domingo, 20 de abril de 2014

El piquete y las tradiciones obreras



Una vez instalado el paro nacional, Moyano y Barrionuevo se encargan de decir que éste no incluye piquetes. A ellos se suman otros sindicalistas rastreros, derechistas disfrazados de progres y oportunistas sin esperanzas.
El gobierno y la oposición burguesa, adalides de la “libertad”, arremeten contra los piquetes con el mismo fervor que la iglesia condena al demonio. Y los medios de comunicación braman contra esa acción “delictiva”. Todos, absolutamente todos los enemigos de la clase obrera, se toman de las manos para fustigar ese método histórico del proletariado.
¿Qué sería la huelga sin piquetes? Un sinsentido, o la afirmación del sentido burocrático que intentaron imprimirle sus jefes.
El piquete, junto a la huelga en las fábricas, las escuelas, los transportes, es la mano que arranca la venda de los ojos a millones de obreros para develarles su potencial como clase. Es el encargado de ahuyentar a los carneros y de persuadir a los indecisos. En el piquete y en la huelga se afirma la decisión de hacer pesar la “ley obrera” para paralizar la producción y circulación de las mercancías. Por eso el gobierno se jugó a impedirlo y no fue en cualquier lugar, sino allí, en el ya emblemático km. 35 del corazón industrial. Cerca de allí habían votado el paro activo, a mano alzada, los obreros de Donnelley, Kraft, Lear y Pepsico. Y paro activo quería decir paro y piquete.
Para el gobierno no solamente había que liberar la ruta, sino invisibilizar la confluencia de la izquierda clasista con la vanguardia obrera que, al grito de “la Pana es nuestra” se enfrentó a los gendarmes.
En esa acción de los huelguistas no se prueba solo la valentía. Y el triunfo del piquete en sí mismo, no fue lo realmente importante. En la decisión de encarar ese combate, aunque de modo parcial y distorsionado, se puso en juego qué clase social impone la decisión: si la burguesía o el proletariado. Y en esa pequeña “escuela de guerra”, como Lenin definiera a las huelgas, sin llegar a ser éstas la guerra misma, la clase obrera va ganando en experiencia y en organización.
Tan consciente de ello es la burguesía que ahora pretende ilegalizar a los piquetes y manifestaciones, en un claro intento de debilitar los métodos históricos de lucha de la clase obrera y los sectores populares. Porque el ataque al piquete y la movilización son también un ataque al derecho de huelga. De ese modo, como en la madrugada del 10A lo hicieran los obreros sobre el asfalto de la Pana, el kirchnerista Kunkel con su nuevo proyecto de “Ley de Convivencia en manifestaciones públicas" no hace más que rendirle homenaje a las primeras líneas del primer capítulo del Manifiesto Comunista: “toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es la historia de la lucha de clases”.
Se necesita algo más que una ley para acallar lo que se expresó en el piquete industrial. Porque entre las corridas y el agua de los hidrantes, el piquete de la Pana devolvía una de las mejores tradiciones de la clase obrera internacional. Aquella que iniciaran los obreros europeos a mediados del siglo XIX, como Toussiant Maheu, líder obrero de “Germinal”, la célebre novela de Émile Zola situada en una huelga minera de 1860.
Por eso tal vez la Ley Kunkel sea la respuesta impotente a que allí, en el corazón industrial, están creciendo los hombres, “un ejército oscuro y vengador, que germinaba lentamente para quien sabe qué futuras cosechas, y cuyos gérmenes no tardarían en hacer estallar la tierra”.

Hernán Aragón

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