jueves, 4 de enero de 2018

Un año de represión y despojo

2017 se caracterizó por las embestidas contra los pueblos indígenas

Las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel fueron los eslabones más conocidos de una cadena de violencia contra comunidades originarias. Los hechos más relevantes.

Los pueblos indígenas de Argentina cerraron un año en el que han enfrentado numerosos intentos de despojos de sus territorios, que implicaron represiones, criminalización, cárcel y asesinatos. La embestida contra el pueblo mapuche tuvo sus paralelos, aunque con menor difusión, en Formosa, Tucumán, Misiones, Santiago del Estero, Salta y Jujuy, entre otras provincias. La prórroga de la ley 26.160 (que debiera frenar los desalojos) está entre las buenas noticias. La peor: el asesinato de Rafael Nahuel y la represión al Lof Cushamen (con la desaparición y muerte de Santiago Maldonado).
La noticia que pasó más desapercibida fue toda una señal: el gobierno nombró en agosto al frente del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) a Jimena Psathakis, de la Fundación Cambio Democrático, ONG referente en el discurso de “diálogo”, muy conocida entre las asambleas socioambientales porque siempre favorece al sector privado, desde Esquel (donde se ubicó del lado de la minera) hasta Vaca Muerta (donde “dialogó” mucho con comunidades mapuches, pero siempre impulsó el fracking).
El racconto de hechos de violencia contra las comunidades es extenso. El 26 de junio, la comunidad Indio Colalao de Tucumán sufrió un violento desalojo de 16 familias. Decenas de policías e infantería llegaron hasta el territorio y avanzaron contra la comunidad. Los diaguitas acusaron a la fiscal Adriana Cuello Reinoso y al juez Eudoro Albo. En San Ignacio (Misiones), el 8 de julio, una patota atacó a la comunidad Tekoa Kokuere’i. Con machetes y motosierras derribaron las viviendas y las incendiaron en presencia de niños y mujeres.
Los desalojos se dan en un contexto de numerosas leyes que protegen los derechos de los pueblos indígenas. Desde el Convenio 169 de la OIT hasta la ley 26.160. La responsabilidad incluye a jueces y fiscales, que no aplican las legislación que favorece a las comunidades indígenas. El pueblo diaguita de Tucumán identificó a ese actor cómplice y marchó el 6 de julio a los tribunales de la provincia. Señaló como principal causante de sus males al Poder Judicial. Recordaron que desde 2009, cuando asesinaron al diaguita Javier Chocobar, esperan un juicio que nunca llegó. Y repudiaron a jueces y fiscales que dan luz verde a los desalojos indígenas.
El 20 de diciembre, la policía de Formosa reprimió con balas de plomo en la comunidad wichí del “Barrio 50 Viviendas” (en la localidad de Ingeniero Juárez). Hubo cuatro heridos, dos con balas de plomo.
En cuanto a la criminalización, dos referencias fueron Agustín Santillán, wichí de Formosa que estuvo preso cinco meses por reclamar derechos básicos ante el gobierno de Gildo Insfrán, y la detención del lonko (autoridad mapuche) Facundo Jones Huala, que aún está detenido en Esquel a la espera de juicio de extradición.
El pueblo mapuche fue el que más trascendió en los medios de Buenos Aires. En enero se ejecutaron tres represiones en dos días (9 y de 10) sobre el Pu Lof en Resistencia de Cushamen. Gendarmería Nacional y Policía de Chubut avanzaron con escopetas y gases lacrimógeno. El disparo en el cuello sobre Fausto Emilio Jones Huala llegó a la prensa. Otro integrante de la comunidad perdió un tímpano. No hubo víctimas fatales de casualidad. El 1 de agosto hubo una nueva represión. Sin orden judicial, Gendarmería ingresó a territorio comunitario. Sobrevino la desaparición y muerte de Santiago Maldonado.
También sufrieron represiones en la comunidad Campo Maripe (Vaca Muerta, el 21 de junio), comunidad Vuelta del Río (Chubut, el 18 de septiembre), Lof Fvta Xayen (en Neuquén, el 19 de septiembre), quema de viviendas en comunidad Vuelta del Río (el 20 de septiembre).
El 23 de noviembre, en un operativo con más de 300 efectivos sobre el Lof Lafken Winkul Mapu (a 35 kilómetros de Bariloche), se esposó a mujeres durante horas e incluso se detuvo a los niños. Dos días después, asesinaron al joven mapuche Rafael Nahuel. La represión estuvo a cargo del Grupo Albatros de la Prefectura Nacional y la bala ingresó por la espalda.
Los hechos de violencia contra los pueblos indígenas es mucho más extenso.
También hay otras muertes y violencias. En Santa Victoria Este, región norte de Salta, murieron 26 personas en 23 días, todas por causas evitables y falta de atención básica de salud. Lo denunció la comunidad wichí Cruce Buena Fe Cañaveral entre diciembre de 2016 y enero de 2017. El dirigente wichí Pedro Lozano precisó que se trató de cinco adultos y 21 niños, todos menores de 2 años. Las comunidades indígenas y familias criollas cortaron la ruta provincial 54, denunciaron a la jefa de enfermería, la falta de insumos básicos y la carencia de agua (con temperaturas de más de 40 grados). El 17 de diciembre pasado, otro niño wichí (de 7 años) murió en Santa Victoria Este.
La semana pasada fue noticia una niña del pueblo mbya de Misiones cuando fue fotografiada tomando agua de un charco en un boulevard de Posadas. Por un momento, los grandes medios recordaron la situación indígena.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó su informe “Pobreza y derechos humanos”, en el que determinó que la pobreza afecta al 43 por ciento de los indígenas del hemisferio. La CIDH detalló que los pueblos indígenas padecen los peores índices de analfabetismo, desnutrición, dificultades para acceder a cuidados médicos, y obstáculos para acceder servicios básicos como agua potable, saneamiento, electricidad y viviendas. Son los marginados entre los marginados.
Los pueblos indígenas viven en carne propia esas estadísticas desde hace décadas y apuntan al fondo del asunto: la causa de sus males es el despojo de territorios (de la mano del agronegocio, forestales, mineras, petroleras, grandes obras de infraestructura), la violación sistemática de las leyes que los beneficia, la total falta de políticas públicas para que puedan desarrollarse y el racismo estructural.

Darío Aranda
Página/12

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