Sobre los dichos del músico, el machismo y sus repercusiones.
Si lo que buscaba era escandalizar, ya ve lo fácil que resultó: la cosa más sencilla del mundo. El burdo llamamiento a la violación de mujeres, proferido por Gustavo Cordera en una entrevista pública de TEA, fue tan feroz y tan rudimentario, tan agraviante y tan inadmisible, que las reacciones no se hicieron esperar (o un poco sí porque, según parece, ahí mismo, en TEA, la cosa no pasó de carraspeos y caras largas, silencio incómodo nomás). El rechazo luego arreció, tan justo como imprescindible, en los medios de comunicación (condenando tal misoginia), en sede judicial (con denuncias contra Cordera por incitación a la violencia), en decisiones concretas (cancelación inmediata de varios de sus conciertos). Cordera se desubicó y fue puesto en su lugar. Los reflejos sociales en prevención de la violencia de género funcionaron a la perfección. Los sensores del antimachismo se activaron para bien.
Por eso mismo, a mi entender, es preciso volver ahora a las palabras de Gustavo Cordera y examinarlas una vez más. ¿Estamos ante un violador que, por idiotez o por jactancia, se largó a declamar sus horripilantes designios? Me temo que no. Lo cual no alivia en absoluto la responsabilidad de Gustavo Cordera, ni le quita gravedad a sus palabras. Le concede, en todo caso, según creo, un grado mayor de complejidad al asunto. Que no es tan simple como hacerle saber a Cordera, y con Cordera a todos los que haga falta, que violar mujeres está mal.
Las violaciones constituyen un acto de violencia física y psíquica, perpetrado con el fin de someter sexualmente a las víctimas en contra de su voluntad, en contra de su deseo. No es de eso de lo que habló Cordera, aunque él mismo haya usado esa expresión: “ser violadas”. Su planteo fue más retorcido; no más leve ni más disculpable, sino más retorcido: más intrincado y más difícil. Como el propio machismo, después de todo. Que sería más fácil de combatir y desactivar, si tan sólo se redujera al caso salvaje del violador sin más, el extremo del abuso. Son otras, a mi entender, las alarmas que enciende Cordera.
Porque Cordera no habló de forzar sexualmente a las mujeres que no quieren: no habló de hacérselo igual, aunque no quieran. Cordera habló de “histéricas”, habló de mujeres que quieren pero dicen que no quieren, o que quieren pero no lo saben, o que quieren pero se reprimen (“no quieren tener sexo libremente”). Lo que pretendió es que el varón, el macho argentino por antonomasia, no haría sino liberar, redimir, realizar en las mujeres un deseo que así se les volvería por fin accesible. Es este el machismo de Cordera, y no el de la neta violación. Es este el machismo de Cordera, que encuentro por igual retrógrado. Matilde Sánchez captó el asunto a la perfección, en un artículo del diario Clarín: el abuso que Cordera cacareó no cabe en la violentación de un deseo, sino en la pretensión de detentar un saber de ese deseo. Su atropello no radica en quebrar una voluntad, sino en pretenderse su mejor hermeneuta.
Aquí tocamos, entonces, una dimensión distinta de los escabrosos dispositivos del machismo, menos brutales que el forzamiento físico directo, y por ende menos obvios; pero que atraviesan y se extienden por toda una cultura de los géneros, y ante lo cual parece preciso no estar menos prevenidos. Lo que Cordera emitió en TEA, cumpliendo el papel penoso de los provocadores al uso, fue este otro repertorio de premisas del machismo: la del deseo sexual como cosa obligatoria, la de la condena del no-deseo eventual con el nombre de represión; la premisa de que todas las mujeres quieren, o deberían querer, y si no, son reprimidas; la premisa de que todos los hombres pueden, o deberían poder, y si no, son menos hombres.
Esta ideología de género es atroz: transida de presión y coerciones, suele emplear engañosamente el lenguaje de la libertad. Si nos disponemos a prestar atención, veremos la abrumadora frecuencia con que aflora y las consecuencias aflictivas que trae. Y suele hacerlo sin despertar mayor escándalo, eso es lo peor de todo. Se dicen cosas así muy a menudo, y en general no pasa nada.
Martín Kohan
Escritor argentino
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