sábado, 13 de agosto de 2016

Fidel rescató la dignidad



El idioma es un instrumento esencial de conocimiento. Sus diversos registros arrojan luz sobre la formación de las culturas. Fijan un modo peculiar, un estilo y la entonación que define la lengua de los pueblos. En Cuba he­mos tenido grandes comunicadores a lo largo de nuestra historia. Maestros de la oratoria y dueños de la palabra. José Martí convencía con el fuego de su verbo cargado de imágenes poéticas y verdades absolutas. En su época nadie seguramente lo superó.
¿Por qué hechizaba a todos? Porque en sus discursos había, junto al torrente metafórico, un pensamiento claro y la certeza de que la historia no la hacen solo los héroes, sino los pueblos.
Y completó la idea de Patria con su visión integral como símbolo de la Nación y de su designio histórico. Su palabra llegó a convertirse en acción. No por capricho Fidel Castro afirmó en La Historia me absolverá que Martí fue el autor intelectual del Moncada. Pre­co­nizó el destino de Cuba y vio como nadie la semilla del imperialismo regarse en las tierras de Nuestra América.
Si alguien pudo alcanzar con su palabra esa dimensión histórica, política y literaria ha sido, sin dudas, Fidel Castro. Una palabra en­tera, sin ambages ni firuletes, directa, llana y convincente.
El discurso de Fidel Castro inaugura en nuestro país un modo original, novedoso en la forma, y desenfadado. Ajeno a toda entonación hueca o prosa alambicada. Su palabra, comprometida indisolublemente con la acción, carece del más mínimo artificio y se halla en las antípodas de la retórica banal.
Es pura y ardorosa porque está transida de verdad no solo porque en ella hay inteligencia y vocación revolucionaria, sino por estar marcada de profunda eticidad.
Fidel nos enseñó a creer en ideales que se habían marchitado en décadas de decadencia y politiquería. Rescató para los cubanos la dignidad lacerada y el optimismo perdido en beneficio de actitudes perezosas y cómodas posturas.
Fundó con su palabra la conciencia que vence al instinto. Esa gran legión de cubanos de hoy, que hemos sido capaces de superar agresiones extranjeras, periodos especiales, y lesiones al sentimiento nacional, la debemos a su magisterio político.
Él ha sido un maestro para la toma de conciencia del continente, para despertar al gigante dormido en las pausas del tiempo, y para el futuro inmediato.
Defendió a los sectores más humildes, a los desposeídos, a los marginados, ha sido la voz de la rebeldía, de la resistencia, de la esperanza. Se convirtió en líder de los movimientos tercermundistas y progresistas del mundo.
Nadie ha interpretado el peligro de vivir junto a Estados Unidos como lo ha hecho él. Y siempre nos ha advertido de estar alertas ante las fauces del vecino que ahora se define como amigo. Lo hizo en Playa Girón, cuando se adelantó a la invasión, en la Crisis de Octubre cuando se opuso a que la Unión Soviética colocase en secreto los misiles nucleares en nuestro territorio. Ve venir siempre los comportamientos del poderoso vecino y de los ava­tares políticos internacionales.
En sus intervenciones siempre respetó al pueblo norteamericano. Nunca predicó ningún género de odios. Basó su conducta en principios y en ideas, y educó al pueblo cubano a tratar con gran respeto a cada ciudadano norteamericano.
Tiene en su poder la brújula que marca los acontecimientos y que señala el camino.
No existe una sola idea, un pensamiento o acción política que no lleve siempre la impronta de nuestro Apóstol.
Supo como Martí que muchas cosas había que hacerlas en silencio para que se lograran. Así esperó el momento preciso para proclamar el carácter socialista de la Revolución Cubana.
¡Quién olvida aquellos discursos en mo­mentos decisivos en que se jugaba el destino de la Patria!
¡Quién puede olvidar aquella dramática sentencia que nos estremeció a todos el 16 de octubre de 1976 en una ocasión luctuosa, también inolvidable, al despedir a las víctimas del acto terrorista contra el avión cubano en Bar­bados! “Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla”.
Como nadie se dedicó a desmentir las campañas contra Cuba y a esclarecer sus causas. Desenmascaró las turbias políticas de Estados Unidos hacia nuestro pueblo. Y calificó al bloqueo como un acto injusto y criminal.
Sin el rico arsenal de sus discursos, intervenciones y reflexiones la memoria del pueblo cubano de estos años estaría tronchada, in­completa.
Fidel nos enseñó a pensar como latinoamericanos, sin chovinismos ni esquemas an­quilosados. Sacudió el árbol de las palabras ignotas y vacías y nos quedó en su tronco la sa­via generadora y fértil.
Desmontó la mentira y nos ha aportado la transparencia de un pensamiento imbatible.
Recuerdo con nitidez aquellos tres días en la Biblioteca Nacional, en 1961, cuando habló a los intelectuales. Ya su lucidez reflejaba la de un hombre maduro. Habló con respeto a aque­lla masa heterogénea donde prevalecían tendencias que no necesariamente eran de fi­liación marxista y algunos ni siquiera de tendencia izquierdista o revolucionaria. Pero convenció con argumentos y propuestas que lue­go se concretaron en la vida del país. Yo ape­nas había cumplido los 21 años, pero, como la gran mayoría, quedé profundamente impactado con aquellas palabras. Eran un baño de luz y el augurio de una época que prometía conjurar el tedio y la agonía de las décadas anteriores. Como Rubén Martínez Villena to­dos nos preguntábamos: “Y qué hago aquí don­de no hay nada grande que hacer?... ¿Qué es lo que aguardo? Dios, ¿Qué es lo que aguardo?”. La respuesta concentrada y expectante estaba ahí, en Palabras a los intelectuales.
Otro gran poeta, José Lezama Lima, escribió del gesto épico de aquel hombre que encabezó las huestes del 26 de Julio: “El hombre es siempre un prodigio, de ahí que la imagen lo penetra y lo impulsa”.
Ese impulso contagió a todos los cubanos. Y ha sido su palabra y su actuar lo que nos ha hecho ascender hacia el porvenir.
Su batalla frente al imperio es permanente y tiene un solo objetivo, luchar contra las fuerzas del mal. En sus días difíciles de la Sierra lo dejó claro en la carta que en un trozo de papel le escribe a Celia Sánchez, su abnegada compañera de lucha:

Sierra Maestra
Junio 5 - 1958
Celia:

Al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: La guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.

Fidel

Hombre de cultura, maestro por vocación, pedagogo por antonomasia, su formación universitaria lo llevó a comprender cabalmente que sin la cultura no hay posibilidad alguna de lograr un sistema social próspero y sostenible.
Entendió como José Martí que la cultura y la educación eran la base de la sociedad, el sostén más seguro para el conocimiento humano y la vida espiritual. Ha sido, además, un heraldo en la campaña por la lectura. Ha estimulado el hábito de leer para crecer y sus intervenciones en este sentido han estado dirigidas a encontrar el verdadero sentido de las cosas, consciente de que leer conjuga conocimiento y disfrute intelectual.
En el momento más álgido y dramático del periodo especial nos conminó al aprendizaje y a la lectura y expuso: Lo primero que hay que salvar es la cultura, pues ella es el patrimonio más valioso de la humanidad.
El libro Fidel Castro y los Estados Unidos es un decantado compendio de sus discursos, intervenciones y reflexiones en que los temas nacionales e internacionales están expuestos en profundidad y con esa óptica de visión meridiana a la que nos tiene acostumbrados. Temas que se inscriben en el debate contemporáneo frente al colonialismo y la estampida neoliberal en el continente latinoamericano.
Creo que nada más apropiado pudo ocurrírsele a su compilador, el joven intelectual Abel González Santamaría. Él es un ejemplo vivo de una generación que, agradecida, será fiel a los postulados de un hombre único y excepcional: Fidel Castro Ruz.

Miguel Barnet | internet@granma.cu

*Palabras para presentar el libro Fidel y los Estados Unidos, compilado por Abel González San­ta­maría

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