domingo, 24 de julio de 2016

Salarios y alimentos: de la ‘década ganada’ al macrismo confiscatorio.

El lunes 18, el economista Roberto Frenkel, uno de los autores del llamado “plan austral”, en 1987, hizo un señalamiento significativo en el programa de TV Odisea. Advirtió que aunque el poder adquisitivo de los salarios había aumentado entre 2001 y el presente, no lo había hecho en relación a la canasta alimentaria. Frenkel pretendía destacar el impacto que tenía en esa canasta la circunstancia que Argentina fuera un país exportador de alimentos. El asunto no fue más allá, ante la mirada vacía de los entrevistadores, Carlos Pagni y Nicolás Dujovne.
Sorprendentemente, a los tres se les había escapado que la ‘década ganada’ había establecido un régimen de retenciones a las exportaciones de granos y derivados, con la intención manifiesta de desvincular los precios internos de la canasta alimentaria de los precios internacionales. En el caso del trigo se llegó incluso a prohibir la exportación y algo similar ocurrió con la carne. En el caso del aceite, que ahora cobra candente actualidad, como la exportación recibía un premio, porque la afectaba una retención del 5%, en tanto la materia prima era gravada en un 35%, se estableció una especie de subsidio para el precio interno, financiado, en buena parte, por las propias aceiteras. O sea que el llamado impacto de los precios internacionales (que se encontraban en máximos) fue considerablemente atenuado. Bien, a pesar de todo esto, el salario aplicado a la compra de la canasta familiar, se mantuvo en el nivel de 2001 en una década de crecimiento de la producción y el empleo.
La conclusión que se obtiene de lo ocurrido es que las retenciones a las exportaciones, la gran reivindicación del autodenominado ‘populismo’ (Laclau), no fueron a parar al bolsillo de los trabajadores sino de los empresarios que han empleado a esos trabajadores – sea en la industria, el agro, el comercio o las finanzas. Fue una transferencia parcial de los ingresos extraordinarios que el mercado mundial ofreció al capital agrario vinculado a la exportación en beneficio del resto de los capitalistas –de ningún modo para la fuerza de trabajo. Los acuerdos salariales pactados en las paritarias absorbieron las retenciones, y se convirtieron, en esa medida, en un subsidio a las patronales.
El mismo fenómeno tuvo lugar con el congelamiento subsidiado a las tarifas de servicios o el tope impuesto al precio reconocido al gas y al petróleo en el período de altos precios internacionales de los combustibles: no beneficiaron a los trabajadores sino a las patronales, porque permitía que el salario cubriera una canasta familiar de costo inferior al de un mercado sin esos subsidios. El fracaso de esta política consistió en que no produjo ningún aumento de la tasa de inversión del capital, que había quedado por el suelo a partir de la crisis conocida como ‘tequila’ de 1995/6. En lugar de eso tuvo lugar una verdadera rapiña de las reservas de gas y petróleo, cuya exportación fue incentivada, y la creación de una escasez estratégica que ahora se utiliza para justificar los tarifazos. La desinversión capitalista se manifestó en la fuga fenomenal de capitales durante la mayor parte de la ‘década ganada’.
Lo expuesto demuestra que cualquier tarifazo debe tener como requisito previo el aumento equivalente de los salarios. Es el punto que la burocracia sindical ha decidido ignorar para favorecer un ajuste capitalista. Esto, más allá de la impugnación a un régimen de explotación de hidrocarburos y de servicios que apunta, en forma expresa, a beneficiar al grupo pequeño de vaciadores y a ofrecer una rentabilidad subsidiada al negocio YPF-Chevron.

Jorge Altamira

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