jueves, 9 de octubre de 2014

La Argentina de los relatos ficcionales



La realidad política argentina está cruzada por una guerra de relatos y contrarrelatos entre el Gobierno y las principales coaliciones opositoras. Ninguno va a la sustancia de lo que enuncian, o, mejor dicho, van en el sentido contrario de los principios que gritan a los cuatro vientos. Mientras tanto, “la calle” vive la realidad de una crisis que deteriora la economía y las condiciones de vida, con la inflación, el empleo y el peligro de devaluación como principales preocupaciones.

La política argentina vive, en cierta medida, un momento ficcional. El Gobierno sube el voltaje del discurso para exprimir el “Patria o buitres” y lo transforma casi en un “Nación o Imperio”. Aprovecha la “pasada de rosca” del juez Griesa, que actúa como vocero directo de los buitres y a quien el Gobierno norteamericano no desea desautorizar, para reforzar un discurso nacionalista de enfrentamiento con los EE. UU.
La radicalización del relato es directamente proporcional a las complicaciones que presenta la economía. La repentina renuncia de Fábrega a la conducción del Banco Central es una de las primeras manifestaciones en el seno del Gabinete del deterioro crítico del “modelo”.
El Gobierno se ubica en posición defensiva, que según la teoría clásica de la guerra es la “forma más fuerte” y, por lo tanto, es adoptada por aquellos en situación de debilidad.
En el primer discurso posterior a la declaración de desacato, Cristina Fernández “descubrió” que detrás de Griesa está el Estado norteamericano, que conoce muy bien de qué lado tiene que ubicarse ante el enfrentamiento entre un juez “municipal” -parte de un estado de su Unión- y un Gobierno de una semicolonia del patio trasero. Al día siguiente, el jefe de Gabinete Jorge Capitanich subió más el tono y habló de un “golpismo activo”, denunció actitudes de "cipayaje" porque hay sectores que "actúan siempre de mano del enemigo" y de "las potencias".
Es un intento imprudente de uso excesivo de la “autonomía de la política”, apropiándose de una retórica que no tiene demasiadas consecuencias prácticas, y que por la tradición antiimperialista de la conciencia popular media de la Argentina puede lograr cierto aval o simpatía.
En un artículo reciente del quincenario “El Estadista”, Fabián Bosoer describía la irrelevancia estratégica que tiene la Argentina para los EE. UU. en la historia reciente de sus relaciones geopolíticas. Según esta lectura, en el vínculo primó siempre cierto interés mutuo para el uso del enfrentamiento, tanto por parte del Departamento de Estado como de los Gobiernos argentinos. La excepción fue el período de “relaciones carnales”, cuando la Argentina tomó relevancia como mejor alumno, período que terminó en una profunda crisis social y en la desaparición histórica como referentes políticos de quienes encarnaron esas banderas.
“Esta manera de vincular la política exterior y la política nacional, aparentemente disociadas, pero en su trasfondo profundamente imbricadas por las propias redes y tejidos que las entrelazan, tiene otros subproductos: la permanente actuación de diplomacias paralelas, relaciones bilaterales informales que se neutralizan unas con las otras. A su vez, la combinación de irrelevancia estratégica y relevancia simbólica permite, en el corto plazo, ampliar los márgenes de acción política si el Gobierno decide plantear la cuestión como una batalla principista por derechos soberanos avasallados. En otras palabras, confrontar con EE. UU., perdido por perdido, promete mayores beneficios sin mayores costos externos”, afirma Bosoer. Esta regla suma hoy además la particularidad adicional de los grandes problemas que tiene que resolver EE. UU., como la complicada salida de su propia crisis económica o las complejas guerras en las que se enfrascó para intentar sostener su hegemonía mundial en retroceso. Esto da ciertos márgenes de autonomía para los Gobiernos “posneoliberales” latinoamericanos, incluido el argentino.
El carácter artificial de este relato lo muestran las medidas políticas prácticas: los esfuerzos para continuar el pago y el arreglo con los tenedores de deuda, así como la búsqueda desesperada de nuevas inversiones en Vaca Muerta, con el acuerdo con Chevron hecho ley para todos y todas. Un ruego cauteloso para que el capital mundial permita el inicio sin trabas de un nuevo ciclo de endeudamiento y la generosa concesión de las nuevas joyas de la abuela. Todo hecho al grito, no de la revolución productiva y el salariazo, sino de la lucha contra las corporaciones de bancos y empresas “destituyentes”, los buitres y ahora también "el imperio”. Es decir, los ganadores de la década de los pagadores crónicos y de los monopolios que la juntaron con pala en estos años felices.

Republicanismo vacío

Si el del Gobierno es un “populismo” inconsecuente, las grandes coaliciones tradicionales opositoras tienen su propia fábula de republicanismo vacío. En el debate sobre la sanción del nuevo Código Civil y Comercial, que el pacto del Gobierno con el Vaticano y Francisco llevó a una sanción exprés, la oposición “republicana” se redujo al argumento judicial y procedimental en el tratamiento de la ley y no ahorró tampoco encendidas acusaciones de un supuesto “golpismo institucional”, todo ello sin emitir prácticamente palabra por el contenido sustancial de la reforma. Las denuncias del “golpismo” se volvieron un deporte retórico de Gobierno y oposición.
Las maniobras “bonapartistas” en el debate parlamentario son una práctica normal del kirchnerismo, que usufructúa una mayoría conquistada en el pasado, de dudosa revalidación en el presente, y son un uso corriente del peronismo en general.
La denuncia a la violación de sus propias normas “democráticas” es solo un aspecto –y no el más importante-, del tratamiento del Código Civil hecho “a la medida” de la Iglesia, que además avanza sobre derechos laborales.
Unos gritan por la nación y contra el imperio, mientras practican soberanas entregas; y otros lo hacen por la república, mientras niegan las banderas de los más elementales derechos democráticos, inscritos en las grandes tradiciones democráticas, y que deberían partir de la elemental demanda de separación de la Iglesia del Estado hasta llegar al derecho al aborto legal, seguro y gratuito.
La coalición oficial y las variantes opositoras (sin excluir a los intentos de neocentroizquierda) parecen caracterizarse por su papismo versión siglo XXI. Tenía razón Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, cuando afirmó resignado que “da la impresión de que el papismo es el único horizonte para pensar la Argentina”. Por lo menos es el único horizonte en las grandes coaliciones representantes de la burguesía criolla.
Mientras tanto, “la calle” observa el espectáculo de este teatro de “relatos salvajes” en los medios o en el parlamento, mientras en la vida cotidiana aumenta la preocupación por la inflación o por la posible pérdida de los puestos de trabajo, las suspensiones, el enfriamiento de la economía o las consecuencias del peligro devaluacionista.
En esto está la base de que ninguna de las coaliciones tradicionales -terminada la fortuna del viento de cola- logre una profunda raigambre, un entusiasmo popular y una identificación con los problemas más sentidos por las grandes masas. Los que se ubican con mayor intención de voto (sin que “desborde” la pasión por ninguno) no logran superar más del 25 %.
Quedó en manos de la izquierda “troska” o clasista levantar las sustanciales banderas antiimperialistas por la recuperación de los recursos estratégicos, el repudio a una deuda usuraria o la reivindicación de los más elementales derechos democráticos. Sobre esa base está viviendo la persistencia de su desarrollo político y conquistando una voz propia

Fernando Rosso
Juan Dal Maso

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