“Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos y homicidas a losadministradores de la Industrial Paraguaya y de las demás empresasyerbales. Yo maldigo su dinero manchado en sangre”
Rafael Barrett.
En el corazón salvaje del mundo, la esclavitud respira el peso de los siglos y se maquilla tras las primeras luces de un futuro que aún no amanece. Los grilletes coloniales pesan todavía sobre los trabajadores rurales y sus familias en las largas jornadas de los yerbales misioneros. Los niños tareferos se ven empujados a un vacío hecho nudo entre las pinzas de la explotación de la cosecha de la yerba mate y el desamparo como regla de una cotidianeidad desorganizada.
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Chupa de un tirón el mate, ahora frío, ahora lavado y frunce el ceño como apurando el paso del agua a través de la garganta. El fuego le tuerce el brazo al frío y la pava que apenas se adivina detrás del sarro acumulado, tararea la melodía que reúne a los pibes a su alrededor. La luna comienza a recostarse en su contorno de noche, a la hora en que los grillos afinan a destiempo.
El rancho cercano a la plantación es apenas un punto difuso al final del camino de tierra roja, tatuado por diminutas pisadas marcadas como a hierro caliente, que en poco tiempo la obstinada lluvia irá borrando, como lo hizo siempre, con los pibes de ayer, los viejos de hoy, los muertos de siempre.
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En la provincia de Misiones, la producción de la yerba mate ha sido históricamente la principal actividad productiva. El mismo Estado provincial nace a la luz de esta actividad que lleva impresa en su escudo a la hoja, alimentando el fetichismo que exhibe la yerba mate y oculta al trabajador que le brinda unas manos ásperas. En los últimos años, la actividad yerbatera comenzó a perder su preeminencia, desplazada por fuertes procesos de extranjerización de la tierra debido a la llegada de las pasteras y con ella de los pinares, generando fuertes procesos de gentrificación y despojo territorial que fueron poniendo en pie de lucha a los campesinos sin tierra. La llegada del pino y la tecnología supuso una disminución drástica de la mano de obra ocupada.
De las 500.000 toneladas de yerba mate que se producen en el mundo, la mitad se produce en Argentina. De estas 250.000 toneladas, el 85% se consume en el mercado interno y el 15% restante se exporta. El 90% de la producción de yerba mate que se produce en el país, se origina en Misiones.
Semanas atrás se lanzó la campaña contra el trabajo infantil en los yerbales desde una plataforma virtual que tuvo gran repercusión bajo la consigna “me gusta el mate sin trabajo infantil”. Y aunque estas posiciones de denuncia resultan aceptables, cabe preguntarse sobre las condiciones de posibilidad que dan existencia al trabajo infantil y sobre si es posible revertir esta situación sin revertir la dinámica de explotación deshumanizante. El pago a destajo obliga a las familias a ir a la zafra en el mayor número posible de integrantes para poder aumentar el caudal de hoja verde cosechada. La explotación de los tareferos ha sido histórica como histórico son los años de ausencia de la UATRE (Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores), acomodada en la mesa del patrón.
El 80% de los trabajadores tareferos de Misiones trabajan en la informalidad, excepto en la localidad de Montecarlo donde gracias a la organización de los trabajadores pudieron poner en pie de lucha la disputa por mejorar las condiciones laborales con una perspectiva política. En conversación con APe, Raúl Ortiz docente rural, miembro del Sindicato de Tareferos de Montecarlo, comentó que según los datos del INYM (Instituto Nacional de la yerba mate) que calcula diez mil tareferos en negro, los productores evaden 54 millones de pesos al Estado. Marcó además que la incidencia del tarefero en el precio de góndola es ínfima, espantando los fantasmas de un discurso patronal que niega las reivindicaciones de los trabajadores tras la excusa de no impactar en el precio de góndola. Aún persiste la práctica de los grandes propietarios de tierra de pagar a los trabajadores con vales para ser intercambiados por productos en las tiendas de propiedad de éstos terratenientes. Continuando con una de las prácticas más comunes de la esclavitud colonial.
El dominio de clase, camina la lengua del sentido común y genera un discurso cómodo y peligroso. La abolición misma del trabajo infantil no se traduce per se en escolarización. Con esto, no pateamos las veredas del representante de las patronales agrarias, De Angeli, devenido en senador, que en sus trajes de empresario pedía que se legitime el trabajo infantil; sino que cuestionamos las posiciones sesgadas respecto a la problemática. Y es que, sin contemplar las condiciones que dan lugar a la explotación infantil, el dedo inquisidor se posa sobre la espaldas de los padres que con las melodías de la olla raspada empujan a sus familias a la tarefa; en lugar de cuestionar un sistema que deshumaniza al trabajador con largas jornadas laborales y salarios de hambre, con el despojo de tierras, con la incorporación de las tareas de poda que deben realizarle a la planta de yerba mate durante la cosecha, la cual no es remunerada. Y esa misma posición que da aire al sistema, dice no a consumir yerba con los callos duros de la niñez y calienta la pava para la ronda de las espaldas rotas de los mayores de edad. Para el Sindicato de Tareferos de Montecarlo, que supo torcerle el brazo a las patronales, la verdadera lucha es para que “el placer de tomar mate no descanse sobre la esclavitud de los tareferos”. Y sin reforma agraria integral no es posible derrumbar esta lógica de explotación.
La escuela que baila al ritmo de una música de ciudad, desconoce los calendarios de los trabajadores rurales, de la época de la zafra, impidiendo la ecuación que haría que los niños que se encuentren fuera de la zafra ingresen a la escuela, dejando la puerta abierta al desamparo de la calle, a las sombras de la noche que engañan las panzas y degeneran la conciencia.
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Tras el muro imaginario, la noche se cuela en su profunda negrura y apenas se adivinan las caras de una niñez inconclusa. La selva respira hondo y exhala un verde oscuro y húmedo desde sus entrañas, susurrando una melodía inaudible.
Adentro, los gestos ausentes juegan piadosamente con las manos surcadas por ese frío que endurece las pieles. Uno se levanta del tronco que le encorva la espalda que horas atrás soportó el peso del raído y la opresión. Sostiene en sus manos el paquete de yerba que acusa el paso del mes y al volcarlo sobre el jarrito azul, la noche, el fuego y el polvo forman un haz de luz de alquimia que invade la escena, anunciando el fin de la jornada.
Las madres recogen la ropa, a la hora en que la noche se viste de luto. Los ruidos nocturnos cubren un sollozo silencioso que se mezcla con el rocío. Un llanto hecho de la culpa que el sistema transfiere al individuo. Los pequeños cuerpos simulan un sueño que no llega y apoyan contra el pecho una angustia sin nombre, apretando el puño, sospechando el llanto indescifrable de sus padres.
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Poco parece haber cambiado desde que Rafael Barrett ensayaba su “Lo que son los yerbales”, en 1908, denunciado la explotación a la que eran sometidos los tareferos y sus hijos, embrutecidos, empobrecidos y esclavizados por el capital. Un texto de profunda rebeldía que le costaría luego el destierro del Paraguay.
Mariano González
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