domingo, 9 de agosto de 2015

Alberto Granado, el amigo y el hombre



El 8 de agosto de 1922 nació en Argentina Alberto Granado, amigo de los hombres justos, entrañable del Che, hijo adoptivo de Cuba. La voz de su familia más estrecha lo revive ahora, en el aniversario que vinieron a honrar, en Venezuela

CARACAS.—Con los trazos del amor que el hombre siembra en su gente más cercana, es posible después reconstruirlo, a partir de las palabras dictadas por la cosecha.
Así es como se dibuja hoy en el recuerdo el “petiso” Granado, Alberto, el amigo del Che. Este sábado cumpliría 93 años de edad, pero de todas formas, su vida fue larga, larga y fecunda; pues aunque la historia la exalta, no la vivió bajo la sombra de la amistad conocida.
Podríamos decir que, si fue amigo del guerrillero legendario, lo mereció desde sus cualidades humanas, porque el afecto nació cuando el alma crecía todavía con el cuerpo, en la juventud.
Alberto Granados llegaba a los 19 años. “Y Pelao tenía 13, así le decían a Guevara”, precisa Tomás Granado, el menor de los tres hermanos, mediante el cual Alberto conoció al Che.
“Por orden de apellidos, nos sentábamos juntos. Además, a él le habían envenenado un perro y a mí también. Eso nos identificó bastante. Para ese entonces ya se le notaba la rebeldía, empezando por la corbata del uniforme que no usaba, aduciendo su condición de asmático.
“Nos gustaba mucho el fútbol y el rugby. Alberto se había empeñado en armar un equipo de estudiantes y Ernesto quiso entrar. Ya su padre me había pedido que tratara de convencerlo de no practicar deporte, pero aquello era imposible con un muchacho tan arrojado.
“Lo llevé a casa a presentarlo a Alberto. Él le dijo lo mismo, por su asma, y entonces el obstinado empezó a hacer demostraciones, hasta que Alberto aceptó. Fue el inicio de la amistad, no solo entre él y los muchachos, sino con nuestra familia entera, en Córdoba”, subraya Tomás.

LA AVENTURA Y LA CONCIENCIA

“Guevara había pensado seguir con no­sotros, en ingeniería, pero la muerte de la abuela y el conocer de un científico con estudios avanzados sobre el asma, lo decidió por Me­dicina, y se separó, aunque venía en vacaciones”, si­gue el menor de los Granado.
“Por su parte, Alberto había aprendido farmacia, un poco forzado por papá. Es que había un tío con una botica, aunque sin farmacéutico, y necesitaba un regente. Él se graduó y la asumió, pero tenía las alas más largas. Un día dijo: ‘Tío, la farmacia es muy poco para mí. Búsquese un regente nuevo’, y se fue a la Universidad a estudiar Bioquímica.
Vino entonces la idea del viaje, un sueño largamente acariciado por Alberto. Yo mismo lo embullé, y al no poder acompañarlo, pues faltaban tres asignaturas en mi carrera, le sugerí que buscara a Pelao, todavía estudiante de Medicina. Ya aquel había cruzado dos veces la Argentina en una bicicleta con motor de esos tiempos”, relata.
“Ahí fue cuando los unió el gusto por la aventura”, continua Gregorio, el segundo de los hermanos.
“Teníamos una moto maltrecha: La Po­derosa. Tomás, que sabía de mecánica, la reparó, y yo me ocupé de la estética. Se veía de lo más linda aquel día de diciembre de 1951, cuando partió con Alberto y Guevara a recorrer América Latina.
“Lástima que les haya durado tan poco, pues entrando a Chile, por el sur, la estrellaron contra un árbol, y ahí mismo terminó el viaje en la moto, que en realidad duró cinco provincias argentinas y un pedacito del otro país.
“Creo que ese percance hizo más rico el periplo, porque se fueron rodando en camiones, en barco, en balsas, en avión y autobuses; viviendo las aventuras conocidas, aprendiendo la realidad de un continente sufrido que les hizo madurar sus conciencias.
“Ambos llegaron a Venezuela juntos, y allí se separaron, para que Guevara volviera a terminar su Medicina; pero Alberto se quedó, en el leprosorio de Cabo Blanco, en La Guaira. Ya se había apasionado con el estudio de esa enfermedad, y entonces se instaló, hasta encontrar el amor de su vida”.

LA VIDA ACOMPAÑADA

Delia Duque había entrado al leprosorio como enfermera empírica, y todas las tardes, después del trabajo, se quedaba alelada mirando a aquel joven bajito, pero muy alegre, que salía en su descapotado rodeado de mujeres, casi todas doctoras.
“Mis colegas me acusaban de ingenua. Decían que no podría fijarse en mí. Pero me enviaron a su departamento, a aprender unas técnicas, y a muy poco el hombre se declaró. Imagínense cómo cayó aquello entre mis compañeras. Fue un noviazgo intenso, de tres meses, porque enseguida nos casamos.
“Desde entonces, mi vida fue al lado de él, en cualquier sacrificio, en cualquier victoria, hasta el último día. Viví su alegría contagiosa, sus tristezas, la emoción con que un día llegó dispuesto a recoger, a dejarlo todo por irse a Cuba; la tierra donde se estaba realizando exactamente la sociedad que él había soñado, y además, donde estaba entre los líderes su queridísimo amigo Guevara, ya conocido co­mo el Che”.
Ahora es Alberto, el hijo, quien habla de esta etapa, la más fecunda del padre, donde tuvo su más alta realización humana y profesional.
“Él se enamora de la Revolución, de la nueva sociedad en gestación, y allá se fue con todo lo que tenía. Decía que era su sueño, y tenía que sumarse”.
Precisa el hijo que no esperó un minuto para ponerse al servicio de la construcción social liderada por Fidel.
“Radica primero en la escuela de Medicina de La Habana, dando Bioquímica Clínica co­mo profesor; pero luego de Girón, se suma a la necesidad de multiplicar la formación de médicos en Cuba, y marcha hacia Santiago, a crear y fundar una escuela similar.
“Fundar significaba empezar de cero, pues allá no existía ni local. Fueron jornadas de una sesión para construir y otra para las clases. Crecí viendo esos trabajos voluntarios de profesores y alumnos, como una muestra fehaciente de una sociedad que se edificaba a sí misma, con la visión de la solidaridad, de pueblo unido, y mi padre fue parte de eso.
“Tras la primera graduación de médicos lo llaman a La Habana, y le dan la tarea de conducir los estudios primeros sobre genética.
“Escoge la animal, y empieza en ese campo una tenaz labor investigativa y de organizador, que lo hacen partícipe clave en la fundación de centros relevantes como el Instituto de Investi­gaciones Científicas, el Departamento de In­ves­tigaciones Pecuarias, el Centro Nacional de Sanidad Agropecuaria y otros más, hasta que decidió, personalmente, dejar todas las riendas en manos de los científicos nacientes”.
Su edad no lo dominó. Tenía demasiada historia, y desde ella, quiso hacer un valladar de defensa para Cuba. “Dondequiera que llegó fue un ferviente vocero del ejemplo del proceso cubano y, sobre todo, de la dimensión real de su gran amigo. Sintió que era una urgencia humanizar al Che”.

RECUERDO VIVO

Sus hermanos, su hijo, su esposa fiel, viven hoy para contar al hombre de su sangre, porque fue en primer lugar exactamente eso, el hombre: de sus hermanos, el primogénito; de su hijo, el padre ejemplar; de su querida Delia, la dicha que superó el amor.
“Al lado de Alberto viví el sentimiento completo de una mujer privilegiada, pues a través de él conocí a los hombres más grandes de la última América: los comandantes Che Gueva­ra, Fidel Castro y Hugo Chávez.
“Ellos tres representan los más altos valores de esa sociedad de justicia que mi querido Alberto soñó, y en sus nombres están las tres patrias que tuvo: Argentina, Cuba y Vene­zue­la, las mismas donde hoy descansan sus cenizas repartidas”.
Delia guarda del Che la amistad tantas veces contada por Alberto; de Fidel la acogida de un padre que elevó, a grado sumo, el aporte de su hombre a la edificación de la patria nueva; y de Chávez, la reverencia profunda al “petiso” compañero, a quien honró en palabras sentidas tras su muerte.
“Guardo esa carta como una joya valiosa. Chávez nos llama en ella ‘hermanos míos’, y retrata el dolor como si fuera suyo. Por coincidencia providencial, dos años después, el mismo día, murió él, y entonces el dolor grande fue nuestro”.
Pero Alberto Granado, el amigo, el viajero, el científico, el profesor y fundador, no se recuerda con luto en estas tierras de América. Ni en Argentina, ni en Venezuela, ni en Cuba.
Su alegría de vivir lo superó, y así dejó la huella en cada patria; porque salió con la sonrisa del joven ávido a la aventura de un viaje descubridor, se instaló después, igual de alegre, a investigar y a sanar, y luego vino a echar las raíces de su ánimo jovial justo donde sus sueños tomaban cuerpo real.
Alberto Granado, el amigo, cumpliría 93 años.
En sus tres patrias, allí donde reposan sus cenizas, hay epicentros de un temblor que sacude el continente entero; desde el Caribe, la selva, el picacho andino, hasta las pampas cercanas de la tierra fría que un día, igual a hoy, lo vio nacer.

Dilbert Reyes Rodríguez, enviado especial | internet@granma.cu

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