sábado, 7 de mayo de 2016
Andrés Ibarra, el ‘modernizador’ serial
Radiografía del ministro de Modernización, cuyo apego por la planificación de la desgracia ajena ya ejecutó despidos masivos de empleados púbicos.
La imagen era surrealista: un tipo pequeño, enjuto y con cara de pájaro ante una tarima, escoltado en ambos extremos del plano televisivo por los retratos de Arturo Jauretche y Rodolfo Walsh, quienes parecían escrutarlo con azoro.
Esa escena transcurría en el Salón de los Pensadores y Escritores Argentinos del Bicentenario de la Casa Rosada. Corría la mañana del 22 de diciembre de 2015, y Andrés Horacio Ibarra, el flamante titular del llamado Ministerio de Modernización, supo cerrar su discurso con la siguiente frase: “Es un proceso que no nos gusta, pero tenemos un rol y lo tenemos que encarar”. Se refería así a los despidos masivos de empleados del Estado.
Al respecto, también hubiera podido afirmar. “Son órdenes, más allá de sus consecuencias. Y las órdenes se deben ejecutar en línea con el procedimiento administrativo”. Pero tales palabras ya habían sido pronunciadas 55 años antes por otro sujeto pequeño y con cara de pájaro, el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, durante el juicio que se le hizo en Jerusalén por su responsabilidad en el Holocausto. Se refería así al traslado masivo de judíos hacia los campos de concentración, donde serían asesinados.
Una simple afinidad discursiva de dos almas que, por cierto, no son gemelas. Ni sus actos, equiparables. Porque hay una distancia sideral entre un genocidio con seis millones de víctimas y la baja compulsiva de unos 140 mil puestos de trabajo. Pero en aquellos tipos sí hay un denominador común: el apego por la planificación –a escala industrial– de la desgracia ajena. En tal sentido, Ibarra vendría a ser una suerte de Eichmann herbívoro.
Prueba de ello es el carácter orwelliano del engendro burocrático a su cargo, cuya función es “el cleaning”, tal como en la jerga de los Recursos Humanos se le dice a los progroms laborales. Nunca antes –ni siquiera durante la última dictadura– hubo en el Poder Ejecutivo un área con rango ministerial abocado de manera específica a tan exquisita tarea. Y a través de un protocolo ideado con la minuciosidad de los psicópatas; una metodología casi científica que incluye la construcción del pánico generalizado, las acusaciones injuriosas –fundadas en falsos índices de “ausentismo” e “inutilidad”–, la persecución ideológica, el control punitivo del personal –que contempla hasta la revisión de sus cuentas en las redes sociales– y el estímulo a la delación.
El resto: listas negras dadas a conocer en formato de rumor antes de consumarse los despidos y el reemplazo del clásico telegrama por dispositivos policiales que impiden el ingreso de los “elegidos” a sus lugares de trabajo, antes de comunicarles su nueva situación.
¿Quiénes diseñaron semejante procedimiento? ¿Y quiénes son sus ejecutores? Lo cierto es que sus identidades – debido a lo delicado de su misión– son algo así como un secreto de Estado. Un secreto que, sin duda, alguna vez quedará al descubierto. En tanto, bien vale reparar en su cabeza visible, el señor Ibarra.
“Andresito” –tal como con una pizca de recelo lo llaman a sus espaldas en las altas esferas del PRO– es, en las políticas públicas más picantes del nuevo gobierno, el garrote de Macri. Y en las internas del Gabinete, sus ojos y oídos.
Eso bien lo sabe el ministro de Educación, Esteban Bullrich desde la época en que ostentaba la misma función en el ámbito porteño. Por entonces, Ibarra era su segundo, con el pomposo cargo de subsecretario de Gestión Económico Financiera y Administración de Recursos. Y aún hoy se evocan en los pasillos de dicha cartera las tribulaciones de quien fuera su titular ante la presencia de aquel hombrecito lábil y sinuoso. Hasta al punto de practicar una rutina diaria: la revisión milimétrica de su despacho en busca de micrófonos.
En tal sentido, hay un episodio que lo pinta a Ibarra por entero.
Exactamente, a las 23.05 del 27 de mayo de 2008, el reconocido espía Ciro James –eje de la escandalosa causa del espionaje telefónico–, llegaba al portón de un edificio situado en la Avenida del Libertador y Tagle, según estableció un peritaje sobre las celdas invisibles de la telefonía celular. Media hora antes –también según la investigación judicial–, el fisgón había retirado del bunker de la SIDE en la Avenida de los Incas las escuchas ilegales sobre el aparato de Néstor Leonardo, el cuñado manosanta de Mauricio Macri. Y ahora se dirigía a entregar las cintas a su presunto mandante. En esos días, allí se domiciliaba el actual presidente.
¿Qué tiene que ver esto con Ibarra? Por su intermedio, en la mañana siguiente fue formalizada con su firma la inexplicable contratación de James en el Ministerio de Educación, así como señaló en su indagatoria su entonces titular, Mariano Narodowsky.
Claro que Ibarra conocía muy bien al nuevo empleado, ya que previamente hubo entre ellos otro lazo laboral: James había sido contratado por él en Boca –junto a su mentor, el excomisario Jorge “Fino” Palacios– cuando ocupaba la gerencia general de ese club. Dicho sea de paso, su vínculo con el jefe policial se mantuvo en el tiempo, sobreviviendo así a embates tan dramáticos como su eyección de la Metropolitana, su procesamiento como presunto encubridor del atentado a la AMIA y su encarcelamiento.
Ibarra, un licenciado en Economía por la UCA, había recalado en Boca tras cumplir diversas responsabilidades en el staff del grupo Socma, el holding del papá presidencial. En este punto, resalta su excelente gestión en el Correo Argentino como director titular. Y cuando el juez Eduardo Favier Dubois (h) decretó su quiebra, a él se le prohibió salir del país durante siete meses. Cabe mencionar que aquella etapa signó su debut como despedidor serial al dejar en la calle de un plumazo a tres mil trabajadores.
Tal vez ese desagradable estigma oculte otra faceta de su vida pública: la de generador de empleos. De eso puede dar fe la señora María Carla Piccolomini, quien debido a los buenos oficios del ministro consiguió ser conchabada como directora de Relaciones Institucionales de Radio y Televisión Argentina, con un sueldo de 90 mil pesos. Un detalle menor: esa mujer es su esposa. “En el inicio de una gestión –explicó Ibarra de malagana en el programa de Nelson Castro–, todo funcionario tiene derecho a nombrar a gente de su confianza. Y usted no se imagina lo idónea que es María Carla”.
En la mañana del 22 de diciembre, durante esa presentación en sociedad del Ministerio de Modernización, Ibarra, con un tono sin inflexiones, no dudó en afirmar: “Acercaremos el Estado a la gente para hacerlo más transparente, y con una comunicación que tenga un ida y vuelta con la ciudadanía”.
¿Acaso al ministro le llega a los oídos la voz de la calle? Todo indica que sí; de hecho, el último viernes de abril, molesto por el griterío y los estruendos de las protestas gremiales ante la sede del organismo en la avenida Sáenz Peña al 500, resolvió mudar su despacho nada menos que al edificio de la petrolera Shell. Lo que se dice, un “sinceramiento” inmobiliario.
Ricardo Ragendorfer
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