lunes, 21 de septiembre de 2015
Paraguay, el paraíso liberal de aquí nomás
Trabajadores crucificados
¿Qué sucede en un país para que trabajadores que pretenden formar un sindicato decidan que tienen que crucificarse –sin ningún eufemismo, ni exageración, ni metáfora: clavarse a una cruz–, sellarse la boca con clavos, y además hacer una huelga de hambre para que alguien les preste atención?
¿Qué ocurre en ese país para que medidas de este tipo se vengan reiterando desde hace unos tres años? ¿Qué explica que los medios de comunicación locales apenas traten el tema? ¿Y qué pasa en la sociedad de ese país para que por un lado algo tan tremendo sea “posible” y por el otro no conmueva hasta los tuétanos a la gente, obligue a manifestaciones diarias, a protestas, a una bronca generalizada?
“Pues pasa que estamos en Paraguay, y que Paraguay está muy, pero muy mal”, dice a Brecha Juan Villalba, secretario general de la Federación de Trabajadores del Transporte de Paraguay.
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La historia chica de lo que llevó a que un grupo de personas llegaran a clavarse a cruces de madera con clavos de más de un palmo de largo, a coserse los labios con clavos curvos de seis centímetros y a dejar de alimentarse –todo esto, en los casos más extremos, desde hace 70 días– puede hasta parecer banal. O en todo caso no rara para un país como Paraguay, en el que la ausencia de normas laborales es la regla, en el que al sindicalismo se lo castiga, en el que los empresarios no encuentran arriba ningún límite a su poder, dice Francisco de Paula Oliva, el “pai Oliva”, un cura jesuita largamente octogenario que llegó a Asunción hace una punta de años y que ha hecho una “opción por los pobres” que lo ha llevado, entre otras cosas, a compartir con ellos vivienda en una de las zonas más miserables de la capital. Que se llegue a este estado de cosas, a una crucifixión, habla mucho de una realidad, repite Oliva.
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La historia chica, pues, de una de estas crucifixiones –la más imponente, por larga– comenzó a fines de junio, cuando trabajadores de la línea 49 de ómnibus de la empresa La Limpeña, que hace el trayecto entre las ciudades de Luque y Limpio, en la periferia de Asunción, decidieron formar un sindicato. No podían más, estos trabajadores, de tolerar que el patrón de la empresa, el diputado liberal Celso Maldonado, hiciera lo que quisiera. En La Limpeña las jornadas laborales podían llegar hasta las 18 horas con descansos de un día, máximo dos, entre ellas; el pago de horas extras era inexistente; las vacaciones ídem; el sueldo estaba por debajo del laudo; el aguinaldo lo cobraban en cuotas; la patronal olvidaba un mes sí y otro casi también realizar los aportes sociales; si los ómnibus de la empresa tenían algún desperfecto mecánico, los trabajadores debían hacerse cargo del arreglo… Frutilla de la torta: durante una campaña política los empleados fueron obligados a asegurar el traslado gratuito de una de las hijas del diputado, candidata a concejal. Alertado de todas estas irregularidades, el Ministerio de Trabajo había enterrado las denuncias en un cajón. Apenas se enteró de que en la empresa se estaba intentando armar un sindicato, el diputado despidió a los revoltosos: 51 de los 140 trabajadores de La Limpeña marcharon ipso facto a la calle. El ministerio no se inmutó: un empresario tiene derecho a despedir a quien quiera sin dar explicaciones, dijo el ministro Guillermo Sosa. “Celso Maldonado tiene mucho poder y un acceso directo al ministro. Por más que sea de un partido de oposición, comparte casta con los gobernantes –dice Juan Villalba–. En cualquier país medianamente serio bastaría con que se denunciaran irregularidades como estas para que la empresa y su propietario fueran sancionados. En Paraguay no.”
El 1 de julio algo más de una decena de los despedidos de La Limpeña y las esposas de dos de ellos se dijeron que si no hacían algo extremo nadie, pero nadie, les daría pelota. Tomaron algunos pocos de sus petates y se dividieron en dos grupos: unos se instalaron en unas carpas de plástico en el exterior de la sede de la empresa, en Luque; los otros frente al Ministerio de Trabajo, en Asunción, a unos quince quilómetros de allí, también en carpas. Sus propios compañeros los clavaron a las cruces. Dice una de las pocas crónicas que sobre el hecho se publicaron que “se notaba un sufrimiento resignado en las caras de los crucificados, como si el dolor en ellos no fuera tanto por esta agresión física que se autoimponen sino anterior”. Un periodista habló de “la resignación propia de los acostumbrados a la humillación”. Un sindicalista español de las Comisiones Obreras que los visitó fue por los mismos carriles. Dijo no entender el gesto, pero por supuesto no lo reprochó. Sólo una desesperación muy arraigada puede explicar algo de esta magnitud, declaró. Y curiosamente comparó a los crucificados paraguayos con los sirios que se lanzan al mar en barquitos destartalados y superpoblados. “Están igualmente desesperados”, pensó. Pero luego se corrigió. “Siria es un país en guerra del que la gente huye como sea para vivir. Paraguay no, y en principio aquí habría una democracia. No debería haber espacio para cosas tan extremas como una crucifixión por una protesta social, un conflicto así debería resolverse antes, y en todo caso nunca podría algo tan tremendo durar más que unos días. En cierta manera es peor esto. Es insólito, horroroso. Y más tremendo aun que no sea un escándalo.”
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Al poco tiempo de llegar a la presidencia, en agosto de 2013 Horacio Cartes se reunió con inversionistas extranjeros y los agasajó por todo lo alto. “Paraguay es como una mujer fácil y bonita” con la que podrán hacer lo que quieran, les dijo. Para empezar, podrán repatriar casi todo lo que ganen, los impuestos que deberán pagar serán mínimos, y sobre todo no tendrán que cargar con el lastre de los sindicatos. No son muchos, tienen pocos afiliados y el gobierno se encargará de mantenerlos a raya. Unos meses después, en 2014, el agasajo fue reservado a un centenar de empresarios brasileños, que prácticamente dominan la economía paraguaya. “Usen y abusen del Paraguay, porque este es un momento importante de oportunidades”, les lanzó el presidente. Dicen que fue ahí –pero si no lo fue podría haber sido en cualquier otra ocasión, porque al parecer es afecto a repetirlo– que Cartes admitió por primera vez que en sus empresas (y tiene muchas y grandes, desde bancos hasta tabacaleras, pasando por equipos de fútbol de primera división) no permite que existan sindicatos. El “pai Oliva” dijo a Brecha que muchos en Paraguay piensan que Cartes “toma a la política como una prolongación de sus negocios. Llegó muy tarde a la política el presidente, recién en 2009, y es probable que lo haya hecho para conseguir cargos electivos que lo pusieran a salvo de cualquier proceso judicial (la Dea estadounidense lo investigó por narcotráfico y lavado de dinero). En todo caso, lo cierto es que viene gobernando, sin remilgo ninguno, exclusivamente para los ricos”.
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A medida que fueron pasando los días, a la decena inicial de choferes crucificados se les fueron sumando otros, de a dos por semana. Los cuatro últimos lo hicieron a comienzos del mes. Según el sindicalista Villalba contó a Brecha, hoy son 24. Los que largaron la medida, hace ya 70 días, la continúan. “Nunca pensaron que pasarían tanto tiempo en estas condiciones, pero al ver la indiferencia del gobierno se han reafirmado en su decisión de continuar hasta el final.” Un médico, que es también concejal de la ciudad de Luque y un “habitué de las luchas sociales locales”, dice Villalba, los visita regularmente y controla su evolución, pero hay un montón de detalles sanitarios que no es fácil asumir, apunta con pudor, pensando en la higiene de los crucificados.
Las visitas más constantes que reciben en la carpa que es su casa desde hace más de dos meses son de sus compañeros y familiares, de algunos vecinos, de algunos trabajadores de otros sindicatos, de unos pocos legisladores y dirigentes políticos y de curas que trabajan con las poblaciones más pobres, como Oliva y el franciscano Juan Carlos Ayala. “Pero es lamentable que no haya habido más solidaridad”, se queja el presidente del sindicato de transportistas. “Es increíble cómo Maldonado y el gobierno han comprado a la mayor parte de la prensa, a políticos, y también –es lo más penoso– a sindicalistas. Se da el lujo no sólo de despedir a empleados por pretender agruparse sino que estando la empresa en huelga contrató a 50 trabajadores, cosa que legalmente no puede hacer, y el Ministerio de Trabajo mira para otro lado.” El ministro Sosa llegó a decir que los crucificados estaban “montando un show” y “operando un chantaje”, y que ante los chantajistas “un gobierno en serio” no puede ceder. “Una crucifixión es una medida ilegal”, declaró el ministro en julio, y a los pocos días una fiscal de Luque imputó a los crucificados por la “ilegalidad”.
Ha habido algunas movilizaciones importantes en solidaridad con los crucificados. Una marcha tuvo lugar a fines de agosto frente a la sede del Ministerio de Trabajo. La respuesta policial fue la esperable. “La reprimieron con balines de goma que rociaron los cuerpos de dirigentes sindicales, entre ellos Julio López, presidente de la Confederación de la Clase Trabajadora”, escribe a Brecha desde Asunción el periodista Julio César Benegas Vidallet.
También circula una carta abierta a Horacio Cartes firmada entre otros por el padre Oliva. “Se va cumpliendo lo que expresó usted de que los sindicatos no hacen falta en la sociedad, con lo cual va confirmando lo que la mayoría de los empresarios y autoridades manifiestan: que el trabajo humano es una simple mercancía, como en la Edad Media”, dice el mensaje.
Vicente Páez, dirigente del Sindicato de Periodistas de Paraguay, coincide. “Hay una composición oligárquica, atrasada y preburguesa” de las clases dominantes paraguayas “que hace que las patronales, con protección del Estado, se avengan a cumplir las leyes sólo cuando ellas quieren. El Estado de derecho no rige en Paraguay para los empleadores, no hay fuerza coercitiva que les imponga el respeto de los derechos laborales más básicos” (diario E’a, Asunción, 7-IX-15). De ahí, medidas como las crucifixiones.
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Lo insólito es que los choferes de Luque y Asunción no son los únicos crucificados en este momento en Paraguay, ni fueron los primeros en hacerlo. Frente a la embajada de Brasil, en pleno centro de Asunción, no muy lejos del Ministerio de Trabajo, seis ex trabajadores de la represa binacional de Itaipú y la esposa de uno de ellos se clavaron a fines de junio exigiendo que se les pague lo que se les debe desde hace muchísimos años y que las autoridades brasileñas de la represa no les reconocen porque aducen que laboraban para una tercerizada. Ya lo habían hecho durante 50 días en 2014, y levantaron la medida en enero pasado porque al parecer habría una solución. No fue así, y la retomaron a fines de junio. “Pusimos el cuerpo en esa represa y bien duras eran las condiciones de trabajo allí”, dijo uno de los crucificados a una agencia de prensa. “A los brasileños les pagaron todo. A nosotros no.” Se hartaron de recorrer “todas las vías legales” sin encontrar respuesta en ninguna, y llegaron “a esto”. “Nos movemos en nombre de los 5 mil trabajadores paraguayos de la represa”, dicen. Cuando Jorge Bergoglio visitó Paraguay, entre el 10 y el 12 de julio, esperaban que hiciera un alto ante su carpa. “En el camino, el papa ensayó paradas que parecían salidas de protocolo pero que tenían algo de guionado, porque los animadores de la tele las fueron anticipando”, escribió el periodista Diego Geddes en la revista digital Anfibia. Pero “los crucificados de la embajada” no entraron en el guión de Francisco. Carlos González, uno de los siete trabajadores que se trasladó desde la frontera con Brasil hasta la capital para clavarse a una cruz de madera, dijo a la publicación argentina que si la prensa local no les presta demasiada atención (más bien ninguna: tienen menos cobertura aun que sus colegas de suplicio del transporte) es “porque Itaipú (la segunda represa hidroeléctrica más grande del mundo) presiona a los medios con su pauta publicitaria”.
Cuando la dictadura de Alfredo Stroessner, le cuenta González a Diego Geddes, “uno no podía formar un sindicato porque simplemente lo mataban”. Después de 1989 la cosa mejoró, pero los riesgos no desaparecieron. Más bien que no. Carlos, por ejemplo, vio morir ante sus ojos a dos compañeros durante una huelga reprimida a balazos por la policía, “en plena democracia”. Un informe de 2014 de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay cifró en 115 los campesinos y sindicalistas rurales asesinados en el país entre 1989 y agosto de 2013. “Los mató la policía o paramilitares que trabajan al servicio de empresarios, fundamentalmente sojeros, y en la casi totalidad de los casos los crímenes están impunes”, dijo el coordinador del informe, Hugo Valiente. “Se pudo determinar la existencia de un plan sistemático de ejecuciones vinculado a la lucha por la tierra, no muy distinto a cuando eran los militares los que mandaban.”
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Juan Villalba piensa que el gobierno apuesta a que “los compañeros crucificados cesen su medida solos. No les importa que alguno muera”. Ya hay un antecedente de algo así. Fue en 2013, cuando otros conductores de ómnibus realizaron la primera crucifixión de que se tenga datos en Paraguay como forma de protesta social. Trabajaban en la línea 30 de ómnibus (de la que casualmente el diputado Celso Maldonado es accionista) y permanecieron unos 50 días clavados. Al tiempo, uno de ellos murió, “en medio de una total indiferencia”.
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El martes 15, “los crucificados de Itaipú” marcharon unos tres quilómetros desde su carpa ante la embajada brasileña hasta el Senado, donde iba a estar presente el director paraguayo de la represa binacional. Caminaron como en una procesión, pero con clavos “reales”. Orando cada tanto, porque “lo que los mantiene es la fe y la certeza de que tienen razón”, dice el padre Oliva. Esperando un no se sabe qué que seguramente no llegará.
Daniel Gatti
Brecha
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