Gustavo Espinoza M.:
En la primera semana de marzo de 1977 me tocó estar preso en una oscura celda de la División de Seguridad del Estado en nuestra capital, compartiendo camarote con Juan Carlos Maguid, ciudadano argentino radicado en Lima, que se desempeñaba entonces como docente de la Universidad Católica, después de haber huido de su país, acosado por la dictadura de Jorge Rafael Videla.
Ocurrió que en aquellos días el dictador argentino llegaba a nuestro suelo, especialmente invitado por el gobernante de entonces, el general Francisco Morales Bermúdez.
Probablemente con la idea de evitar actos de repudio a esa presencia, su ministro del Interior, el general Luís Cisneros Vizquerra optó ciertas medidas “preventivas”, de modo tal que algunos peruanos fuimos a dar con nuestros huesos a la cárcel en tanto que el indeseable permaneciera en territorio peruano.
El hecho que Maguid hubiese sido detenido en esa circunstancia constituye, no obstante, el primer indicio serio de la relación existente entre los servicios secretos de ambos países estando ya en vigencia la denominada Operación Cóndor, oficialmente integrada el 28 de noviembre de 1975 luego de una reunión en las instalaciones de la Academia de Guerra Aérea de Santiago de Chile, por iniciativa de Augusto Pinochet y su representante más cercano en la materia, el general Manuel Contreras, entonces Jefe de la DINA.
La síntesis de ese encuentro fue revelada poco después en un documento secreto enviado por Ernest Siracusa, embajador de Estados Unidos en Montevideo y destacado agente de la Agencia Central de Inteligencia de su país, en julio de 1976. “Que estas naciones enfrentan una amenaza terrorista coordinada a nivel regional es un hecho, no es ficción.., la manera más racional de enfrentar un enemigo coordinado a nivel regional es organizarse del mismo modo. Estados Unidos hace tiempo que urge a estos países a aumentar su cooperación en seguridad. Ahora, que lo están haciendo, nuestra reacción no debería ser de oprobio”, decía el funcionario norteamericano comentando probables reacciones de funcionarios del Departamento de Estado de su país, espantados por los crímenes que cometían los servicios especiales de los países del Cono Sur.
¿Por qué Juan Carlos Maguid fue encarcelado en esa circunstancia por las autoridades peruanas?
Sin duda porque ellas tenían informes procedentes de Buenos Aires respecto a las actividades que el argentino había cumplido antes en su país. Acusado de Montonero y ligado familiarmente con personajes de ese movimiento, fue puesto a buen recaudo como una manera de brindar seguridad al mandatario argentino mientras durara su estancia en Lima.
Luego de ella, Maguid fue liberado alrededor del 7 de marzo, pero su suerte quedó marcada. Pocas semanas después, el 15 de abril de ese año, fue nuevamente detenido mientras esperaba un vehículo en una de las calles de la ciudad, para dirigirse a dictar su cátedra universitaria. Esta vez, sin embargo, el operativo revistió mayor gravedad: el nombre de Juan Carlos Maguid se sumó a la lista de 30 mil desaparecidos por efecto de la dictadura militar argentina. Su cuerpo nunca fue encontrado y su huella se perdió en los tenebrosos corredores de la muerte.
Una deducción elemental permitiría suponer por cierto, que fue Rafael Videla y alguien de su entorno ligado operativos especiales, el que trasmitió el pedido para que Maguid sea secuestrado y desaparecido. Ya había sido ubicado en el Perú, y la policía peruana conocía sus actividades regulares y su domicilio. No era difícil, entonces, intervenirlo y acabar con él. Así ocurrió.
Ese hecho, de abril de 1977, fue sin duda el segundo elemento que sirve para establecer en firme, lazos operativos entre los servicios especiales de Argentina y Perú, en el marco de la Operación Cóndor.
Años más tarde, en junio de 1980, siendo ya el general Pedro Richter Prada Comandante General del Ejército, ocurrió el secuestro de los argentinos Noemí Gianotti de Molfino, María Inés Raverta y Julio César Ramírez.
Este hecho inusual en la política peruana planteó diversos interrogantes ¿Por qué fueron ellos intervenidos por las autoridades peruanas? ¿Quién solicitó dicha intervención? ¿Por qué se permitió, que vinieran a nuestro país efectivos militares argentinos que trajeron a un detenido y participaron personal y directamente en la captura de los acosados? ¿Por qué fueron los argentinos secuestrados, llevados a un centro militar peruano -Playa Honda- en las cercanías de Ancón- para que se produjera allí torturas y, tal vez incluso, la muerte de los secuestrados?
Porque lo que está claro es que ni Maria Inés Raverta ni Julio César Ramírez volvieron a ser vistos. Ni sus cuerpos fueron hallados.
Las autoridades peruanas -y el general Richter Prada lo acaba de confirmar- aseguran que estos argentinos fueron “expulsados del país por la frontera boliviana por haber ingresado ilegalmente”, pero esa versión deja mucho que desear.
No solamente porque en el caso, ellos no fueron detenidos de acuerdo a los procedimientos habituales, por la policía, sino como consecuencia de un operativo secreto ejecutado con vehículos camuflados y por personal militar vestido de civil, dirigido por el coronel Martín Martínez Garay, ex Jefe del SIE. Pero además porque no fueron conducidos a ningún centro de reclusión oficial, sino clandestino. Allí fueron sometidos a apremios bárbaros, según lo narró un Agente del Servicio de Inteligencia del Ejército, de apellido Alvarado en una entr4evista que publicó Ricardo Uceda.
En su libro ”Operación Cóndor”, John Dinges precisa, en efecto que fue un equipo argentino el que viajó a Lima para participar en la captura de los presuntos montoneros. Textualmente dice en la página 307 de su libro: “En junio de 1980, un equipo del Batallón 601 viajó a Perú en busca de un grupo de Montoneros que residía allí. Una vez más, oficiales estadounidenses en Buenos Aires recibieron información detallada sobre la operación. Los agentes llevaron con ellos a un colaborador montonero para que identificara a los sospechosos, tres de los cuales fueron apresados en sus hogares, en una operación conjunta con las fuerzas de seguridad peruanas. El colaborador y uno de los prisioneros fueron torturados y asesinados en el Perú”.
No se trata, entonces de algo que se sospecha ni que se deduce, sino que se sabe. Y que no puede ser negado. Es una realidad tangible, que se puede probar ante cualquier tribunal del mismo modo como se pudo probar en su momento la existencia de los planes secretos de la Operación Cóndor a los que no fueron ajenos las autoridades peruanas.
Morales Bermúdez y Richter Prada aseguran que el Perú no participó en la Operación. Y es verdad que no estuvo en su gestación ni en sus primeras acciones, pero luego, a partir de marzo de 1977, y más precisamente de la visita de Jorge Rafael Videla a nuestro país, esa participación peruana se tornó tangible. Incluso, la ha confirmado recientemente el ex embajador José de la Puente Radbill, en una extensa entrevista que el diario “El Comercio” publica con un sesgo opuesto, asegurando que el Presidente Peruano de entonces “rechazó participar” en ella.
En la entrevista, De la Puente se ve en la necesidad, en efecto, de admitir que Morales Bermúdez aceptó en julio de 1977recibir a una delegación de jefes de los servicios de inteligencia de los países del Cono Sur. La cita, fue acordada, aunque no llegó a concretarse en los términos previstos precisamente por mediación del propio De la Puente, quien se vio precisado a retornar abruptamente a Lima para impedir ese encuentro debiendo él asumir la representación del estado Peruano en tal circunstancia..
No debiera sorprender sin embargo, que hoy día Alan García se “solidarice” plenamente con los militares peruanos requeridos por la justicia italiana en torno al tema. Por un lado, Morales Bermúdez es el padre de Remigio, íntimo amigo de García, y ex ministro suyo en la cartera de Agricultura en su gestión anterior. Por otro, el propio García ve su futuro diseñado porque después será él, el requerido por la justicia, que ni perdona, ni olvida.
No es el Perú, entonces, el que está involucrado en un hecho turbio como éste. Ni siquiera la Fuerza Armada como institución. Son dos oficiales de nuestro país que, en un momento de sus vidas ocuparon altos cargos en la conducción del Estado, y que contribuyeron -por acción u omisión- en un hecho que no quedará impune (fin)
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Nuestra Bandera.
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