sábado, 23 de abril de 2016
1886-1890: el 1º de Mayo de Chicago a Buenos Aires
Carlos Marx (1818-1883) fundó en 1864 la Asociación Internacional de Trabajadores, más conocida como Primera Internacional.
En su mensaje inaugural expuso las razones de lo que consideraba el reclamo principal e inmediato de la clase obrera de ese entonces: la limitación de la jornada de trabajo.
El llamado de Marx y la Primera Internacional caló hondo en el proletariado de los grandes centros industriales. Y los obreros, cada vez con mayor fuerza, adoptaron una posición activa para rehusarse a seguir trabajando desde el alba hasta el crepúsculo.
En algunas ciudades norteamericanas, donde la explotación era feroz, rayana en la esclavitud, los trabajadores decidieron reclamar una solución intermedia y transitoria, proponiendo que la jornada laboral se extendiera desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, con una hora de descanso para el desayuno y otra para el almuerzo, es decir diez horas netas de trabajo.
Pero las patronales rechazaron de plano también esta exigencia, que apenas si constituía un pequeño alivio a su dura cotidianidad, alegando que “golpea el corazón mismo de la industria y ofende la moral con la imposición del número de horas de trabajo”.
Y agregaba: “Permanecer ocioso la mayor parte del tiempo conducirá ciertamente al alcoholismo y la ruina”.
Ante la cerrada negativa y las respuestas absolutamente despreciativas y descalificadoras, el movimiento obrero se radicalizó y una ola de huelgas estallaron en todas partes.
Los diarios de la burguesía calificaron la agitación sindical con epítetos que parecían emerger de la prensa derechista de nuestros días: “Hay que frenar a los insurrectos, subversivos y revolucionarios, defendiendo el derecho de las personas decentes”; “esto no es más que una tentativa de comunistas y vagabundos para violar el orden social y destruir las instituciones”.
Uno de esos voceros del sistema, el New York Tribune, llegó a declarar que “solo la fuerza puede hacer entrar en razón a las turbas de bocas hambrientas”, mientras que el Herald Tribune llegó a describir a las masas obreras como “una bestia enfurecida a la que habría que derribar pasándola por las armas”.
Los medios del gran capital, sin solución de continuidad, machaconamente y a diario, hicieron lo imposible por incitar a las más violentas de las represiones.
En la vereda de enfrente, más allá de las contradicciones intestinas que tipificaban a sus distintos encuadramientos y más allá de las históricas antinomias entre reformistas y revolucionarios, los trabajadores no se dejaron amedrentar ni por el plomo asesino ni por el canibalismo de la propaganda mediática.
Los debates (a veces encarnizados) entre quienes pregonaban el realismo de presionar a las autoridades para obtener mejoras sociales a través de leyes y los que llamaban a la acción directa para destruir un sistema basado en la desigualdad, la injusticia y la explotación, solían quedar de lado cuando las calles se teñían de sangre proletaria por las balas del capitalismo que no distinguían entre socialistas y anarquistas.
La burguesía, pese a su proclamado “sentido cristiano de la vida”, no estaba dispuesta a ceder un centímetro de sus privilegios y, mucho menos, permitir que los trabajadores se liberaran de la brutal opresión y se organizaran como clase en sus sindicatos y partidos obreros.
En ese contexto los diarios del régimen seguían predicando “el aplastamiento de los rebeldes a cualquier precio”.
El Chicago Times, para citar solo un ejemplo más, expresó: “La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible para la cuestión social; esperemos que su uso se generalice”. Otros diarios pidieron “una purga de sangre”. Y, haciendo honor a su carácter permanente de esbirros de los sectores hegemónicos, la policía, el 1º de mayo de 1886, reprimió un mitin convocado por los trabajadores de Chicago, dejando un tendal de numerosos muertos, heridos y presos.
Los trabajadores de Chicago, pujante centro industrial, vivían en peores condiciones que los de otras ciudades. La gran mayoría jamás veía a sus mujeres e hijos a la luz del día, ya que partían a sus labores a las cuatro de la mañana y regresaban a las ocho de la noche. Chicago era además, en las últimas décadas del siglo XIX, un foco de agitación revolucionaria, el centro más importante del anarquismo en los Estados Unidos.
La huelga iniciada el 1º de mayo continuó durante los días subsiguientes. Y unos 40.000 trabajadores se vieron afectados por el lock out patronal, por los despidos en masa y por la acción de los rompehuelgas.
La gran fábrica de máquinas agrícolas Cyrus Mc- Cormick despidió a 1.200 obreros. Y el 3 de mayo, 7.000 huelguistas se concentraron frente al establecimiento y escucharon la palabra de August Spies, referente anarcosindicalista conocido por su verbo encendido y elocuencia. La asamblea resolvió elegir una delegación encabezada por el propio Spies para hablar con los patrones de la fábrica. Pero en ese momento, mientras la comisión parlamentaba, los rompehuelgas y los pinkerton (especie de gangsters policíacos organizados en comandos armados al servicio del gran capital) atacaron a los piquetes de huelga y la policía aprovechó la oportunidad para descargar sus fusiles de repetición sobre la pacífica asamblea, dejando un saldo de seis muertos y cincuenta heridos.
Frente a esta masacre digna de la barbarie capitalista, el anarquismo respondió con el siguiente llamamiento: “Trabajadores a las armas. Venguemos a los muertos. Los amos han soltado a sus sabuesos: la policía. Mataron a seis de nuestros hermanos en la fábrica McCormick esta tarde. Los mataron porque osaron pedir que se acorten sus horas de trabajo. Durante años han soportado las humillaciones más abyectas; durante años han sufrido enormes iniquidades; han trabajado ustedes hasta matarse; han soportado el aguijón del hambre y la necesidad; han sacrificado a sus hijos al señor de la fábrica; en síntesis, han sido esclavos miserables y obedientes todos estos años. ¿Por qué? ¿Para qué? Para satisfacer la codicia insaciable, para llenar los cofres del amo haragán y ladrón. Cuando le piden ahora que alivie sus cargas envía sus sabuesos a disparar sobre ustedes. Si son ustedes hombres, si son hijos de los grandes que los engendraron y que derramaron su sangre para libertarlos, se levantarán con toda la fuerza de Hércules y destruirán al odioso monstruo que trata de destruirlos. ¡A las armas! ¡A las armas! La guerra de clases ha comenzado. Frente a la fábrica McCormick han fusilado a los trabajadores. Su sangre pide venganza. Si se fusila a los trabajadores respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar ¡A las armas! ¡A las armas!”.
Para protestar por la criminalidad policial y del Estado, al día siguiente, 4 de mayo, unos 15.000 trabajadores se concentraron cerca del Haymarket Square (Plaza del Mercado de Heno).
La manifestación, pese a la legítima ira por la continua violencia del régimen contra el proletariado, se desarrollaba en forma pacífica, cuando el numeroso batallón que los rodeaba al mando del capitán John Bonfield (una especie de Ramón Falcón norteamericano) arremetió brutalmente para dispersarlos. Alguien entonces arrojó una bomba hacia el lado de los represores, muriendo varios uniformados.
Inmediatamente se desató el salvajismo policial y en pocos minutos los obreros muertos se contaron por docenas. Pronto se declaró el estado de sitio y se detuvo a centenares de trabajadores, entre ellos varios líderes anarquistas.
Inicialmente quedaron imputadas 31 personas, pero finalmente los acusados fueron ocho: Adolph Fischer, August Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe, todos militantes internacionalistas.
Durante el juicio no se logró la identificación de la persona que había arrojado el artefacto explosivo. Por lo tanto resultó absolutamente imposible establecer los vínculos entre la bomba y los imputados. Pero esto no pareció preocupar demasiado cuando lo que realmente importaba era escarmentar con estos ocho acusados al conjunto de la clase trabajadora.
El fiscal apellidado Grinel lo expuso sin disimulos en su arenga final del 11 de agosto de 1886: “Estos hombres han sido seleccionados porque fueron líderes (...) Señores del jurado, ¡declarad culpables a estos hombres, haced escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad!”.
El 28 de agosto el jurado dictó sentencia. Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg y Engel debían ser colgados, en tanto Neebe fue condenado a 15 años de prisión.
Dos de ellos, Fielden y Schwab, solicitaron el perdón al entonces gobernador de Illinois, Oglesby, quien accedió a conmutarles la pena por prisión perpetua. Los otros cinco exigieron la libertad o la muerte.
El 11 de noviembre de 1887 cuatro de ellos, Parsons, Spies, Fischer y Engel, fueron ahorcados. De Lingg dijeron que se había suicidado el día anterior, aunque existen dudas si se trató de un suicidio voluntario. No tardarán en ser recordados como los “Mártires de Chicago”.
En la primera etapa, nadie vinculado al Estado se preocupó en descubrir y aclarar qué había pasado con aquella maldita bomba arrojada en Haymarket Square. Pero tiempo después del ahorcamiento se conoció en detallle el origen policial y patronal del artefacto: el capitalismo había preferido sacrificar la vida de ocho de sus agentes, pobres y miserables servidores de la burguesía, para tener un pretexto que le permitiese reprimir a fondo al movimiento obrero.
También se descubrió que el capitán Bonfield había sido instrumento de la Citizen`s Association, organización de industriales que, a fin de frenar las luchas obreras por las ocho horas y otras reivindicaciones, presionó a la “justicia” para que los dirigentes arrestados fueran condenados a la horca. También se supo entonces que ese sanguinario capitán le había declarado a un tal Simonsson, antes del célebre mitin: “Si pudiese reunir tres mil socialistas en un montón, los liquidaría inmediatamente...”.
La monstruosidad jurídica se consumó. El juez, de apellido Gary, se negó a escuchar todos los clamores que, desde buena parte del planeta, le llegaron por millares. Y en el tribunal, donde los condenados tuvieron oportunidad de pronunciar discursos en contra del capitalismo y la explotación, uno de ellos, George Engel, fundador del grupo anarcosindicalista Northwest, señaló, entre otros conceptos: “¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos pocos amontonan millones, otros viven en la degradación y la miseria (...). No combato individualmente a los capitalistas, sino al sistema que produce sus privilegios. Desprecio el poder de un gobierno inicuo. Desprecio a sus policías y espías...”.
El crimen indignó a la clase trabajadora de todo el mundo, generando, al mismo tiempo, un despertar de la conciencia sobre el estado de sumisión en que se encontraban los explotados.
Tres años después, en 1889, se reunió en París un Congreso Obrero y Socialista Internacional, al que asistieron delegaciones de 21 países. Allí participó un representante de la Argentina, Alejo Peyret (1826-1902), maestro de origen francés que había llegado a estas playas en 1852 y, desde un principio, cuando muy pocos conocían la palabra, abrazó la causa del socialismo.
El Congreso, “para recordar a los Mártires de Chicago”, adoptó el Primero de Mayo como “jornada internacional de los trabajadores” y decidió que, en cada lugar, “habrá manifestaciones de acuerdo a las condiciones impuestas en cada país”.
1º de Mayo en Argentina
La resolución de París halló eco en todo el mundo y, particularmente, en esta parte meridional del mundo, donde el naciente movimiento obrero venía protagonizando aguerridas huelgas, como la de los tipógrafos de 1878, que fue masiva y victoriosa, ya que la patronal, para evitar el descalabro económico que se avecinaba, no tuvo más alternativa que rendirse, otorgando el aumento de salarios reclamado y rebajando un poco la fatigosa jornada laboral.
La incorporación en la Argentina de formas capitalistas de producción en la segunda mitad del siglo XIX y el paulatino retroceso de aquellas estructuras feudales heredadas del colonialismo español, coadyuvaron al ingreso de enormes oleadas de inmigrantes de ultramar, que produjeron, de hecho, un profundo cambio cultural en un país donde los factores preponderantes, como la oligarquía, las fuerzas armadas y la Iglesia, consideraban el sometimiento a la arbitrariedad del patrón y la mansedumbre de los peones como una circunstancia poco menos que definitiva.
Y las masas obreras llegadas del continente europeo con nuevas ideas de estructuración social, muy lejos de responder a las fantasías de los sectores hegemónicos que suponían que los recién llegados, “en agradecimiento a la hospitalidad”, se convertirían en una mano de obra dócil y barata, terminaron en cambio por transformarse en un dinámico, molesto y revulsivo factor de agitación social.
1890. Manifiesto del primer 1º de Mayo
Y la burguesía “anfitriona”, nativa o extranjera, oligopólica o de capitales medianos, agroexportadora o integrante de la naciente industria, fue observando horrorizada cómo los trabajadores, en su mayoría extranjeros, iban creando paulatinamente mecanismos de defensa a través de las mutualidades, primero; los sindicatos, después; y, por último, las organizaciones y partidos de izquierda.
Con ese trasfondo escenográfico, el 30 de marzo de 1890 se reunió en Buenos Aires un nutrido grupo de trabajadores para preparar el primer Primero de Mayo en la Argentina.
La iniciativa partió del club alemán Verein Vorwaerts (Unidos Adelante), que había sido fundado el 1º de enero de 1882 por un grupo de inmigrantes alemanes adscriptos a la ideología del Partido Socialista de Alemania, por entonces uno de los más influyentes del movimiento socialista internacional.
La comisión organizadora estuvo integrada por José Winiger, Guillermo Schulze, M. Jackel. Augusto Kuhn y Gustavo Nocke. En la reunión hubo coincidencias en denunciar la explotación de los trabajadores y el carácter oligárquico del gobierno de Juárez Celman, cuya caída se produciría algunos meses después como consecuencia de la revolución radical encabezada por Leandro N. Alem.
Aquellos días previos al Primero de Mayo, el sistema socioeconómico imperante sufría una de sus cíclicas crisis. Y, cuando el senador Aristóbulo del Valle (1845-1896, uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical) denunció desde su banca que el gobierno había lanzado emisiones clandestinas de papel moneda, la burguesía entró en pánico y se lanzó a convertir en oro su dinero. Y en el plano político, la brutalidad represiva se acrecentó; y el cepo y el calabozo pasaron a ser cosas cotidianas en todo el país para quienes se atrevieran a enfrentar a las autoridades surgidas de elecciones fraudulentas.
Frente a este panorama, los trabajadores reunidos opinaron que era necesario robustecer la incipiente organización sindical de la clase obrera y realizar un gran mitin el Primero de Mayo, en cumplimiento de las resoluciones de París.
Todos estuvieron de acuerdo al respecto, aunque no faltaron las discusiones agrias y los puntos de vista encontrados. Algunos propusieron que se invitara a los trabajadores a no concurrir ese día a sus ocupaciones para facilitar su asistencia al mitin. Otros, en desacuerdo, opinaron que debía realizarse después del horario de trabajo. Y alguien sugirió realizar "una manifestación en columna" por las calles de la ciudad. Cada una de las propuestas se discutió con detenimiento, porque se trataba de algo nuevo, inédito, una forma de asamblea obrera que jamás se había puesto en práctica en el país hasta ese momento.
Los anarquistas expusieron las ideas más combativas. Uno de ellos (cuyo nombre no llegó hasta nuestros días) sostuvo que todas las propuestas que se habían presentado hasta ese momento —mítines, manifestaciones, etc.— eran completamente inútiles, que no conducirían a nada, y que se debería recurrir a la fuerza como único medio para llegar a la emancipación del proletariado. Como no encontró eco, el grupo que lo acompañaba se retiró de la reunión.
Otro anarquista, llamado Rabassa, sostuvo que por más que se solicitara al Congreso la sanción de las leyes laborales, nada se lograría, y que además "tal petición no era digna para los trabajadores, pues el Estado no tiene por qué intervenir en los asuntos de los individuos".
En respuesta a estos planteos hablaron los obreros Augusto Kuhn, José Winiger, Carlos Mauli y A, Uhle, quienes sostuvieron que si bien el Estado burgués siempre tratará de favorecer a las clases que representan, facilitándoles la máxima explotación del proletariado, los trabajadores, además de desarrollar sus organizaciones y sus luchas, "también deben usar el recurso de reclamar la sanción de leyes que los beneficie, porque ello redundará en su interés".
La opinión de estos militantes predominó; y la reunión aprobó la petición de leyes laborales al Congreso Nacional, así como el Manifiesto, a cuyo pie, al término de la asamblea, firmaron trescientos obreros.
La reunión, finalmente, fijó el carácter socialista y de lucha de esta jornada, y señaló las fundamentales reivindicaciones de la clase obrera de ese momento, que se incluyeron en un petitorio inspirado en las resoluciones del Congreso Obrero y Socialista de París.
Concretamente expresaban:
"El Congreso resuelve y reconoce de absoluta necesidad:
"1º.- Crear leyes protectoras y efectivas sobre el trabajo para todos los países con producción moderna. Para fundamento de las mismas, considera el Congreso: a) Limitación de la jornada de trabajo a un máximo de ocho horas para los adultos; b) Prohibición del trabajo de los niños menores de catorce años y reducción de la jornada a seis para los jóvenes de ambos sexos de 14 a 18 años; c) Abolición del trabajo de noche, exceptuando ciertas ramas de industria cuya naturaleza exige un funcionamiento no interrumpido; d) Prohibición del trabajo de la mujer en todas las ramas de la industria que afecten con particularidad el organismo femenino; d) Abolición del trabajo de noche de la mujer y de los obreros menores de 18 años; f) Descanso no interrumpido de 36 horas por lo menos, cada semana, para todos los trabajadores; g) Prohibición de cierto género de industria y de ciertos sistemas de fabricación perjudiciales para la salud de los trabajadores; h) Supresión del trabajo a destajo y por subasta; i) Inspección minuciosa de talleres y fábricas por delegados remunerados por el Estado, elegidos al menos la mitad por los mismos trabajadores.
"2º.- El Congreso reconoce y declara que es preciso fijar todas estas medidas por leyes y acuerdos internacionales, y pide a la clase obrera de todos los países del mundo que inicie por todos los medios posibles, estas protecciones y vele por su cumplimiento.
"3º.- El Congreso también declara: es obligación de todos los trabajadores declarar y admitir a las obreras como compañeras, con los mismos derechos, haciendo valer para ellas la divisa: lo mismo por la misma actividad (o, lo que es equivalente, "igual salario por igual trabajo").
"4º.- Para lograr esto, el Congreso considera necesaria la organización de la clase obrera por todos los medios posibles con vistas a la emancipación de la clase obrera, para lo cual reclama la entera libertad de coalición y conciliación".
Estas reivindicaciones fueron incluídas en la petición preparada para elevar al Congreso Nacional después del Primero de Mayo, a cuyo pie, hasta esa fecha, se juntaron más de ocho mil firmas de trabajadores, una cifra muy elevada para la ciudad de Buenos Aires de fines del siglo XIX, índice del eco y el apoyo que encontraron en el ámbito de la clase obrera.
La burguesía asustada
Y llegó el Primero de Mayo de 1890. La jornada universal del proletariado se celebrará por primera vez en todo el mundo. También en estas latitudes. La gran burguesía no ocultaría ni su aprensión ni su pavura.
Enrique Ortega, un periodista burgués, desde un lugar no identificado del continente europeo, escribió lo siguiente en "La Prensa" de Buenos Aires del 30 de abril de 1890:
"Asusta ver la actitud de ese elemento obrero de Europa entera, y en especial de Alemania, Inglaterra, Italia y Francia, lleno de aspiraciones y esperanzas (...). El anuncio de una huelga general en el Viejo Continente, organizada para el 1º de mayo próximo, no deja de preocupar a los hombres que manejan la cosa pública".
Estas palabras de "La Prensa" de los Paz eran índice de la desesperada expectativa con que las clases dominantes del mundo advertían el desarrollo del movimiento obrero y de sus luchas.
Por su parte "La Nación" de los Mitre, ese mismo día, el 30 de abril, reconoció que las manifestaciones del Primero de Mayo eran preparadas por "los discípulos de Marx".
A su vez "El Nacional", que había sido fundado algunas semanas después de la Batalla de Caseros, en 1852, por Dalmacio Vélez Sarfield; donde solía colaborar con frecuencia el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento, y donde en realidad se había iniciado la gran huelga tipográfica de 1878, tampoco ocultó en 1890 su aprensión por el inquietante avance de las "fuerzas obreras organizadas". Y el autor del Código Civil, en ese mismo 30 de abril de 1890 tan pródigo en expectativas y nervios, también creyó necesario referirse a la efervescencia social que en aquellos días agitaba a Rusia y tanto miedo causaba a los burgueses de todo el mundo, incluído los nuestros: "Rusia es un país que no debiera pensar en modificar la forma de gobierno. ¿A quién poner en lugar del zar? Nada hay preparado para la libertad, para la instrucción, para las instituciones democráticas".
(Faltaban todavía 27 años y pico para la Revolución de Octubre y el joven estudiante de Derecho en la Universidad de San Petersburgo Vladimir Illich Uliánov era todavía un desconocido para las masas rusas y el mundo, pero los de "arriba", inclusive en un país tan lejano como la Argentina, parecía que estuvieran intuyendo que "allí" podía pasar "algo"y al absolutismo zarista ya no le quedaba demasiado tiempo).
"La Prensa", ese mismo día —y siempre estamos hablando de las 24 horas anteriores al Primero de Mayo—, publicó además un editorial en el que puntualizaba que, a lo mejor, las luchas obreras podían tener algún sentido en la lejana Europa, pero no en la Argentina, "donde hay muchas posibilidades de evolución".
El propio Bartolomé Mitre, el genocida del pueblo paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza, que aún vivía —su deceso se produciría recién en 1906—, trató de minimizar en su "tribuna de doctrina" la trascendencia del acto del día siguiente:
"Entre nosotros este mitin no puede tener demasiada importancia, porque en la Argentina ni hay cuestión obrera, ni subsisten las causas principales que le han dado envergadura en Europa y Estados Unidos".
Y llegamos al momento culminante. En la Argentina se llevaron a cabo concentraciones del Primero de Mayo en cuatro ciudades.
En Rosario, que desde el comienzo había sido uno de los puntos de mayor concentración industrial del país, un millar de obreros manifestaron ruidosamente por distintas calles del centro y la periferia con los lemas de "Primero de Mayo de fraternidad universal" y "Los trabajadores rosarinos luchamos por el socialismo". Además, en una reunión llevada a cabo por militantes internacionalistas en el clásico café La Bastilla, se encomendó a dos de sus integrantes, Virginia Volten y Rómulo Ovidi, que viajen a Buenos Aires para ponerse en contacto con los distintos grupos socialistas. Otro tanto ocurrió en Chivilcoy, donde los trabajadores se animaron a salir con banderas rojas y estandartes, y en Bahía Blanca, al sur de la provincia de Buenos Aires.
En la Capital el mitin adquirió grandes proporciones: se realizó en el Prado Español, Plaza de la Recoleta, con la asistencia de más de 3.000 obreros.
Las organizaciones adheridas, que fueron numerosas, emitieron comunicados invitando a sus integrantes a concurrir al mitin.
Los anarquistas, agrupados en el Círculo Socialista Internacional, se habían reunido el 29 de abril en una cervecería de la calle Cerrito 334, en número aproximado de cincuenta, a fin de resolver si en su condición de revolucionarios debían o no concurrir a la movilización del Primero de Mayo. Después de un largo debate decidieron asistir al mismo acto con el resto de la clase obrera, "salvando sus disidencias con los marxistas" que habían organizado la concentración.
Antes de que arribaran los trabajadores, varias patrullas de la comisaría 15a., comandadas por un subcomisario de apellido García, se apostaron en las adyacencias, "preparados —según el relato de un cronista de la época—, para cualquier emergencia y absortos ante la novedad que se les ofrecía". De todos modos no intervinieron, más allá de algunas provocaciones que no afectaron el normal desarrollo del mitin.
A las 15.15 se dio por comenzado el acto. José Winiger, presidente de la comisión organizadora, en medio de una gran emoción, rindió homenaje a los caídos en Chicago y en distintas urbes del planeta "por la voracidad del capitalismo inhumano y criminal".
Después señaló lo angustioso del presente que vivía la clase trabajadora y lo luminoso del destino que la historia le tenía preparado. También subrayó la importancia del hecho que en todos los países del mundo, en ese mismo momento, los trabajadores estuvieran manifestando por sus derechos conculcados, reivindicando su razón de participar con honor en el destino de las naciones. "La victoria del socialismo solo es cuestión de tiempo", concluyó.
Los demás oradores, cuyos discursos no fueron registrados en detalle, repudiaron los crímenes cometidos contra la clase obrera y también llamaron a cerrar filas en la lucha por las ideas socialistas.
El acto concluyó con la lectura del Manifiesto del Primero de Mayo de 1890 y de los principales reclamos que al día siguiente se enviarían a las autoridades.
"Si se niegan a escucharnos, nuestra respuesta será en la calle", señaló a los gritos José Winiger.
También se recibió con aplausos la advertencia, repetida varias veces durante el desarrollo del mitin, que los obreros que fueran despedidos por haber participado de esa concentración o por otra causa de análogo carácter, podían concurrir a la sede de la comisión, Comercio (hoy Humberto 1º) 880, donde se les proporcionaría "ayuda y solidaridad".
Al día siguiente, la gran prensa comentó el mitin con palabras de rechazo, burla y desprecio. "La Nación", por ejemplo, como no podía ser de otra manera, ironizó que en el mitin, "los asistentes, en su mayoría, eran extranjeros y, por suerte, había muy pocos argentinos", agregando también en tono de sorna que "la religión, la política, la sociedad y el gobierno, recibieron recias sacudidas".
(Dicho sea de paso, este rotativo oligárquico y protofascista, que apoyó, entre otras cosas, los crímenes de la Semana Trágica, el ascenso de Hitler al poder, las matanzas franquistas y las atrocidades de todos los gobiernos de facto sufridos por la Argentina, continúa, 126 años más tarde, siendo coherente con su línea reaccionaria: el 14 de abril último publicó un durísimo editorial en contra de la tímida ley antidespidos que algunos legisladores están tratando de hacer avanzar en la Cámara de Diputados y que Macri ya anticipó que vetaría si se llegara aprobar).
El 29 de junio de 1890, menos de dos meses después de la gran movilización llevada a cabo en el Prado Español, el Comité Internacional Obrero, tras consultar con numerosas sociedades y gremios, decidió crear la Federación de los Trabajadores de la Región Argentina. Esta primera tentativa de constituir una central obrera en el país contó con el apoyo de las organizaciones que nucleaban a los carpinteros, cigarreros, zapateros, tipógrafos y sindicatos de oficios varios, a los que luego se sumarían sindicatos existentes en Rosario, Santa Fe, Mendoza y Chascomús.
El propósito de los organizadores era convocar a la brevedad un congreso obrero constituyente y dotar a la federación de un estatuto y un programa de lucha. Pero el pronunciamiento cívico-militar que estalló el 26 de julio bajo la jefatura de Alem y el estado de sitio decretado de inmediato por el gobierno autocrático de Juárez Celman, ahondaron la represión en todos los niveles y la iniciativa de forjar la unidad obrera quedó postergada para un poco más adelante.
Estos fueron los primeros balbuceos. Mucha sangre obrera, mucha sangre de excluídos, mucha sangre de explotados, corrió aquí y en todo el mundo.
En todas las épocas se pretendió convencer a los trabajadores de que el Estado capitalista es un órgano regulador de las relaciones de clase y neutral en la lucha entre capital y trabajo. Toda la historia del movimiento obrero desmiente esta teoría. Una teoría que siempre pretendió poner paños fríos y neutralizar el ascenso revolucionario de las masas.
Por ello los distintos gobiernos, la Iglesia y demás sectores dominantes, hicieron esfuerzos denodados para transformar una fecha combativa en una "fiesta del trabajo". Sin embargo, históricamente, la tarea de cooptación fracasó.
Incluso Marcelo Torcuato de Alvear, que llegó a la presidencia de la República en 1922 con el apoyo del ala más derechista de la Unión Cívica Radical y el visto bueno de toda la oligarquía, no obtuvo ninguno de los resultados esperados cuando, súbitamente, el 1º de mayo de 1925, le otorgó asueto a los empleados de la administración. Alvear quiso hacerse el "popular", pero los trabajadores no se dejaron engañar, porque recordaron muy bien lo que había ocurrido apenas algunos meses antes en el Chaco, el 19 de junio de 1924, bajo la responsabilidad del gobierno central: la masacre en la Colonia Aborígen Napalpí que costó la vida a unos 200 integrantes de los pueblos qom y mocoví. O sea, otro de los tantos operativos de exterminio cometidos contra los pueblos originarios.
Y, por grotesco que pudiera parecer, hasta los conservadores, reyes del fraude y la explotación, decidieron en 1931 sumarse a la "fiesta", pero, eso sí, haciendo la salvedad de que su posición era netamente favorable a la "armonía entre capital y trabajo".
Para salirle al cruce a esta ofensiva de falsificar objetivos, el historiador socialista Jacinto Oddone, en "La Vanguardia" del 3 de mayo de 1932, arremetió contra "las fuerzas reaccionarias que otrora nos atacaban y hoy pretenden celebrar el Primero de Mayo con fines de conservación".
Y, por si esto fuera poco, la Alianza de la Juventud Nacionalista (un grupo de choque parapolicial y fascista que fuera fundado en 1938 por Juan Queraltó y que luego deviniera en la Alianza Libertadora Nacionalista, cuyo principal ideólogo fuera el general Juan Bautista Molina, edecán del general José Félix Uriburu en el golpe del `30 y uno de los tantos militares argentinos furiosamente partidarios de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial), también decidió sumarse a los "festejos" del Primero de Mayo. Pero, claro, con sus propias obsesiones y su propia terminología:
"Lo que no aceptamos ni podemos dejar pasar indiferente es que, bajo el pretexto de esa celebración y tergiversando el sentido de la fecha, se cante La Internacional en las calles de Buenos Aires, la ciudad de noble tradición católica y patriótica... Sentimos también la necesidad de una mayor justicia social, pero en un marco de disciplina y de orden, única manera de alcanzarla de verdad. Queremos dar al 1º de Mayo el carácter de fecha del trabajo nacional y un sentido auténticamente argentino".
La Alianza, además de atacar actos, movilizaciones, locales y militantes de izquierda o de dispararle a ciudadanos de origen judío, también solía realizar actos públicos. Un par de ellos los concretó en Avellaneda con la presencia del propio gobernador de la provincia de Buenos Aires Manuel Fresco (que solía mostrar con orgullo la foto autografiada de Hitler) y del secretario de Gobierno Roberto J. Noble en el período 1938-40, que fue uno de los pocos civiles que estuvieron en el comando del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, que años después publicó un encendido panegírico de Benito Mussolini y que finalmente, en agosto de 1945, fundó el diario "Clarín". En esos actos predominaban las marchas militares, las banderas y escarapelas argentinas, decenas de abanderados vestidos con camisas grises, vítores al ejército, a San Martín y al general Uriburu, expresiones judeofóbicas, saludo romano (con el brazo hacia adelante, al estilo de los fascistas en Italia y de los nazis en Alemania) y, por supuesto, el Himno Nacional.
Finalmente, tendríamos para un libro entero describir lo que fue la falsificación de la jornada del Primero de Mayo durante las distintas presidencias peronistas. Osvaldo Bayer suele mencionar con frecuencia ese engendro que obligaban a cantar en las escuelas y que fuera escrito por Oscar Ivanissevich (1895-76), un hombre de ultraderecha que fuera ministro de Educación en el bienio 1948-50, durante el primer gobierno de Perón; y, también, entre agosto de 1974 y agosto de 1975, durante la égida de Isabel y López Rega. El canto, en su primera estrofa, decía así:
"Hoy es la fiesta del trabajo,
unidos por el amor de Dios,
al pie de la bandera azul y blanca,
juremos defenderla con honor".
En la propia Convención Nacional Constituyente de 1949, según consta en el Diario de Sesiones, página 489, uno de los convencionales peronistas, Atilio Perazzolo, lo dijo sin guardar nada:
"Hace años las manifestaciones del Primero de Mayo tenían el carácter de protesta por la ejecución de los obreros de Chicago. Eran entonces una expresión de odio, de rebeldía y de lucha contra el capitalismo. Pero desde que está el general Perón al frente de los destinos de la Patria, ya no albergamos odios ni rencores: nos reunimos junto a la tribuna de Plaza de Mayo para bendecir a Dios y celebrar la felicidad de los trabajadores argentinos".
Y concluimoos esta aproximación a los orígenes del Primero de Mayo con una frase breve extraída de un editorial del diario "La Protesta Humana" del 1-5-1901:
"El Primero de Mayo nació como empuje revolucionario y fue bautizado por la burguesía con sangre obrera. La revolución proletaria definitiva puede tardar, pero finalmente será imparable".
Una de las consignas que más se coreaban en las grandes movilizaciones de la década del treinta (como, por ejemplo, la recordada huelga que protagonizaron durante varias semanas los obreros de la construcción en 1936), decía así:
"La clase obrera, no tiene frontera".
Efectivamente, no tiene ninguna frontera.
Herman Schiller
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