sábado, 29 de diciembre de 2007
Adel Vilas y Antonio Bussi
La locura y la cobardía, el final de los genocidas
Marcos Taire (especial para ARGENPRESS)
En el ocaso de sus vidas, los generales Adel Vilas y Antonio Bussi, los mayores represores del pueblo tucumano, no pudieron afrontar con dignidad el costo de sus crímenes. Vilas debió ser internado en una institución para enfermos mentales, con delirios persecutorios. Su colega Bussi, ahora en un country con prisión domiciliaria y próximo a afrontar un juicio oral, lloriquea todo el tiempo y tiene picos de presión cuando le mencionan la posibilidad de ser trasladado a una cárcel común. Es como si los ayes de dolor de sus miles de víctimas los acorralaran pidiéndoles explicación, reprochándoles su crueldad.
Vilas llegó a Tucumán a mediados de enero de 1975. Llevaba consigo su designación como comandante de la Quinta Brigada de Infantería y las instrucciones para lanzar el Operativo Independencia. Su primera acción militar fue la instalación del campo de concentración de la Escuelita de Famaillá. Según él mismo lo confesó, más de 1500 tucumanos pasaron por allí, fueron sometidos a todo tipo de tormentos y la inmensa mayoría asesinados. Vilas, acompañado de un alienado jefe de policía, el teniente coronel Antonio Arrechea, fueron vistos en numerosas oportunidades en la sala de torturas.
En su diario de campaña (1), cuya publicación impidió el Ejército porque es una verdadera confesión criminal, Vilas llegó a afirmar que “es falso de toda falsedad que los hombres encargados de tomar declaración, empleando muchas veces métodos no convencionales, queden traumatizados o con psicosis de guerra”. Al respecto, escribió que era “menester desmontar uno de los principales mitos del enemigo, referido a su capacidad de resistencia para soportar el castigo físico o psicológico: tarde o temprano su capacidad se agotaba y terminaba quebrándose, como se dice en el lenguaje operativo”. El atenuante, según Vilas, era que no vio “un solo caso de brutalidad gratuita o placer morboso en los interrogatorios”.
Para Vilas la tortura, la violación, la flagelación y el asesinato formaban parte de una metodología de guerra simple y natural que en nada afectaría a los interrogadores que la practicaban. El paso del tiempo demostraría lo contrario. Son numerosos los casos de locura y suicidio de oficiales y suboficiales que participaron en la represión llevada a cabo durante el Operativo Independencia. El propio Vilas es un caso patético de enfermedad mental.
Vilas fue internado en un sanatorio psiquiátrico de la Capital Federal, derivado desde el Hospital Militar por severos trastornos mentales. Los profesionales que lo atendieron diagnosticaron agresividad verbal y un peligroso delirio persecutorio. Además, padecía un síndrome confusional y disartria (trastorno en el habla).
El otro jefe del Operativo Independencia, Antonio Domingo Bussi, se acerca al final de sus días de la peor forma: deprimido y con la amenaza cierta de tener que afrontar un juicio oral donde podrían ventilarse los crímenes más abyectos que cometió, ordenó y supervisó.
Así como la mayor creación de Vilas fue la capucha (2) utilizada por los secuestradores de los grupos operativos, la obra más grande e importante de Bussi fue el campo de concentración y exterminio que funcionó en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Allí fueron sometidos a los peores tormentos y asesinados más de mil tucumanos. El propio Bussi disparaba el tiro de gracia a prisioneros sentenciados a muerte, como fue el caso de la estudiante Ana Cristina Corral, de solo 16 años. Le seguían otros jefes, oficiales y suboficiales, del Ejército y la Gendarmería y civiles del aparato de inteligencia, que sellaban así el pacto de sangre que rige aun hoy, como lo prueba el asesinato del prefecto Febres. Las víctimas recibían los disparos al borde de un pozo al que caían y donde sus cuerpos eran cubiertos con leña y neumáticos e incinerados. Se conoce incluso el caso de algunos prisioneros arrojados con vida a ese salvaje crematorio.
Bussi fue detenido el 15 de octubre de 2003. Gozó de arresto domiciliario, en un barrio privado de Pilar, provincia de Buenos Aires, hasta marzo de 2006, oportunidad en que la Justicia ordenó su traslado al Arsenal Miguel de Azcuénaga. Allí, a pocos cientos de metros de donde sus víctimas fueron sometidas a los peores atropellos que pueda imaginar el ser humano, permaneció hasta el 15 de diciembre pasado, cuando fue favorecido con la prisión domiciliaria, esta vez en un country en Yerba Buena, provincia de Tucumán. Las casas pertenecen a hijos suyos y están construidas en las zonas más residenciales de Buenos Aires y Tucumán.
Una apologista de los genocidas (3), perteneciente a la familia propietaria del diario La Gaceta, de Tucumán, describió el estado de Bussi: “el General sufre (…) una profunda depresión (…) apenas puede movilizarse y duerme con oxígeno (…) de a ratos se quiebra y reconoce su vulnerabilidad. Nada lo alegra ni lo saca de su extrema tristeza. No quiere recibir visitas, no lee los diarios y de vez en cuando ve televisión (…) Vive aterrorizado…”
Los allegados a Bussi dicen que la evidente decrepitud del otrora poderoso general es lamentable, acosado, además, por los fantasmas del pasado. Un hijo suyo llegó a decir que si su padre era enviado a una cárcel común, como lo solicitó y le fue negado al fiscal de la causa, Bussi se pegaba un tiro. Habrá que ver cual será su comportamiento el día que deba afrontar el juicio oral. Tendrá coraje y dignidad o será el pusilánime y cobarde que describen sus allegados y familiares?
Notas:
1) Diario de campaña, sin título. Una copia mecanografiada y corregida puede consultarse en el sitio “nuncamas.org”. También hay copias en el CELS y en varios organismos defensores de derechos humanos.
2) Apenas iniciado el Operativo Independencia los tucumanos llamaron “encapuchados” a los secuestradores. Utilizaban medias de mujer, pasamontañas, capuchas, poleras, bufandas, etc., para ocultar su condición de oficiales y suboficiales de las fuerzas armadas y de seguridad, policías, agentes civiles de inteligencia, etc.
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