Los festejos por el Bicentenario organizados por el gobierno porteño se promocionaron como un show libre y gratuito, pero había que sacar entrada. A la vuelta del teatro se realizó un nuevo escrache a Lopérfido.
Susana se bañó, se perfumó y maquilló pasadas las 19. Se abrigó, porque “aunque no hace el frío terrible de días atrás, está fresco”, se calzó los anteojos y salió de su departamento, en Pueyrredón y Paraguay, pasadas las 19.30. Norma, su “amiga de toda la vida”, la pasaba a buscar con el taxi –“no quería hacerle correr el reloj, que sale caro”– rumbo al Teatro Colón. Estaban entusiasmadas: esperaban “ver el ballet, escuchar a las orquestas y celebrar el bicentenario patrio”. Pero al llegar, se desilusionó. “Oia, ¿y esto, Norma?”, le consultó Susana a su amiga, entre incrédula y desmoralizada. Más temprano había estado “atenta” mirando la tele “con los preparativos” de los festejos y “no había ninguna valla, el escenario se veía hermoso”. “Ahora no veo nada, Norma”, se quejó, finalmente, justo cuando David Lebon empezaba a cantar “Mundo agradable”.
El escenario de “La Noche de los 200 años”, una de las celebraciones con la que el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires festejó el Bicentenario del Día de la Independencia estaba ubicado en la Plaza Estado del Vaticano, sobre Viamonte y de espaldas al Teatro Colón. Miraba a tres tribunas y cientos de bucatas, extendidas sobre la mitad de la plaza seca que inaguró Mauricio Macri cuando aún era jefe de Gobierno porteño en 2012. El espacio en donde sucedería el festejo estaba cercado con una valla de reja blanca y un cartel gigante le advertía al público que iba llegando, entrada la noche de ayer, que la capacidad para observarlo desde los asientos era “limitada”.
“Qué sé yo cómo es esto, ¿por dónde se entra?”, se preguntó Luciano cuando llegó hasta la valla y se chocó contra el cartel. Fue uno de los tantos que se acercó hasta el entorno del Teatro Colón porque “habían dicho que el show era gratuito”. “Me gusta mucho Lebon y los Les Luthiers –que cerraron la noche–. Dijeron ‘gratuito’ y ‘plaza’ y yo me imaginé algo abierto”, explicó su sorpresa. “Se entra por allá”, le indicó hacia la calle Libertad una señora que andaba en busca de la misma información que él.
María, la señora, sus hijas y Luciano emprendieron el camino hacia esa entrada. No tuvieron éxito. “A ver si la entienden: el que tiene pulserita, va a entrar. El que no, no. Así que los que no la tienen, córranse”, gritó un empleado de seguridad a cargo de “ordenar” la entrada al show gratuito por la calle Libertad.
–¿Dónde se consiguen las pulseras?
–Yo soy familiar de uno de los artistas, me parece que las dieron a los familiares y amigos nomás –sospechó Lucía, prima de una bailarina que participaría de la celebración.
–¿Nadie más puede entrar?
–Me dijeron que repartieron a centros de jubilados y que si venía a la tarde, me daban una. No avisaron que había que retirarlas previamente –se descargó Florencia, una de las corridas por el empleado de seguridad–. Me dijeron que lo mirara por la pantalla.
La fachada del Colón que mira a la calle Libertad fue cubierta por una pantalla gigante en la que se proyectó todo el recital, que tampoco pudo ser disfrutada por el público que quedó en el espacio de la Plaza Estado del Vaticano libre de vallado. Cubiertos con ponchos celestes y blancos o bufandas con el logo de 200 años de independencia y también con una leyenda referida a la jura de la bandera, algunos armados con sillas de playa, otros con mate “calentito”, sonrieron y sacaron fotos a la parte que veían de la pantalla. Porque también fue encerrada entre maderones negros lo suficientemente altos como para que David Lebón, mientras pedía “tiempos de paz, porque de lo otro ya hubo suficiente”, se viera por la mitad desde la calle.
“Hay lugares libres”, le decía Humberto a su amigo Jorge, mirando las tribunas. El público que llenaba la tercera parte de ellas saludaba a Lebón haciendo la ola; las maderas negras que cercaban la pantalla los duplicaban en altura. “Yo no entiendo, y ahora ¿qué hacemos?”, le preguntó. “Escuchemos”, respondió, justo cuando Lebon terminaba de cantar “Nos veremos otra vez”.
Sin vallas, a la vuelta del Colón, un grupo de personas disfrazadas con máscaras, munidas de carteles que advertían que “el silencio es complicidad” y volantes que señalaban a Darío Lopérfido como “persona no grata para la cultura”, cantaban para que renuncie a la dirección del teatro, como lo hizo el miércoles al Ministerio de Cultura: “Borombombom, ahora falta que te vayas del Colón”. Cerca de ellos, José y Bruno se enojaban con los transeúntes que no paraban de circular en torno de la celebración bicentenaria. “Ey, ustedes, que se dejan usar por este gobierno, ¿no les llegó la factura de la luz, la del gas?”, les preguntaban, sin respuesta. Ambos les explicaban que eran manteros y que el Gobierno porteño les había robado su mercadería días atrás, y los volvían a interpelar: “¿No se cansan de que los usen para ponerse en contra de otro argentino? Antipobres”.
Ailín Bullentini
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