Por 33 casos de secuestros y desapariciones fueron condenados Riveros, Bignone y otros. Quejas de los familiares de las víctimas.
Liliana Giovannelli se subió a los tablones colocados a modo de escenario en medio de la calle, frente a los tribunales federales de San Martín, donde desde hace algunos años se realizan los juicios de lesa humanidad. “Con los ceramistas todo salió más o menos como esperábamos –dijo–, pero con los navales, ¡es una vergüenza! ¡Es una vergüenza que los tipos se vayan a su casa caminando!” Después de tres meses de audiencias, ayer concluyó el llamado Juicio de los Obreros. El Tribunal Oral Federal 1 de San Martín, compuesto por Héctor Omar Sagretti, Marta Isabel Milloc y Diego Gustavo Barroetaveña, juzgó a nueve integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad por los secuestros y desapariciones de 33 trabajadores de la zona norte. De los nueve acusados, condenó a seis. Hubo una pena a prisión perpetua para Santiago Omar Riveros, jefe de Institutos Militares de Campo de Mayo, y de 23 años para Reynaldo Bignone. Y penas de 17 a 9 años de prisión para el resto. En tanto, absolvió a tres prefectos luego de anular una prueba testimonial de los años ’80. Esa decisión desató bronca entre familiares y ex trabajadores. Los prefectos eran los únicos acusados presentes físicamente en la sala. El resto no fue. Por otra parte, sin muchas palabras, los jueces sí aceptaron impulsar una investigación por la complicidad de los civiles, de cuyas responsabilidades se habló durante todo el juicio.
Cuando la lectura de las condenas y absoluciones terminó, la sala había pasado de los aplausos a un silencio repentino. Como intentando entender. Los tres prefectos se dieron vuelta y empezaron a levantarse. Y en ese momento, la esposa de uno de los ex trabajadores de Cattáneo gritó lo que pudo, como pudo. La sala acompañó. Se oyó el “como a los nazis les va a pasar”. En ese momento, se oyó sólo la voz de Santina Mastinú. Ellos seguían en la sala. Santina es la hermana de Martín Mastinú, trabajador de Astarsa, delegado, secuestrado en julio de 1976 por la patota integrada por los prefectos. Santina es además la esposa de Mario Marrás, obrero del astillero Mestrina. “Asesinos”, les gritó. “Asesinos y torturadores. Patoteros. Hijos de puta. Abusadores de mujeres. Basuras.”
“Tenemos bronca porque todo lo que se trabajó para conseguir la prueba no merece esta declaración”, dijo a la salida el abogado Pablo Llonto, representante de las querellas particulares. “Para nosotros había otros elementos de prueba, pero además nos queda el sabor amargo de que los jueces no hayan mencionado en el veredicto algunos de los pedidos explícitos sobre civiles, hay una remisión general a la instrucción de todos nuestros pedidos, pero la verdad es que no responde a lo que esperábamos. Así que plantearemos el recurso de Casación y habrá que dar una pelea nueva en instrucción, para que aparezca de una vez por todas la responsabilidad de los civiles.”
El juicio se hacía por el secuestro, tortura, desaparición y homicidio, en algunos casos, de los trabajadores de las fábricas de cerámica Lozadur y Cattáneo y los astilleros de Mestrina y Astarsa. La mayor parte de las víctimas eran delegados. En el debate se juzgó a integrantes de las fuerzas de seguridad y militares, pero no a los civiles. La fiscalía y las querellas pidieron en los alegatos que el tribunal ordenara impulsar las investigaciones sobre propietarios, directivos, gerentes y todas las personas mencionadas en los testimonios. La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación pidió además algún pronunciamiento simbólico en ese sentido. Aunque eso puede llegar a ser incluido en los fundamentos de la sentencia, que se darán a conocer el 5 de noviembre, algo de todo eso se esperaba ayer y no ocurrió. Los jueces sí aceptaron todos los pedidos generales, ordenaron enviar los testimonios al juzgado de instrucción e iniciar las investigaciones.
“Estamos todos conmovidos”, dijo Carlos Leguizamón, enorme, grandote, casi saliendo a la calle. Habla con alguna lágrima. “No dejamos de reconocer los avances, pero con los argumentos contundentes de cada uno de los testigos nos parece que hay cosas que no se entienden bien –sigue–. No sé qué tenemos que probar para estos jueces, nos gustaría saberlo: ¿qué más hay que hacer?”. Leguizamón estuvo en Cattáneo entre 1970 y 1977, era delegado, parte de la JTP, la Agrupación Evita, testigo de este juicio que dio voz a muchas familias humildes de la zona norte, a muchas personas que no habían vuelto a buscar datos de sus familiares. “Cualquier persona común, cuando escucha todo esto, se da cuenta de la complicidad civil en estos crímenes, de que hubo listas hechas por empresarios con el Ejército, pero los poderosos todavía están en su casa.” Me gustaría, dijo, “reivindicar en este momento a cada compañero y su lucha. No es verdad que luchábamos sólo por mejores salarios: queríamos cambiar el mundo y eso es lo que no nos perdonan”.
Al lado suyo, lo mira Omar Ozeldín. Como cada nombre, sus presentaciones despiertan en los patios del edificio imágenes de las historias que se fueron escuchando durante los meses de juicio. Omar es el hijo de Jorge Ozeldín, otro de los trabajadores de Cattáneo, secuestrado de su casa, el 27 de octubre de 1977. A Ozeldín hijo lo buscaron y lo encontraron otros familiares cuando imaginaron llegar a un juicio. “Hoy tengo 50 años y llevo 38 tratando de restaurar la dignidad de aquella persona que no era la que ellos pretendieron que fuera”, dijo sobre su padre.
En el fondo, contra una pared del patio, está Jorge Velarde con su bastón. Es un ex trabajador de Astarsa, también testimoniante. Llegó temprano. “Fui delegado de Astarsa”, se presentó cuando llegó. “Y para mí es muy emocionante haber llegado al final de este juicio que esperamos durante muchísimos años, y luchamos por él. Esperemos que las condenas sean justas. Sabemos que el juicio ha permitido revelar cosas sobre la responsabilidad civil, pero sabemos que la Justicia tiene dificultades porque quiere pruebas fehacientes. Pero, bueno, esto va a continuar. Vamos a aportar todo lo que podamos en la investigación.” Al final, algo había cambiado. “Por un lado satisfecho, pero al mismo tiempo tengo mucha tristeza.”
Durante la lectura de la sentencia, a la hija de Francisco Palavacino se le llenaron varias veces los ojos de lágrimas, cuando escuchaba los nombres de los acusados Riveros y Bignone. En otra fila estaban las tres docentes que buscaron durante años reconstruir las historias de las hermanas Dominga y Felicidad Abadía Crespo, trabajadoras de Lozadur. Estaba Liliana Giovannelli, que fue empleada de un laboratorio en los años ’70 y ahora habla en un escenario. Estaban las hijas de Ismael Notaliberto y de Pablo Villanueva. “La verdad es que estoy con miedo”, dijo Marisa Villanueva. “El miedo es porque todo esto tardó mucho en llegar, tengo terror a que no se los condene y es la primera vez que estoy en un juicio. Para mí es fuertísimo estar acá.”
Alejandra Dandan
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