domingo, 22 de junio de 2014
La historia sin fin de la deuda
Por cadena nacional la Presidenta expuso algunos de los hitos de la historia del saqueo que es la deuda externa. Se detuvo en los negociados y estafas que significó el blindaje, en el final del gobierno de la Alianza, maniobra que significó un formidable crecimiento de la deuda, que no permitió la bancarrota ni el default, pero sí sirvió para llenar los bolsillos de varios banqueros. Pero aunque parecería que el alegato no podría tener otra conclusión que declarar el no pago a los usureros, sólo concluyó con una denuncia a los “extorsionadores”, que serían los “fondos buitre”.
Pese a la denuncia del lunes, retomada el martes por el ministro de Economía, el gobierno proyecta un nuevo ciclo de endeudamiento. A pesar del traspié de estos días, esa apuesta quedó en stand by pero no fue descartada. Para compatibilizar esta intención con las declamaciones “nacionales y populares”, es necesario sostener que la deuda no es siempre parte del problema. Que, esta vez, será diferente. La historia no parece darles la razón.
Un camino para vaciar el país
No es la primera vez que la deuda aparece como una promesa para capear los desequilibrios económicos. Esto es lo que generó todos los ciclos de “plata dulce” y aterrizaje forzoso, desde los ’70 hasta hoy. Durante la dictadura, Martínez de Hoz logró créditos en dólares a bajas tasas, gracias a los “petrodólares”, acumulados por los países exportadores de petróleo en virtud de sus altos precios y depositados en bancos internacionales que crearon alta liquidez y ofertas de crédito para los países dependientes. Esto permitió al gobierno dictatorial endeudarse para mantener sobrevaluada la moneda local. Los empresarios también pudieron obtener créditos baratos, y por las altas tasas de interés en la plaza financiera argentina, los usaron para generar la “bicicleta financiera”: comprar dólar barato (por la moneda local sobrevaluada) para invertir en plazos fijos en el mercado local, y sacar las ganancias al exterior. Por esta vía fugaron miles de millones de dólares, sostenidos por un endeudamiento privado que alcanzó los u$s 17.000 millones en 1981. A comienzos de los ‘80, la abundancia de dólares baratos se transformó en sequía, ya que la Reserva Federal (el Banco Central norteamericano) combatía la inflación con una suba de tasas de interés, atrayendo capitales de todo el mundo. La política de peso fuerte de la dictadura se derrumbó, y sobrevino una fuerte devaluación. Pero -no fuera cosa que los empresarios pagaran por su rapacidad- el Banco Central, comandado por Cavallo, otorgó “seguros de cambio” a las deudas privadas. El Estado solventó los costos de la devaluación para los empresarios. Se estatizaron u$s 8.600 millones, es decir, el 55% de la deuda privada. La deuda pública, que en 1976 era de 8 mil millones, para 1982 rondaba los u$s 45 mil millones.
El blanqueo del fraude
Aunque Alfonsín coqueteó con una renegociación dura de la mano de su primer ministro de Economía, Grinspun, terminó reconociéndola íntegramente. Gracias a ello y al déficit fiscal agravado por el incremento de transferencias y subsidios a los capitalistas, sumado a un deterioro de la balanza comercial (por estancamiento de las exportaciones y aumento de las importaciones), la deuda registró un marcado incremento. Para fines del período era de u$s 64 mil millones. Esto pese a que durante el gobierno de Alfonsín se pagaron u$s 35 mil millones. El déficit fiscal por dicha deuda fue un factor clave en la estampida hiperinflacionaria y a fines de 1988 se entró en cesación de pagos.
La costosa entrada al primer mundo
Durante los gobiernos de Menem la deuda subió 123%. En 1993, el Plan Brady reemplazó las acreencias en manos de bancos privados por bonos. El plan prometía terminar con el problema de la deuda, pero fue la vía para un nuevo ciclo de endeudamiento, aprovechando la oferta internacional de capitales. En paralelo, se impusieron medidas como la liberalización de regulaciones y aranceles, privatizaciones y reformas laborales. Además, se permitió a los que compraron empresas públicas que pagaran con títulos de deuda, que por el quebranto del Estado estaban a precios de remate. Estos títulos se aceptaron a precio nominal, es decir, por mucho más de lo que efectivamente valían. Los empresarios se hicieron de las empresas públicas pagando casi nada (y en muchos casos ni siquiera cumplieron con las obligaciones).
Si al comienzo del gobierno de De la Rúa la deuda era de 146 mil millones, al momento de su caída superaba los 180 mil. Sostener la convertibilidad 1 a 1 con el dólar fue cada vez más costoso luego de las sucesivas crisis que se registraron desde 1994, que cortaron la oferta de capital barato para los “países emergentes”. Persistir en este intento, como hicieron Menem y De la Rúa, significaba seguir endeudándose no sólo para pagar la deuda, sino para sostener el creciente déficit comercial. Mientras la burguesía fugaba los dólares en previsión a la devaluación, para resguardarlos en paraísos fiscales, con la aceleración de la crisis se profundizó la alquimia financiera para sostener la convertibilidad. En menos de un año se sucedieron el Blindaje, “ayuda” financiera del FMI, Banco Mundial, BID y bancos privados por u$s 38 mil millones, y el “megacanje”, que cambió bonos por un valor de u$s 30 mil millones que pagaban tasa del 6%, por otros que pagarían tasa del 12%. La operación implicó un aumento de la deuda externa en 53.700 millones de dólares en términos de capital e intereses. Los siete bancos que participaron de la operación embolsaron 150 millones de dólares en comisiones.
La década de los pagadores seriales
Con la mega devaluación de 2002, la “pesificación asimétrica” actuó como un seguro de cambio para los capitalistas, que antes habían fugado decenas de miles de millones de dólares. Estuvo acompañada de medidas de salvataje a bancos y empresas. La deuda aumentó u$s 38.000 millones en 2002.
Luego del canje con quita de 2005, la deuda quedó en 126 mil millones (y otros 27 mil entre los bonistas que no ingresaron y la deuda con el Club de París). Néstor Kirchner volvió a aceptar, para la parte de los bonos que son en dólares, la jurisdicción norteamericana que Kicillof denuncia como una cesión de soberanía para los bonos que están en default. Pese a la quita, la deuda se mantuvo elevada, y desde entonces aumentó 75 mil millones de dólares. Entre otras cosas porque en el canje se entregaron bonos que pagaban más por cada punto de crecimiento de la economía y de inflación. Los cupones atados al crecimiento del PBI sumaron 20 mil millones de dólares a la deuda total. El resultado fue que, aunque en los papeles la quita sobre la deuda fue elevada, en los hechos resultó bastante moderada (“Default y reestructuración: ¿Cuál fue la real quita de la deuda pública argentina?”, Alberto Müller).
En 2010 se reabrió el canje. Entre otras curiosidades, a los bonistas se les ofreció pagar retroactivamente los cupones de crecimiento que se habían devengado desde el canje anterior. Esto redujo aún más la quita. A esto se agregan numerosas maniobras colusivas denunciadas por varios investigadores (“Los fondos buitre”, Alejandro Olmos Gaona), y el hecho de que buena parte de los bonos canjeados habían sido comprados por fondos –que tenían información anticipada sobre el canje- a precio de remate.
Además se fue tomando nueva deuda para pagar la anterior y para aumentar los subsidios a los capitalistas. Hoy, la relación deuda/PBI ronda el 50%.
Una vía de saqueo imperialista
Aunque redujo su monto, la deuda sigue actuando como mecanismo de expoliación imperialista: gracias a ésta, se alimentan los mercados financieros internacionales y a los bonistas locales, por pagos de capital e intereses con montos que equivales a 2 o 3 puntos porcentuales de la producción anual (PBI) del país (los pagos son mayores pero una parte de los mismos se saldan intra sector público). Formidable fuga de riqueza, que podría utilizarse para obras de infraestructura que den trabajo a todos los desocupados. La debilidad de la economía nacional, cuyas consecuencias recaen especialmente sobre los trabajadores y el pueblo pobre mientras el Estado sostiene las ganancias empresarias, se profundiza con esta sangría. Pero además, la deuda permite presionar para orientar la política económica en función de los intereses imperialistas. Desde 1985, toda reprogramación de la deuda se asoció a la necesidad de realizar “reformas estructurales” (como las privatizaciones) o bajar la “demanda agregada”, es decir, atacar el ingreso de los trabajadores y sectores populares.
Durante la década K, se alimentó la ilusión de que como la deuda podía pagarse sin entrar en quiebra, reduciendo su monto en relación al PBI (lo que ocurrió hasta 2011, pero no desde entonces hasta hoy), y reemplazando deuda en dólares por deuda en pesos (lo cual ocurrió hasta 2013), se trataba de un problema del pasado. La crisis con los holdouts pone en evidencia lo ilusorio de este planteo. Al haber mantenido la jurisdicción norteamericana en los canjes de 2005 y 2010 (condición necesaria para una buena aceptación), los buitres conservaron la capacidad de presionar que ahora están ejerciendo. La necesidad del gobierno de volver a abrazarse a los “mercados” como salvavidas de plomo para llegar bien al 2015, fortalece la capacidad de estos buitres para imponer condiciones, que detrás de la denuncia el gobierno se prepara para conceder.
Querer salir del problema de la deuda pagando, aún después de una década de condiciones extraordinarias y difícilmente repetibles como la que rigieron desde 2002 para el país gracias a los dólares de la soja, se prueba una utopía. O se declara el no pago, junto con otras medidas para que la crisis no la paguen los trabajadores, o se perpetúa la historia sin fin del saqueo, que gobierno y oposición patronal coinciden en perpetuar.
Esteban Mercatante
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