Faltan diez días para las Paso y el oficialismo lamenta su eventual derrota. El kirchnerismo exagera la coyuntura favorable y se multiplican las operaciones para todos y todas.
La preocupación de la coalición Cambiemos por la posible derrota en las próximas elecciones primarias se convirtió en un secreto a voces.
Desde las usinas del periodismo adicto comenzaron a señalar dos presuntos errores de la estrategia de campaña: la apuesta inicial a la polarización con Cristina Fernández y la fijación de la elección en la provincia de Buenos Aires como la madre de todas las batallas. La polarización originaria fue un movimiento inversamente proporcional al que realizó la expresidenta en el crepúsculo de su ciclo: entronar a Mauricio Macri como el adversario a medida, ayudar a que crezca y colocarlo en el centro de la escena. El resultado es conocido: terminó devorándolos en una derrota histórica para el peronismo.
Los críticos olvidan que la decisión de polarizar por parte del macrismo no fue una opción entre muchas otras, se debió a que no quedaban alternativas en el tablero ante el fracaso estrepitoso de la economía.
El circo montado alrededor de la (no) expulsión simbólica de Julio De Vido de la Cámara de Diputados tuvo un efecto efímero. La campaña anticorrupción no rinde los frutos deseados, entre otras cuestiones, por dos motivos: el actual oficialismo no está exento de responsabilidades en la madeja trasversal de la corrupción (incluso con negocios con el mismo De Vido) y en la Argentina, el “partido judicial” no alcanzó las dimensiones que tiene, por ejemplo, en Brasil. El aparato judicial criollo está muy condicionado por mil lazos comunicantes con la política tradicional y con el submundo sucio de los servicios de inteligencia. La grave crisis orgánica en el país vecino habilitó el arbitraje cesarista de los fiscales y jueces que se postulan como “salvadores de la patria” (a la órdenes de EEUU). En nuestro país, acompañan como la sombra al cuerpo a la lenta descomposición y disgregación crónica que las formaciones políticas tradicionales vienen experimentando desde principios de siglo.
Sin embargo, el exitismo que reina en las filas cristinistas en la coyuntura es también exagerado. En modo “leona herbívora”, la expresidenta realiza una campaña que parece reducirse simplemente a no espantar antes que a expandir sus bases de apoyo. Pero pensar que la derrota de 2015 fue producto de las excesivas cadenas nacionales o de la insoportable costumbre de hablarse encima con tono de maestra ciruela, es incurrir en una lectura equivocada o en un pecado de leso duranbarbismo. El resquebrajamiento de la hegemonía kirchnerista no se debió, esencialmente, a cuestiones de estética discursiva, sino a problemas materiales un poco más concretos: desde el deterioro de la economía de los últimos años (y la ausencia de creación de empleo), pasando por la sintonía fina y la devaluación de 2014 hasta llegar a varios años de inflación, con impuesto al salario incluido. Todos factores que aumentaron el malestar de la población en general y de una importante franja de los trabajadores en particular. Los cinco paros generales que tuvieron que convocar los dirigentes burocráticos de la CGT en los años cristinistas no se debieron a su afán combativo (evidentemente), sino a esta ruptura que se gestó a fuego lento en el último periodo. Las formas y el pedantismo pequeñoburgués coadyuvaron a estas razones mucho más profundas. Hoy Cristina puede pasteurizar su carácter con la dulce campaña ciudadana, pero no puede borrar la experiencia política vivida.
El estancado Sergio Massa, por su parte, se aferra al último recurso de los que no tienen fundamentos: el punitivismo. Demasiado pegoteado con el oficialismo durante estos casi dos años, ahora le cuesta despegarse. Ante el fracaso de la impotente campaña de bajar los precios por arte de magia, recurre a la manipulación de las pulsiones punitivas de la clase media reaccionaria y ciertos sectores populares. Recibió a Rudolph Giuliani, ex alcalde de Nueva York, funcionario del gobierno de Donald Trump y autor de la famosa tolerancia cero. El “te lo debo” de esta semana debió pronunciarlo Margarita Stolbizer, si alguien le preguntase cómo conjugar este perfil facho de la coalición que integra y el supuesto progresismo que asegura representar.
Finalmente, Florencio Randazzo, como afirmó el politólogo Andrés Malamud, es un candidato que empezó sin techo y ahora se encuentra sin piso. Practicando el deporte nacional de subirse al caballo, creyó que cuando rompiera el largo silencio pegaría un gran salto adelante. Pero se topó con otros, que más o menos comparten el mismo programa y narrativa.
El conjunto de las formaciones políticas tradicionales que responden a distintas fracciones empresariales tienen un techo bajo. La aspiración máxima es el 35%, un número que, por ahora y pese los fenomenales recursos con los que cuentan, ninguno tiene asegurado.
De esta apretada disposición de las fuerzas en presencia se desprenden las operaciones de la patria encuestológica que llegan hasta el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, que va camino hacia una elección muy importante. Rascando en el fondo de la olla de sus propios límites dibujan de una manera un poco escandalosa. Total, qué le hace una mancha más al baqueteado tigre del universo de los encuestadores.
La intensa campaña de los referentes del FIT otorga indicios en los territorios de la creciente simpatía popular por sus propuestas y por sus portavoces. En off, porque su religión (o su contrato) no se los permite, muchos analistas pronostican un importante avance. Progreso que no sólo se observa en bastiones como Mendoza, Córdoba, Jujuy o Neuquén, así como en otras capitales del interior del país. También en la Ciudad Autónoma, donde Myriam Bregman pisa fuerte en la cabeza de lista de la legislatura local, en una fórmula que comparte con Marcelo Ramal como primer candidato a diputado nacional.
En la provincia de Buenos Aires, el centro de gravedad de esta elección, hay síntomas que prefiguran una destacada elección del FIT. Un botón de muestra es La Matanza: bastión peronista por excelencia, no sólo intenta traccionar desde arriba con Cristina Fernández, sino que colocó a la intendenta Verónica Magario como primera candidata a concejal para traccionar desde abajo. Allí hay preocupación en el peronismo por los guarismos del Frente de Izquierda en general y de Nicolás del Caño en particular en el distrito. El respaldo de masas que tuvo y tiene la batalla de PepsiCo en la provincia refuerza la hipótesis de un crecimiento de quienes pusieron el cuerpo y estuvieron donde había que estar.
Pero además, en un contexto donde según los manuales de la nueva comunicación política, hay que discutir el futuro, todos se aferran al pasado. Cristina apuesta a la memoria selectiva de cuando estábamos “menos peor”; Macri hace campaña en modo “oposición de la oposición” y en guerra contra el pasado; Massa en su manotazo de estancado, propone en versión civilizada lo que el loco José Sanfilippo agita en bruto: garrote, garrote, garrote.
El Frente de Izquierda discute el futuro: defendiendo codo a codo a los que pelean por sus puestos de trabajo, con la propuesta de reducción de la jornada laboral a seis horas cinco días a la semana sin bajar el salario, para que podamos trabajar menos y trabajar todos; y con la batalla por terminar con la casta privilegiada y enriquecida que habla en nombre de múltiples fracciones empresarias, pero siempre termina gobernando para una misma clase.
Fernando Rosso
La Izquierda Diario
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