sábado, 25 de octubre de 2014

Noé Jitrik: “Todas esas etiquetas son tentativas para empezar a hablar de algo de lo cual es difícil hablar”



Segunda parte de la entrevista al escritor y crítico Noé Jitrik, a propósito del centenario de Julio Cortázar y las Jornadas Internacionales “Lecturas y relecturas de Julio Cortázar”, realizadas en la Biblioteca Nacional.

Así como hay un “Cortázar escritor” también hay un “Cortázar comprometido”…
Sí; y esa es una formulación que yo hice, en relación con Cortázar, de algo que se habla inevitablemente, del compromiso político.
No pudo salvarse… Se le pide al escritor y al intelectual en general que se comprometa: que firme, que ponga su adhesión, etc. No se le pide al tipo común que anda por la calle. El tipo común va y vota, y ahí se para... El resultado de la elección ni siquiera mucho le interesa (que salga “el más mejor”, o sea: el más votado). Y todo lo demás no le importa. Pero pareciera que al escritor y al intelectual sí. Pero hay que hacer una distinción: una cosa es el intelectual, para el cual “lo político” es su objeto; otra cosa es el escritor, cuyo objeto es “el objeto imaginario”.
Entonces, hay que distinguir. Y es misterioso, porque al escritor, cuyo objeto es imaginario se le pide un compromiso con lo “real crudo” incluso mucho mayor que al intelectual, cuyo objeto es lo político. Hay ahí una especie de situación paradójica que de repente los escritores, muchos escritores empiezan a sentirse muy culpables porque no responden totalmente al pedido que se les está haciendo. Y a veces quieren responder, pero entonces se hacen la ilusión del “poder la palabra”. Entonces conté –ahí conté– el cuento de Platón. Platón era un intelectual muy reputado en su momento; como era muy bueno, muy famoso, genial, el tirano de Sicilia, llamado Dionisio el viejo, lo convoca para que lo asesore.
¡Y ya sabemos cómo le fue!
Como no le gustaron los consejos que le daba, lo vendió como esclavo. Alguien, un alma piadosa lo rescató, se volvió a Atenas –un poco… con una sensación probablemente de fracaso–, y resulta que Dionisio el viejo se muere y –como es un demócrata– hereda el trono Dionisio el joven, que también invita a Platón… Y Platón agarra otra vez.
Es decir: la idea que tienen ciertos intelectuales –o pensadores o filósofos o escritores– de que pueden incidir en el tipo que tiene el poder, hace que de pronto se obnubilen y que magnifiquen sus posibilidades de convencer o de dirigir incluso al político –y no pueden entender incluso por qué él está ahí y no el propio escritor–. Y le vuelve a pasar lo mismo: no le gusta lo que le dice Platón a Dionisio el joven y otra vez lo vende como esclavo.
Finalmente Platón volvió a Atenas, volvió a ese jardín que se llamaba Academus, a pasear por ahí y a pensar en lo que había dicho Sócrates acerca de temas tan intrascendentes como por ejemplo la poesía, la organización de la república, la ética… cosas menores en relación con la importancia que tiene lo político.
Y eso hace una tradición que llega hasta nuestros días; hay gente que se hace la fantasía de poder incidir, y terminan con una sensación de desdicha y de perplejidad, como fue el caso de Cortázar en Cuba. Cuando se produce el tema de [Heberto] Padilla, Cortázar no sabe qué hacer. No sabe qué hacer porque piensa –creo que piensa– que está muy mal lo que le pasa a Padilla –está muy mal que lo censuren; está muy mal que interpreten sus poesías como “contrarrevolucionarias”–, pero mucho más importante es “la revolución”, la salud, la enseñanza, etcétera.
Y entra en el juego estaliniano, de los “viejos bolcheviques” que terminaron por aceptar el cadalso –que los fusilaran– porque lo más importante era la revolución y no el error –el terrible error que se estaba cometiendo con ellos… la injusticia histórica espantosa–. Porque la disidencia no tiene que estar ligada a la muerte necesariamente.
Hay que ver de qué disidencia se trata. Pensar que un tipo como Bujarin –por ejemplo– podía ser terrible enemigo de la Unión Soviética… o Trotsky un “agente alemán” y cosas por el estilo es una aberración de una conceptuación del poder respecto a la cual el escritor que adhiere después es un alma desdichada; no ha podido hacer nada para evitarlo.
Hay como una expectativa para que se pronuncien; que no solamente nos brinden cuentos y novelas sino que también hablen de la realidad…
¡Y esa es una cosa que hay que explicar! Hay que tratar de explicarse el porqué de esa exigencia. Habrá una explicación. Y es que, para todo el mundo, lo simbólico es muy importante. El comercio simbólico. Y los escritores encarnan un poco ese mundo simbólico.
Es como las quejas que hay sobre la Iglesia: el cura de aldea, por ejemplo, no puede solucionar la miseria –en el caso de que la quiera solucionar–; pero se le exige. ¿Por qué? Porque el cura, como pareciera que habita el universo simbólico está obligado a hacer determinadas cosas, ya que lo simbólico actúa en las cabezas de la gente con una potencia extraordinaria. Y si vos admitís este argumento de lo simbólico, lo que podemos llamar la adhesión, e incluso el compromiso con determinadas causas, también pasa por eso.
Pensando en términos no espurios, digamos de decisiones legítimas: vos ves que el mundo es injusto, que el mundo está mal, que el sistema es perverso (“no lo soporto; quiero hacer algo para cambiarlo”; eso es legítimo), entonces, ¿por qué lo hacés? Bueno, porque esos valores que vos creés que hay que imponer son valores abstractos, en cierto sentido, que la acción tendería a concretar… Y entonces ahí está la adhesión, ahí está el compromiso que citábamos antes.
Por ejemplo Abelardo Castillo lo había “resuelto” en los ‘60 de una manera bastante sencilla –se podría decir–, al separar, cuando hablaba del “compromiso del hombre, no del escritor”.
Él era un típico representante del compromiso sartreano en ese momento. Era la manera que había encontrado Sartre para canalizar esa cosa.
Ligado al tema del “boom”, y quedándonos en las obras literarias, hay que señalar que también se lo filió a Cortázar al “realismo mágico” (o a “lo real maravilloso”, en palabras de Carpentier).
A mí mucho no me gustan esas etiquetas. A mí me parece que es literatura lisa y llana. Para dar un ejemplo extremo: hay un fenómeno, una cosa que para mí hay que considerar en una crítica sistemática a Cortázar que es el fenómeno de “recontextualización”. Las imágenes cambian el carácter y la función según el lugar donde se pongan. Entonces cualquier imagen, trivial, “la moto estaba estacionada en un lugar prohibido”, si la tomás así es una frase municipal, no tiene importancia. Pero si la ponés cerca de la descripción de un personaje que está a punto de cometer un robo o algo así, cambia de carácter.
Uno podría recontextualizar la guía del teléfono, y convertirla en relato; si no en su totalidad –ocuparía mucho espacio– en parte, con esa idea… Desde ya como un extremo, como un ejemplo grotesco de esto. Pero ese fenómeno de recontextualización es como si se produjera sobre algo que en otro lugar no tiene alcance literario, no tiene resplandor literario.
A mí lo que me interesa es el fenómeno de la recontextualización; yo puedo leer algo de la llamada “literatura realista”, o “fantástica” o “mágica” o lo que sea, de la misma manera siempre. Es decir: en tanto me diga algo. Me ilumine alguna cosa.
Yo no pienso “qué inteligente el tipo, que hizo que el príncipe se convirtiera en sapo, y el sapo en príncipe; me parece una maravilla”… ¿Lo tengo que llamar fantástico a eso? Eso es literatura. La literatura es eso. Como que todas esas etiquetas son tentativas para empezar a hablar de algo de lo cual es difícil hablar.

Demian Paredes

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