Los primeros documentos desclasificados anunciados en marzo de este año por el presidente Obama en su última visita a Argentina, comienzan a ver la luz. Por supuesto que las primeras mil páginas se refieren al período que va de 1977 a 1980, es decir, aquellos documentos producidos mayormente durante la presidentica de Jimmy Carter, el presidente estadunidense más humanitario, menos agresivo y menos hipócrita del período de las dictaduras latinoamericanas. En Argentina se llamó “Guerra Sucia”, como si los 25.000 torturados y desaparecidos hubiesen integrado una facción armada. El nombre correcto es “Terrorismo de Estado”, que es la peor forma de terrorismo, si consideramos que su objetivo es la manipulación moral e ideológica de todo un país, y que en dicho caso las víctimas directas no tienen opción alguna de acudir ni a la policía ni a ningún tribunal del Estado, no tienen opción alguna ni de protección ni de reparo por las acciones criminales perpetradas con todo los recursos bélicos, económicos e institucionales financiados compulsivamente por una sociedad, ni tienen opción siquiera de reparo moral a través de la verdad, ya que no de la justicia.
La idea de “Guerra sucia” o teoría de “Los dos demonios” se basó en el argumento de que los golpes militares (salvadores de la patria, la libertad y la democracia y los derechos humanos), fueron provocados por los actos terroristas de grupos armados como los Montoneros, por lo cual, bajo dicho argumento, no se entiende cómo en Estados Unidos no se apoyó un golpe de Estado luego del bombardeo de Oklahoma en 1995 por parte de un grupo de fanáticos de extrema derecha en el cual perecieron 168 personas. Por mencionar un solo caso.
La eterna excusa que aún se repite hoy ignora absolutamente todos los golpes de Estados que se llevaron a cabo en América latina desde generaciones anteriores. En los golpes de última generación, como el de Guatemala en 1954, se comenzó a usar la nueva excusa, por entonces, de “la amenaza comunista”, cuando ha quedado harto probado por documentos desclasificados durante los años 90, que la motivación fueron los meros intereses económicos de la United Fruit Company y el miedo al mal precedente de que un presidente democrático intentara devolver su país a sus ciudadanos. Y un largo etcétera.
El más infantil de los argumentos en favor de los golpes militares todavía reza, con voz reumática y mirada senil, “yo sé lo que digo porque lo viví”, como si haber vivido en una sociedad fuese suficiente para saber lo que estaba ocurriendo en ella; como si dos personas que vivieron los mismos hechos no fueran capaces de entender esos hechos de forma radicalmente diferente.
En las primeras mil páginas de los últimos documentos desclasificados se pueden leer los informes de Robert Pastor, miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos de la época, según el cual en la Argentina de 1978 habían 15.000 desaparecidos y continuaban desapareciendo a un ritmo de 40 por mes, al tiempo que el devoto hombre de fe y padre de familia, el General Rafael Videla, aseguraba que en el país no quedaban más de 400 terroristas aunque desconocía el paradero de los desaparecidos, porque por algo eran “desaparecidos”.
Excepto en algunos casos. Según el gobierno argentino, de las 3.500 personas que continuaban en prisión en 1977, para complacer al gobierno de Estados Unidos se estaban estudiando los casos de Jacobo Timerman, Guillermo Vogler y la familia Deutch. Según el congresista por California Waxman, “Deutch no es un hombre político, pero es judío” (Memorando de David Aaron del 6 de setiembre de 1977). El 11 de octubre, y de regreso de Washington, el presidente Videla responde a las alegaciones de secuestro de la familia Deutch informando que tanto Daniel Deutch como su esposa habían abandonado el país, los acusa de ser miembros del Partido Comunista Revolucionario y acusa a su padre, Alejandro, de haber encubierto a sus hijos, por lo cual se encontraba en interrogatorios, es decir, en sesiones de tortura.
Pero hubo casos menos atendidos y más crueles. Miles, varios miles.
Dentro de la mayoría de páginas desclasificadas, muchas de ellas casi ilegibles, se pueden leer brutales testimonios mientras predomina la visión de la comisión de Derechos Humanos de Estados Unidos que, con la llegada de Jimmy Carter a la presidencia, tuvo un giro significativo, lo que confirma las conversaciones que de niño escuchaba en la granja de mi abuelo en Uruguay durante la dictadura que (al igual de las conversaciones sobre los detenidos arrojados al mar en los vuelos de la muerte) sólo se explica por el trafico subterráneo de información que por entonces tenía lugar: el recorte (en el caso de Argentina) y la eliminación (en el caso de Uruguay) de la ayuda militar por parte de Estados Unidos y en consideración a la violación de los derechos humanos de las dictaduras del sur. En otros casos, la compra de cueros y zapatos de Uruguay había sido condicionado a las mejoras en la situación de los disidentes detenidos.
Por entonces ocurrió lo que ya sabemos: los gobiernos del cono sur intentaron aliarse contra las nuevas medidas de Carter (a algunos militares torturadores como Nino Gavazzo se les negó visa de entrada en base a informes que indicaban intenciones de emular casos como el atentado con bomba que le costó la vida a Orlando Letelier en Washington) pero, como lo indican los informes, la desconfianza y el rechazo mutuo entre los mismos gobiernos de la región no hicieron efectivo el propósito.
Sin embargo, tampoco el gobierno de Carter era un monolito. El célebre Henry Kissinger continuó ejerciendo sus ya conocidas tácticas criminales. En un memorando secreto a Zbigniew Brezezinski fechado el 11 de julio de 1978, Robert Pastor informaba sobre la visita de Kissinger a la Argentina con motivo de la Copa Mundial de Futbol. “Sus palabras de aprecio por los logros del gobierno en su lucha contra el terrorismo fueron música en sus oídos, lo que habían estado esperando por mucho tiempo”. Luego: “sus declaraciones sobre la amenaza soviético-cubana me parecieron desactualizadas, con un retraso de quince o veinte años”. “Lo que me preocupa es el deseo de atacar las nuevas políticas de la administración Carter sobre los derechos Humanos en América Latina. Por otra parte, no queremos una discusión pública sobre esto, sobre todo porque necesitamos su ayuda para el SALT” (parece referirse al tratado para limitar el uso de armas nucleares). Un año después, el 5 de marzo de 1979 Pastor consideraba la situación de los derechos humanos en Argentina como “la peor del hemisferio”, con “el 90 por ciento de los prisioneros políticos torturados o ejecutados” con un promedio de 55 desaparecidos por mes”, aunque el “Ministro del Interior argentino insiste que son solo 40 por mes” y los vínculos con la izquierda de desaparecidos son “cada vez más vagos” y “a pesar de que según los Servicios de Seguridad Federal de Argentina hay sólo 400 terroristas en 1978 y Videla ha declarado que la guerra se terminó”.
Seguidamente Robert Pastor le pide a Brezezinski que trate de preguntarle a Kissinger si no le importaría el hecho de que un miembro de su staff (“yo mismo”) pudiese cuestionar los objetivos de su viaje a Argentina. Más adelante, con cierta ambigüedad o con una fuerte dosis de ingenuidad, Pastor concluye: “Eso podría darme un indicio sobre si a él realmente le interesa algo sobre nuestras políticas de derechos humanos para promover una campaña y darle alguna información sobre la efectividad de nuestra política de derechos humanos para América Latina”.
Los documentos desclasificados abundan en menudencias como la costumbre de las fiestas, los conciertos y las cenas de rigor a los que estaban expuestos los diplomáticos en Argentina; la reunión de Kissinger con Jorge Luis Borges y unas horas después con Martínez de Hoz.
En fin, sólo nuevos detalles de una realidad que aquellos que insisten en la fórmula “yo sé lo que digo porque lo viví” continúan negando. Porque no lo vivieron todo. Ni siquiera lo vieron todo, como el personaje del cuento El Aleph, de Borges.
Jorge Majfud
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