lunes, 8 de agosto de 2016

“Se paró todo, no hay trabajo y nos matan con las tarifas”

Antes de la marcha a Plaza de Mayo, la celebración católica del patrono del trabajo convocó en Liniers a una multitud preocupada por el empleo. Participaron organizaciones religiosas, sociales, políticas y sindicales.

Los dos andan como extrañados. Antonio, 50 años, es dueño de un taller mecánico de la calle Yrigoyen en Martínez, eso que hasta hace poco “era una isla, pero ahora se integró y dejó de ser una isla”. Bernal, 65 años, mismo rubro, de San Isidro. “¿Qué por qué estamos acá? Venimos a probar. La verdad es que hasta que no te toca, pensás que todo pasa.” En el taller mecánico de Martínez el año pasado los clientes sacaban turno para el service de vacaciones, este año para las vacaciones de invierno, no hubo autos. Empezó a rotar a los tres empleados para no dejarlos en la calle. Y el de San Isidro se quedó con uno sólo. “¡Y todavía me pregunto de dónde saco para pagarle!”. En los petitorios de una de las misas que suceden a cada hora entre los peregrinos que llegan a San Cayetano, se escuchan plegarias de personas que piden trabajo, algunos menos piden por salud, un puñado por otros problemas.
“No podemos hacer estimaciones todavía sobre los números, pero podemos decir que todo esto es como mínimo multitudinario”, dice el padre Roberto Quiroga, replegado durante un instante en un pasillo de la iglesia de Liniers. “Es domingo, los días están muy lindos y eso creo que ayudó, pero obviamente no podemos negar que debe haber, tiene que haber, ¡por supuesto!, un índice que tiene que ver con este momento que estamos viviendo, no sé como llamarlo, de ajuste... No hay ambiente agresivo. Las noches anteriores, los curas compartimos mate, canciones y hasta una tira de asado en la calle. O sea, hay un clima bárbaro, pero no por eso deja de estar preocupado todo el mundo, incluidos nosotros. Que este sacrificio que significa un ajuste como el que se está llevando a cabo ojalá redunde en algo serio que nos posicione a los que somos asalariados.”
Antonio, el del taller mecánico de Martínez, llegó por primera vez, medio a los tumbos, tanteando espacios en una práctica donde muchos cuentan los años que llevan viniendo a la celebración, como parte de un sacrificio entrenado. Es uno de los no entrenados. No logra acercase a las filas en las que esperan los visitantes. No agarra ni una de las vueltas que acercan a los peregrinos, pacientes, luego de la noche de espera. Antonio se queda en la esquina. Parece turista. “El amigo Macri nos corta las patas. Se paró todo. No hay trabajo, nos matan con las tarifas”, dice. “Venimos por nosotros, pero también por los que la están pasando peor que nosotros”, dice su mujer.
Bernal, el de San Isidro, empieza a reírse. No llora. Se ríe. Y dice que uno de sus hijos piensa irse a Paraguay. “Era técnico en IBM. Un capo. Tenía 15 personas a cargo. Hace dos meses, en un día, echaron a 400 personas, entre ellos a los técnicos.” Pero ojo, dice el otro, que así como lo ves, muchos se van para Europa. Un familiar va a cosechar aceitunas en España. “Porque, oíme, ¿qué va a hacer acá? Nosotros somos grandes, ya pasamos por el menemismo”, dice. “Con Cristina y todo siempre hubo que poner el lomo, pero se podía ir al supermercado tranquilo”, comenta ella.
“Esto es el colmo”, le dice una vendedora de espigas a otra más vieja. “¡Sin trabajo, sin casa, con un montón de chicos, y no se pueden vender las espigas! Esto es el 2016. Y este es el tema. Porque venir, tenemos que venir, porque tenemos que comer todos, ellos son peregrinos y yo lo entiendo, pero nosotros somos las puras cáritas.”

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La celebración de San Cayetano reunió este año a agrupaciones de base de la iglesia católica, organizaciones sociales, políticas y sindicales, como el PJ y las CTA, que confluyeron en Liniers para salir en una marcha hacia la Plaza de Mayo, a reclamar por el ajuste, pedir medidas para enfrentar la inflación y los aumentos de tarifas. La iglesia abrió las puertas como todos los años, a la medianoche, mientras sonaban las campanas y se lanzaban fuegos artificiales. A las once de la mañana el arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli, encabezó la celebración principal en la que leyó una carta con la advertencia del Papa Francisco sobre los índices de desocupación. “El pan es mas fácil conseguirlo, porque siempre hay una institución o persona que te lo acerca, al menos en Argentina, donde el pueblo es tan solidario. Pero trabajo es tan difícil lograrlo, sobre todo cuando seguimos viviendo momentos en que los índices de desocupación son significativamente altos”, leyó. “Una cosa es tener pan para comer en casa y otra es llevarlo como fruto del trabajo, y esto es lo que confiere dignidad”, agregó (ver aparte).

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Mientras tanto, los peregrinos continuaban en las filas. Cada quien contó los años que viene cumpliendo con el rito. Los que llevan 30 años, como María Cristina Pedernera, que llegó por primera vez para pedir al santo su casa y ahora “gracias a Dios tenemos trabajo y casa”. O novatos, como Matías, 24 años, que vino porque trabaja en una zapatería hace varios años. “Por eso le agradezco: por suerte tenemos bastante trabajo”. Entre los más viejos y los más nuevos, están las cuentas de quién pasa más tiempo en la espera. Es “más sacrificado” el que hace la “cola lenta”, que permite a los que van avanzando entrar a “tocar” al santo. Los otros se incorporan a la “cola rápida”, entran y pasan. Unos y otros van cambiando de posición a lo largo de los años. La procesión de San Cayetano suele verse como termómetro de los tiempos de crisis. Entre 2001 y 2003, dicen acá, las filas llegaban hasta la cancha de Vélez; después fueron bajando y ahora comienza a subir otra vez.
Guillermo, gorrita negra, 39 años, llegó a las cuatro de la mañana. La cola lenta andaba a la altura de la cancha. Para las 10, calculó una cuadra más que el año pasado. Pero también dice que el año pasado hubo tormenta, que cuando sale el sol llega más gente y también dice que este año sabía que todo iba a ser más complicado, por eso se vino de madrugada. “Hay menos movimiento en los puestitos y lo que sí veo es que la inflación llegó a las espigas, ¡eso pénelo!: el año pasado vendían tres espigas por 10 pesos, ahora son tres por 20”. Él viene a agradecer, “soy muy devoto de San Cayetano”, quiere decir también que eso es importante. “Pido trabajo para un amigo, pero sobre todo vengo a agradecer”.
–¿Tenés trabajo?
–Tengo.
–¿Dónde?
–Soy empleado de una empresa ar-gen-tina, alimentaria.
–¿Cambió algo, bajó el trabajo, suspendieron gente?
–No –explica sin inmutarse–. No bajó el laburo, por ahora. Pero por eso estoy acá.

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Mirta se prepara hace una semana para venir. “Para mí esto es un día de fiesta”. 55 años, habitante de San Martín, propietaria de una verdulería que conserva gracias al santo. “A un cachito así estuvimos de perderla: en el 2003, casi bajo la persiana”. En ese momento fue a pedir un préstamo a la inmobiliaria de un conocido. “Iba a hipotecar mi casa, imaginate, que es lo único que tenía. No era mucho lo que queríamos, todavía me acuerdo: 3 mil pesos. Había muerto mi suegra, nos había dejado el negocio, y no sabíamos para dónde ir y encima la crisis. Con mi marido estaba todo charlado. Si alguno se arrepentía, no se hacía. Y ahí fue cuando vine. No sacamos el crédito. Y sacamos el negocio adelante. De ahí, no paré. Vine enferma, con lluvia y tormenta.”
Las filas arman “grupos”, un poco de catarsis. Juan Carlos, de Moreno conversa, silla mediante, con otro más grande. Juan Carlos es tornero, el otro es electricista matriculado. Se conocen hace cinco horas. Juan Carlos habla de la estampa que tiene en su taller, y de la que se agarra más que nunca para parar los embates. De los diez empleados que tenía la tornería hasta diciembre, a seis les dijo que no vuelvan porque no puede dar trabajo. Hacían trabajos tercerizados de griferías y sanitarios con tareas programadas a largo plazo. Pero ahora todo se acabó. Un cliente como FV, les había encargado entre 10 mil y 20 mil piezas de grifería de baño pero llamó un día y canceló. “Es cierto que uno buscaba un cambio para mejor, no sé si estoy desilusionado, pero fue todo tan abruptamente que no sé si estamos preparados. Es como pasar de la noche a la mañana sin preaviso. Nos pasaron la luz de 4 mil a 7 mil pesos, y eso no se puede trasladar al precio porque perdés a los clientes y entonces empezás a sacar a la gente. Dejás al que tiene familia y mayormente se queda afuera el que recién empieza, que son los más jóvenes, pero además son las personas que te encontrás en el barrio.”
Una nueva misa arrancó. Como a cada hora. Alguien lee plegarias. “Por San Cayetano, escúchanos, señor”, dicen adelante. “Sólo pido porque pueda cuidar a mi familia en este año tan difícil –se escucha–, y por la fábrica para que no se cierre.” Todos responden de nuevo: por San Cayetano, escúchanos señor.
–Se aceptan lecops, patacones y euros –dice un vendedor.
Y las mujeres de las espigas vuelven a lo suyo. Una se acerca a una fila. El potencial cliente, sin embargo, ya tiene varias espigas en la mano, pero ella insiste. Le ofrece un San Expedito. Y prueba con otra Santa María. Una señora vende árboles de la vida, pero tuvo que bajar los precios de uno por 10 a dos por 15, con el correr de las horas, para poder llevarse algo de plata a la casa.

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Entre espigas, rosarios, collares, velas, estampas y agua bendita, los curas se repartieron por la calle. Mucha confesión. Un escenario de religiosidad popular en el que ellos encuentran nuevos acercamientos. Verónica Carballo reparte estampillas entre quienes caminan detrás de unas vallas que organizan los últimos tramos del camino hacia la iglesia. Reparte unas 500 como resultado de una promesa, porque el jueves pasado se recibió de médica. Manuel es militante político, parte de la Comisión de trabajo de Familiares de Zona Norte, con un pin en la campera, la bandera argentina, poco abundante en la escena. Alguien se acerca y pregunta si por acá se levantan peticiones para la misa. Sigue de largo. Manuel dice que “volver acá, a la cola, es una forma de resistencia”. Que hay “que ver a San Cayetano como un compañero” y que “la gente estaba con laburo pero que ahora el santo hace horas extra”. “Si muchos de los que están acá votaron por Macri, ojo porque también eso es culpa nuestra. En casa de los trabajadores hay elementos de confort que en su vida nunca tuvieron ni sus padres ni sus abuelos, y pudieron acceder. ¿Y eso qué es?”, se pregunta. La gente pasa. “Eso es dignidad. Y estos tipos te lo están sacando”.
Silvia Herrera avanza despacio metros más atrás, primera vez en la cola lenta. Es trabajadora de casa de familia. “Vine a agradecer que no nos falta el trabajo. Y a pedir un país para todos”. Hace años, Silvia encontró a un San Cayetano tirado en la calle. Lo vio desde una ventana cuando cuidaba a su hijo en el hospital de Liniers. La figura estaba completa, pero tenía la cabeza partida. Ella la arregló. Colocó la imagen en una gruta que construyó en su casa, una casa que logró terminar después de una promesa al santo. Quizá por eso la terminó. Quizá porque era otro país.

Alejandra Dandan

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