tenía 12 años cuando una noche me hice presente en la comisaría 7ma, del barrio de Once. Llevaba una frazada y algo de comida para mi mamá que había caído presa una vez más junto a otras paisanas (así le decimos a las mujeres de origen boliviano, mi origen). Habíamos tomado el último tren con mi papá (a él nunca le gustó que mi mamá vendiera en la calle; peor si caía presa) en la estación Moreno del ferrocarril Sarmiento. Él no quiso ir a la comisaría porque dijo que lo iban a retar, entonces el que recibió el reto fui yo, los uniformados me dijeron que porqué tenía que estar a esas horas de la noche solo en la calle, yo les dije que quería ver a mi mamá porque le traía comida, se negaron a que yo la viera.
Luego de dejar la frazada y la comida pegue media vuelta y me fuí caminando por las oscuras calles del barrio de Once, Castelli, Mitre y Pueyrredón, que son las calles por donde aún vende mi vieja. Ella no echa un paño, tampoco se considera mantera como titulan los grandes medios a los vendedores de Once. Tiene un pequeño carrito donde carga bombachas y corpiños para ofrecer a los transeúntes. Cuando necesita ir al baño (muchas veces se aguanta) busca alguien que le cuide un rato el puesto, dependiendo la oferta y la demanda, almuerza y merienda en su puesto, bajo el sol del verano o el inclemente frío del invierno.
Mamá es una de las que fue reprimida hace tres días, junto a sus compañeros de trabajo, porque vender en la calle también es un trabajo, aunque para muchos sea una venta desleal o un evadir de impuestos. Lamentablemente los medios nunca hablan de la gran precariedad en las que todas esas ropas que se venden en el barrio de Once fueron producidas, y mucho menos de las empleadas que trabajan en negro y con horarios corridos de atención al público. Así también son los medios, tan entregados a los poderosos.
Cuando ese día hable con ella me dijo, "dicen que tenemos un patrón o alguien que nos manda, nosotros no tenemos patrones hijo, nosotras vendemos para nosotras". Ella que se queja de los dolores de cintura, de la tendinitis en sus brazos porque arrastrar un carro todos los días produce lesiones, con esa piel ajada expuesta a los avatares del clima sigue peleando por su lugar de laburo; ella está por cumplir 56 años y más de veinte como vendedora en las calles del Once. Para ella estas palabras, para ella que nos enseñó que uno se debe ganar las cosas trabajando, haciendo el esfuerzo, pero nunca bajando los brazos. Para esa mujer que en plenas lluvias torrenciales supo montarse a su espalda y cruzar los barrios inundados de Moreno para que yo pueda tener educación, estas breves palabras cargadas de orgullo.

Roberto Amador Trabajador de MadyGraf, despedido de Gestamp

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