La tragedia tiene como componente esencial la fatalidad de un desenlace terrible e inexorable. ¿Tragedia griega? No, de Alemania, una nación cuya dirigencia parece predestinada a producir calamidades históricas en forma recurrente. Dos guerras mundiales, en el siglo veinte, y ahora a punto de originar una catástrofe económica que comenzaría en Grecia, pero que nadie sabe cuándo y dónde puede terminar. El lunes los ministros de finanzas de la Zona Euro le transmitieron a Grecia los términos de una rendición incondicional. Pocas veces la historia asistió a un acto tan infame como éste, en donde un grupo de bandidos de traje y corbata decidió convertir a un país independiente en una indigna colonia de la troika que gobierna Europa en beneficio de Alemania. Para el Premio Nobel de Economía Paul Krugman, la receta ofrecida a los griegos es “una locura”, un brutal golpe de mercado a una economía tambaleante y “un acto de pura venganza que destruye totalmente la soberanía nacional griega sin ninguna esperanza de alivio o rescate”. El objetivo fundamental de la interminable sucesión de presiones y condicionamientos impuestos por el gobierno alemán con la complicidad de los demás fue producir la humillante derrota del insolente desafío griego, la capitulación de un gobierno que tuvo la osadía de rebelarse y, apostando a la democracia, convocar a una consulta ciudadana para decidir el curso de acción para enfrentar la crisis. En línea con la tradición autoritaria alemana, lo que se busca es la imposición de una humillante rendición que sirva como escarmiento preventivo para que otros pueblos europeos, también agobiados por la deuda, no vayan a incurrir también ellos en la osadía de desafiar los mandatos de los banqueros y los políticos que gobiernan en Europa. Sobre todo cuando son varios los países en donde el peso de la deuda externa sobre el PBI se acerca al que detonara la crisis griega. Si entre los helenos esta proporción es del 177 por ciento, en Italia y Portugal ronda el 130 por ciento, 110 en Irlanda y 106 en Bélgica, con Estados Unidos en una situación intermedia entre ambos.
Con su vergonzoso comunicado, los gobiernos europeos arrojaron por la borda las ilusiones democráticas y el proyecto de una Europa de los pueblos, no de los mercaderes. En este marco, la democracia se convierte en la fachada de una sórdida plutocracia cuya única misión es garantizar la ganancia del gran capital. Todo ello bajo la batuta del gobierno de Alemania, que siempre se las ingenió para no honrar sus deudas ni abonar las reparaciones por sus actos bélicos en terceros países, como en Grecia por ejemplo. Abrumada económicamente, Alemania logró en 1953 que una conferencia de los aliados occidentales, liderada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, acordara una quita del 62,6 por ciento de la deuda que se arrastraba desde finales de la Primera Guerra Mundial. El pánico que producía el riesgo de un posible contagio del “virus soviético” era tal que entibió el gélido corazón de los banqueros y gobernantes de aquellos países y les hizo conceder lo que ahora, desaparecida la URSS, ni siquiera remotamente están dispuestos a considerar en el caso griego. Alemania terminó de pagar cómodamente esa deuda en octubre del 2010, en completo silencio y sin preocuparse, como lo hace ahora, por la “expropiación” sufrida por sus acreedores con la quita y el atropello que semejante confiscación de acreencias implicaba para la santidad de la propiedad privada, tantas veces invocada por sus líderes. Pero ahora Berlín no quiere ofrecer el mismo trato a los griegos. Lo que fue bueno para Alemania no lo es para Grecia. Más pronto que tarde, Merkel y la troika deberán rendir cuentas ante la historia por su prepotencia y su incalificable mezquindad. Como el tenebroso Shylock de El Mercader de Venecia exigen una y otra vez su libra de carne. Aunque en esto le vaya la vida a Grecia. Una tragedia alemana, no griega. Lo de Grecia, en cambio, es una heroica epopeya sólo empañada por la incoherencia y cobardía de Syriza, que primero convoca a un referendo y luego lo repudia en el Parlamento, aceptando inexplicablemente un ajuste que hasta el FMI dice que está condenado al fracaso. Admitiendo, también, la conversión de facto de Grecia en una colonia alemana, algo que el pueblo griego no parece dispuesto a convalidar y que en los demás países europeos despierta ominosas emociones.
Atilio A. Boron
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