jueves, 16 de octubre de 2014

Capitalismo y Estado en la cultura política de los argentinos



El promedio de los argentinos impugna de alguna manera a los empresarios y avala alguna forma de intervención estatal. Las potencialidades y límites de esta difusa conciencia estatista y los desafíos programáticos para la izquierda.

El último número de octubre Le Monde Diplomatique (Edición Cono Sur) destaca en su editorial una investigación de Flacso-Ibarómetro sobre las orientaciones ideológicas de los argentinos. “De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos se manifiesta a favor de una intervención activa del Estado en la economía (61,8 por ciento), prefiere las alianzas con los países de la región antes que con las potencias del primer mundo (53,6), apoya los juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y asegura que la búsqueda de la igualdad debe ser, más que de la libertad, el principal objetivo de un Gobierno democrático (50,5 contra 32,8)”. De estos indicadores, José Natanson, autor del artículo y director de la publicación, expone la siguiente conclusión: “Las principales orientaciones políticas del kirchnerismo definen un núcleo básico de ideas compartido por un porcentaje mayoritario de la población”.
Hace poco el diario La Nación daba cuenta de otro estudio , esta vez de la consultora Management & Fit, donde se medía la imagen de los empresarios entre la población. Tampoco en este caso sale bien parada la clase empresaria, y el estudio constata que, en tiempos de crisis, su imagen acompaña la caída en la consideración popular que sufre la casta política, a la que es vinculada íntimamente por temas como la corrupción, entre otras cuestiones.
“Los argentinos vs. el capitalismo”, tituló la derecha inteligente (siempre preferible frente al centroizquierdismo necio). El objetivo fue, como decía Chesterton, convertir la exageración en un microscopio de los hechos y de esta manera extraer un núcleo de verdad “anticapitalista”, que se expresaba en los resultados de la encuesta, para poder impugnarlo de plano.

Los discretos hijos del poder

Por su parte, la revista Crisis saca en su número 20 un artículo sobre un grupo autodenominado GAM (Grupo Argentina Mejor), que está integrado por los hijos de la burguesía criolla y que se congrega para “pensar el futuro” del país, que en este caso coincide exactamente con el propio. Apellidos como los de Bulgheroni, Blaquier, Eurnekian, Urquía, Rocca y Elsztain son algunos de los que integran la lista de la renovación generacional de los dueños del país, que hace sus primeras armas en el arte de pensar cómo seguir viviendo del trabajo ajeno.
El grupo se caracteriza por el secretismo, y los autores del artículo afirman que esto no es casual porque “mientras en Estados Unidos los magnates se pelean por figurar en los primeros lugares del ranking de Forbes, la edición argentina de esa publicación -cuya franquicia administra el exbanquero Sergio Szpolski- debe hacer malabares cada año para que los empresarios top entreguen algún dato certero sobre sus patrimonios. No se trata solo de un acto reflejo para eludir a la AFIP ni de una confirmación de aquello que Max Weber problematizó en La Ética Protestante. En el país del papa Francisco los ultramegarricos no están bien vistos, porque Dios quiso que la salvación sea en el cielo y no en la tierra, pero también porque durante décadas sus familias saquearon todo lo que pudieron al Estado, fugaron todo lo que pudieron al exterior y reclamaron, apoyaron y hasta colaboraron activamente con la represión ilegal de la última dictadura”.

Estatismo, control y anticapitalismo

Sin obviar que estos datos son muy generales y que se deberían desagregar por clases y sectores sociales, sintéticamente puede afirmarse que tanto el empresariado argentino como las potencias imperialistas tienen una baja consideración en la opinión popular. Y de esto se pueden desprender algunas conclusiones preliminares.
La primera es que esta “conciencia media” es menos un producto de la “batalla cultural” que de la experiencia histórica reciente, primero con el neoliberalismo que entró en debacle hacia fines del siglo pasado y no logró recuperarse, así como con el estatismo tímido de la última década. Si bien la crisis del 2001 tuvo expresiones con ciertos ribetes de antipolítica, también contuvo elementos anticapitalistas. El discurso del Gobierno (como engranaje del proceso de pasivización y desvío para salir de la crisis que estalló en 2001) es un producto de estas circunstancias y de esta relación de fuerzas. Exactamente al revés de cómo lo piensa el kirchnerismo cultural, las condiciones impusieron un relato al pragmatismo peronista. Aunque, como se afirmó en muchas oportunidades, el kirchnerismo produjo más relato del que es capaz de digerir o de satisfacer.
La segunda es que, además de la relación de fuerzas sociales, existe un límite ideológico-político a los “giros a la derecha” que pretendan encarar quienes buscan llegar al Gobierno, incluidos aquellos que proponen desde dentro mismo de la coalición oficial la continuidad con cambios o viceversa. De ahí que hasta Massa y Scioli se presenten como variantes del “mejor espíritu” del kirchnerismo y hasta Macri busque su relato de “tercería vía” y de un desarrollismo inocente con moderada -pero presente- intervención estatal.
Y, en tercer lugar, plantea un desafío a la izquierda sobre cómo dialogar con ese núcleo de verdad contradictorio que reside en el anhelo de “control” y de cierto rechazo hacia los empresarios. Un factor que puede contener tanto una aspiración hacia un paternalismo del Estado como un potencial desarrollo anticapitalista. Este problema no puede resolverse solo con la propaganda de las virtudes de otra forma de organización social (socialista), factor que es necesario para la lucha de ideas, pero no suficiente para la lucha política y estratégica y sobre todo para la pelea por transformar la conciencia de amplios sectores.
En este núcleo de aspiración al “control” cobran relevancia propuestas como “Que todos los funcionarios y legisladores cobren lo mismo que una maestra”, en el caso de la pretensión de terminar con las corruptelas y lograr un “Gobierno barato”. O la nacionalización de la banca, del comercio exterior y el “control obrero”.
El Gobierno argentino en la coyuntura habla del control a los bancos y esporádicamente denuncia sus maniobras (como la reciente resolución de obligarlos a pagar una tasa más alta de interés a los ahorristas), pero son medidas que en última instancia no van al núcleo ni afectan los beneficios estructurales. El Gobierno también bastardea aspiraciones al control sobre los recursos estratégicos como el petróleo o sobre la economía de conjunto, por ejemplo con la regulación burocrática de las exportaciones.
Referido al control obrero, Vladimir Lenin, en un texto del año 1917, denunciaba que se considera justo y archilegal que el patrón o el banquero hagan públicos los ingresos de los obreros. Nadie iba a ver en eso un atentado a la vida privada. Y a la vez se preguntaba qué pasaría si los oprimidos quisieran controlar a los señores.
Por ejemplo, hacer públicas las ganancias de los discretos niños ricos que no tienen tristeza y que conforman el GAM, ocupando el amplio y lujoso lado VIP de la vida. “Sus futuras herencias, sumadas, sobrarían para pagar la deuda externa”, afirma el artículo de Crisis.
Concluía Lenin: “¡Pero que los oprimidos intenten controlar a los opresores, sacar a la luz sus ingresos y sus gastos, denunciar su lujo, aun en tiempos de guerra, cuando ese lujo es causa directa del hambre y de la muerte de los ejércitos en el frente...! ¡Oh, no! ¡La burguesía no tolerará el ‘espionaje’ ni la ‘delación’!”.
La cuestión es descubrir y actualizar los planteos programáticos de popularización hacia los sectores cada vez más amplios que se inclinan a seguir (o de mínima a escuchar) a la izquierda; y llegar al punto de encuentro entre las aspiraciones que manifiesta ese difuso rechazo político-cultural al empresariado y un horizonte anticapitalista.

Fernando Rosso

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