domingo, 16 de agosto de 2009

Afganistán: elecciones en un país ocupado


Aunque resulta paradójico hablar de elecciones en un país militarizado por fuerzas extranjeras, de todas maneras la población de Afganistán está convocada a las urnas el próximo 20 de agosto para elegir a un gobierno que fuera de la capital, casi no tiene territorio para ejercer su autoridad.
Al actual presidente, Hamid Karzai, candidato y posible vencedor en los comicios, le llaman, de hecho, el alcalde de Kabul porque más allá de los linderos de la urbe su poder se diluye hasta la inexistencia.
Muchas provincias donde hay actividad bélica están bajo mando directo de las tropas de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN; otras regiones caen bajo la influencia de los poderosos señores de la guerra que sólo reconocen la autoridad central cuado les conviene, y varias más son tan pobres e inhóspitas que a nadie le interesa mandar allí.
En honor a la verdad, las elecciones sólo son parte del guión elaborado por Washington para el país centroasiático, pero nadie cree que de ellas saldrá solución alguna para redimir la creciente pobreza de sus más de 28 millones de habitantes.
En esa encrucijada del planeta sólo hay unos pocos negocios prósperos, entre ellos el narcotráfico y el trasiego de armas que generan millones de dólares cada año.
Ocho años de guerra no terminaron con el cultivo de amapola para producir opio y sus derivados, morfina y heroína. Por el contrario, Afganistán elabora el 90 por ciento de estas sustancias que se venden en los mercados de Europa y Estados Unidos.
Aunque la propaganda asegura que este es un negocio manejado por los talibanes, su huella puede rastrearse hasta muy cerca del despacho presidencial. El hermano de Karzai, Ahmed Wali, ha sido vinculado con el narcotráfico, en tanto que a su principal activista electoral en el sur, Sher Muhamad Ajundzada, lo sorprendieron con nueve toneladas de amapola en su cuartel general cuando era gobernador de Helmand.
Más de la mitad de la economía afgana está regada con el dinero de la heroína y la morfina, así como la venta clandestina de armas para mantener a los ejércitos irregulares de los señores de la guerra.
Ello sin contar con que de las gigantescas sumas producidas por la venta de estos estupefacientes en los mercados occidentales, calculadas en unos 120 mil millones de dólares anuales, sólo una mínima parte, casi dos mil 700 millones se quedan en Afganistán, según la Agencia de Naciones Unidas para la Drogas y la Delincuencia, y el resto se derrama en el mundo.
Esta realidad no cambiará sustancialmente, sea cual fuere el resultado de los comicios, como tampoco ocurrirá con la guerra y la ocupación armada foránea.
De hecho, el Pentágono aumentará a más del doble sus efectivos en esta contienda, al pasar de los 32 mil que tenía a finales de 2008 hasta los 68 mil en los próximos meses y la cifra aún podría crecer más.
Este dato, confirmado por el general Stanley McChrystal, comandante en jefe de las tropas estadounidenses y de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), trae inevitablemente a la memoria a Vietnam, cuando el entonces presidente Lyndon Baines Johnson y su Secretario de Defensa, Robert McNamara, creyeron que ganar la guerra sólo era cuestión de tener más soldados y medios sobre el terreno.
Cuando la administración Bush anunció el inicio de la guerra contra el pueblo de Afganistán en 2001, puso entre los pretextos la intención supuesta de liberarlo de la plaga del narcotráfico y llevarle la presuntos beneficios de la democracia.
Hasta ahora ninguno de los dos objetivos parece cercano. El aumento de efectivos sólo es paralelo al de la producción de drogas y los comicios han servido para cualquier cosa, menos para garantizar el bienestar y los derechos de la sociedad civil que, como en toda guerra injusta, sólo sigue poniendo los muertos.

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