Catástrofe natural y crimen social
Cuando los países poseen un lazo social fuertemente comunitario, implementan políticas de prevención reales y efectivas, e impulsan una planificación urbana e infraestructura adecuadas a los requerimientos sociales de las grandes mayorías, el impacto de un desastre natural puede ser amortiguado. La organización y directrices oportunas, la movilización general de la población y de los recursos y la utilización eficiente y educativa de los medios de comunicación, pueden mitigar y reducir de manera sustancial los efectos de las catástrofes naturales. Pero el impulso combinado de todas estas medidas implica un cambio radical en el modelo económico y social vigente en nuestro país, así como su régimen político institucional. Por el tipo de modelo vigente, por el carácter privatista de la relación entre Estado y sociedad y por la lógica mercantil de su desarrollo, la catástrofe natural se transformó en nuestro país en un crimen social. La parálisis estatal en todos sus niveles y la enorme solidaridad popular han sido utilizadas por los grandes medios para propagar un discurso antipolítico y moralizante que contrasta con la exigencia de abordar las soluciones de fondo con el único método colectivo disponible: el método de la intervención y participación política de amplias capas populares.
Mercantilización del espacio urbano
Comencemos por la falta de inversión en infraestructura básica y planificación urbana. Han aparecido muchos artículos periodísticos demostrando la demora de años de estas obras, o los estudios hidráulicos que desde 2007 alertaban sobre las consecuencias de las lluvias y recomendando obras que nunca se hicieron, o los reclamos persistentes de vecinos que vienen sufriendo las consecuencias de unas construcciones privadas sin control ni regulación que impermeabilizaron el suelo y en muchos casos bloquean el drenaje y filtrado de las aguas. El caso paradigmático ha sido el shoping DOT de Saavedra, resistido por los vecinos a los que se trató de delincuentes por denunciar las consecuencias nefastas de esta obra. Estos casos se multiplican por toda la geografía nacional, sucede en Santa Fe, provincia de Buenos Aires o en la Capital. Atraviesa a todos los partidos políticos que hoy están al frente de la gestión provincial o municipal. Sucede lo mismo con la infraestructura en transporte, energía o en los servicios públicos como el agua, el gas y la electricidad. La pregunta hamletiana que se formulan millones de personas es ¿por qué no se hicieron esas inversiones? Y la respuesta más a mano es la corrupción de los políticos, la desidia, la indiferencia o el cortoplacismo. Por supuesto, estos son rasgos existen pero pueden hacerse tan manifiestos y dominar la cultura política de un país sólo bajo ciertas circunstancias.
Hasta fines de los años 60’ y mediados de los 70’ el modelo desarrollista industrial de la periferia y el modelo keynesiano en algunos países centrales estaban basados en la planificación estatal del espacio público, de la tierra, la vivienda y el pacto salarial, que por supuesto sostenía la demanda en función del proceso de acumulación del capital, pero que también respondía al poder de las clases subalternas que reclamaban y lograban políticas públicas y sanitarias en su beneficio. No era el paraíso de la clase trabajadora y muchas críticas justas y necesarias fueron levantadas contra un sistema alienante y burocrático. Pero con la dictadura militar y las políticas neoliberales de las últimas décadas se inició un nuevo ciclo de expansión del capital y en particular de las ciudades, sostenidas de manera hegemónica por la lógica del mercado inmobiliario instituido bajo un modelo de regulación sustancialmente distinto y que expresaba nuevas relaciones sociales de fuerza. La planificación anterior, más o menos coherente, más o menos eficaz, dio paso al dominio absoluto de los desarrolladores inmobiliarios y la especulación financiera, cuyo interés en promover el negocio de tierras chocaba contra cualquier tipo de regulación estatal “rígida” y “desinversora”. Bajo la superficie ideológica de la “autoregulación” los grandes capitales pasaron a comandar el proceso de urbanización, que se hizo caótico y expandió la construcción de viviendas en función de ganancias rápidas. Ese era en definitiva el precepto liberal de mercado, para quien los seres humanos, comportándose de modo de pretender ganar el máximo dinero posible hacían entre todos el “bien común” al fomentar la “competitividad” y por lo tanto el “progreso”. La legislación no hizo más que adaptarse a esta nueva relación de fuerzas conservadora. La presión del mercado, liberada de las regulaciones no podía más que desembocar en la modalidad de barrios privados exclusivos, expulsión de sectores populares a la periferia, concentración de barriadas miserables y asentamientos “ilegales” casi siempre ubicados en zonas bajas e inundables, y una creciente polarización socio-territorial. En el caso de las clases populares, la planificación de barrios por el estado, mutuales y sindicatos, dio paso a la toma de tierras y asentamientos precarios sin servicios, sin infraestructura y en las peores tierras. Las imágenes de las últimas semanas abrieron los ojos de todo el país sobre las decenas y cientos de miles de personas que se hacinan en la periferia paupérrima de La Plata, la antigua “Atenas del Plata”. Este puro capitalismo pervivió en la última década, donde el boom inmobiliario alcanzó su máxima expansión, por ejemplo en la ciudad de Buenos Aires, donde se construyó en una década 25 millones de metros cuadrados manteniendo la misma infraestructura de la década del 50. O en la ciudad de La Plata, donde el lobby de los empresarios de la construcción “convenció” al intendente Bruera para modificar el Código de Planeamiento Urbano en 2010, dando rienda suelta al boom inmobiliario y la construcción sobre espacios verdes y de altos edificios en el centro de la ciudad. La pulsión expansiva del mercado capitalista ejerció una presión hacia la administración pública bajo la lógica de facilitar los negocios y atraer capitales. Aunque los gobiernos tengan distintas sensibilidades e ideologías, y aunque no todas las administraciones respondieron de la misma manera, el formidable ciclo del negocio inmobiliario siguió su curso, como el de la minería o la soja, sin detenerse en las consecuencias sociales, ambientales y humanas de su negocio (para no hablar de la hipoteca industrial y productiva que implica de largo plazo) y barriendo a su paso con las trabas políticas, legales y los cuestionamientos sociales. El neodesarrollismo logró redistribuir bajo la modalidad asistencial y la promoción del consumo, parte de esa renta, lo que sustentó su legitimidad social y electoral y le ha valido una gran cuota de autoelogio por parte de sus mentores, aunque siempre bajo la condición de expandir la modalidad de libre mercado basado en la inversión privada como condición de la creación de empleo. Así por ejemplo, el plan Procrear se lanzó sobre la base de la alianza financiera del estado con el Banco Hipotecario, del grupo IRSA, quién se benefició a su vez con los acuerdos del PRO y el kirchnerismo en la legislatura porteña para la venta de tierras públicas en Caballito, Palermo y Liniers, entre otros proyectos como el que tendrá tratamiento este año sobre la Isla Demarchi, para su venta al mismo grupo encabezado por Eduardo Elztain, dueño de los shopings y de los más grandes complejos inmobiliarios del país y sindicado como responsable del negociado del DOT en Saavedra. El presupuesto subyacente es que la modernización de la ciudad y el mejoramiento de sus servicios están asociados por naturaleza a las bondades de la inversión privada. La promoción del turismo y la idea de Buenos Aires como capital cultural favoreciendo polos o barrios donde se promueva la inversión, tiene la misma raíz ideológica, facilitando el negocio privado, promoviendo sus intereses como precondición para el crecimiento de las ciudades y de la economía.
Tal como lo había sugerido el marxista Henry Lefevbre en los años 60, el negocio inmobiliario es un lugar privilegiado para la reinversión de los capitales excedentes. En nuestro país una gran parte del excedente proviene de la renta sojera y, en tanto capital financiero, busca valorizarse penetrando el corazón profundo de la ciudad. Moldeada por el auge de la industria del automóvil, las ciudades modernas también se han ido adecuando al dominio privado del vehículo automotor en detrimento del transporte público, de las vías peatonales, de las calles como lugar de encuentro y socialización y, en general, del medio ambiente, de los espacios verdes y de la vida saludable, contribuyendo al colapso de los servicios básicos, la expansión del asfalto y la impermeabilización de los suelos.
La restauración completa de la propiedad privada estimuló los desalojos violentos, el cercado de los parques, la privatización de espacios públicos, el reforzamiento de las concesiones privadas de los servicios urbanos, la rezonificación de amplias franjas de tierra para volverlas “aptas” para el negocio, pero también el desfinanciamiento de la educación pública o la subejecución del presupuesto para la urbanización de villas y asentamientos. El macrismo puede ser una demostración extrema, pero de ninguna manera única de este nuevo ciclo de valorización. La consecuencia de este proceso implicó ocupaciones, organización villera y enfrentamientos directos, como lo vimos en el Parque Indoamericano o en Retiro. Esta disputa se dio en el campo educativo, de la salud o el de la cultura, mediante una lucha sórdida, tenaz, persistente a lo largo de estos años por el lugar de lo público en el espacio urbano y se manifestó en una resistencia a veces imperceptible a ser etiquetado individualmente como cliente para reclamar colectivamente derechos como ciudadano.
Estado y participación popular
El ciudadano dio paso al consumidor como figura central, al que se le brinda servicios en tanto cliente antes que sujeto de derechos y obligaciones. Así, por ejemplo, la reparación del daño material y humano no es entendida como una obligación estatal y colectiva sino como un asunto individual. No es casualidad que con cada inundación o catástrofe aparecen los “créditos blandos” para que el “propietario” (hay que mostrar el título de propiedad) pueda reparar “sus bienes” y devolver al Estado lo que éste bondadosamente le presta. Los subsidios otorgados son siempre enfocados de manera particular y no universal, así, por ejemplo, sólo lo pueden percibir los jubilados que cobran la mínima o los receptores de la AUH, pero no la familia cuyos miembros tengan un trabajo registrado. La reconstrucción tampoco es colectiva, atañe o al propietario de manera individual, reenviando al mercado inmobiliario la solución a un drama que él mismo generó. Hace tiempo señalamos, a propósito del desastre dejado por el huracán katrina en EEUU, que el individualismo posesivo había sido llevado al extremo mediante las pólizas de seguros, que se habían transformado en la única garantía de reconstrucción. La contracara podría ser el caso venezolano, que ante las lluvias de 2010 que dejaron más de 30 muertos y miles de casas dañadas, el Estado comenzó a saldar su cuenta pendiente y se lanzó a la reconstrucción de las zonas afectadas y un plan de viviendas que en dos años permitió adjudicar más de 300 mil unidades, además de asegurar el reequipamiento de las casas con el programa La Casa bien equipada y las brigadas de obreros para la reconstrucción y las comunas como gestores y organizadores de la misma.
Esta “ausencia estatal” se mostró en la carencia total de planes de contingencia y emergencia, y sobre todo en la incapacidad del estado de asumir el rol de conducir a la sociedad ante la emergencia. La proliferación de la solidaridad civil viene a ocupar un espacio que el estado deja vacante pero que no puede ser reemplazada. Se trata de un crimen social porque esa ausencia implica muertes, desapariciones y pérdidas materiales muy altas. Otra duda hamletiana: ¿Por qué en Cuba los tifones y huracanes casi no general muertes y heridos? Existe la prevención en muchos países, claro, como en Japón, donde los recursos materiales y administrativos del Estado son altos. Pero donde la carencia es muy grande, como Cuba, el secreto está en la organización comunitaria, en la activación de la población mediante protocolos y organización popular, gracias a la descentralización y el reparto de roles entre todos los actores sociales. El alerta meteorológico activa a cada responsable de cada manzana, a los jefes locales y la defensa civil se hace cargo de todos los recursos locales. Se trata de una movilización general de toda la población que de manera colectiva ha podido evacuar a dos millones de habitantes en poco tiempo. Lo característico, entonces, es la relación estrecha entre sociedad y estado, basada en la movilización general de la población, quienes tiene la costumbre de no esperar que las tareas las haga el funcionario “a quién se le paga los impuestos” sino de involucrarse como miembro activo de la polis en la que habita. Este carácter popular de la tarea estatal, que exige una participación activa del ciudadano, está ausente en nuestra política pública. El estado y su administración aspiran a la legitimidad popular, al apoyo electoral, pero no a la movilización de la población, que podría ser arrancada de la pasividad de su vida privada y volverse un sujeto activo de la vida pública. El caso del proceso comunal en la Ciudad de Buenos Aires es paradigmático. Allí las comunas no tienen ninguna injerencia en los protocolos de emergencia, ni se les ha dado poder ni municipal y mucho menos en sus competencias concurrentes. En los programas de presupuesto participativo que existen en diversas municipalidades, por ejemplo en la ciudad de La Plata, la toma de decisiones popular está restringida a un pequeño presupuesto de menor envergadura, pero nunca a las obras importantes. La democracia liberal aborrece de la participación directa del pueblo, se refugia en la representatividad del voto y acepta de manera decorativa las pequeñas intervenciones institucionalizadas de democracia directa a los efectos de remarcar su carácter “abierto” siempre que no afecte el carácter gerencial y jerárquico de su comando cotidiano y de sus decisiones estratégicas. El estado entonces, se hace “inhabitable” en las catástrofes, torpe y carente de lazos con los capilares de la ciudad que es donde debe llegar de manera inmediata y pierde así toda eficacia. El sentimiento del estado ausente no es una simple campaña del grupo Clarín, sino una modalidad de la democracia pasiva y gerencial que pervive como herencia del ciclo neoliberal.
Aunque en la esfera de la administración nacional, la recuperación de la idea teórica de “habitar el estado” bajo una nueva modalidad basada en la ética de la solidaridad ha sido un esfuerzo compartido de algunos intelectuales y funcionarios críticos, ella no ha sido más que un intento disperso. Es que la estructura estatal, sin cambios reales en la concepción y experimentación de nuevas formas de concebir la democracia y la acción política pública, y estructurado, como dijimos, en un régimen de regulación débil, no ha podido deshabitar la vieja lógica gerencial. Es cierto que el estado nacional ha logrado revertir la pérdida de lo que Michael Mann define como “capacidad infraestructural”, mediante el fortalecimiento de la política fiscal, la nacionalización de las AFJP o las regulaciones sobre el Banco Central, el control de divisas o la exportación. Conquistó grados de soberanía que antes había entregado a las instituciones de crédito internacional. Pero el neodesarrollismo utiliza esas herramientas para fomentar el crecimiento sobre la base de la inversión privada, lo que atenta contra cualquier idea seria de planificación económica de largo plazo, por ejemplo en industrias básicas. Este esquema se repite pero agravado en la gestión del suelo urbano, donde no sólo no hubo planificación sino tampoco hasta 2012, un plan medianamente sólido de viviendas. Sucede otro tanto con los servicios públicos y el transporte, desfinanciados en función de no tocar tarifas. El modelo se enfocó en el aumento del consumo, en el supuesto de que ella es la base de la legitimidad electoral. Se puede tener un LCD en cuotas y tomar algunos días de vacaciones viviendo en un asentamiento sin servicios, en una vivienda insalubre y sufriendo inundaciones cada vez más periódicas.
En esta especie de estado de bienestar liberal las ayudas son focalizadas, las reglas para recibir estos derechos son estrictas y el estado asume un rol de mero coordinador y facilitador entre los agentes económicos y la sociedad, dejando al mercado como el principal agente de producción y distribución de la riqueza.
La idea del marketing penetró profundamente el ámbito de la política. Por eso la administración como la de Ciudad subejecuta las partidas presupuestarias destinadas a la urbanización pero sobreejecuta las de publicidad. Además, el marketing político impone un ritmo pragmático a la gestión que, apurado por los cuatro años de mandato acelera las pequeñas obras cosméticas que se ven en detrimento de la infraestructura básica, costosa e “invisible”.
El moralismo antipolítico surge allí donde crece el descrédito a los partidos, las instituciones estatales se vacían y domina una ideología privatista de la “sociedad civil”. Los medios masivos apelaron a este recurso como plataforma opositora al gobierno nacional. Pero ese discurso machacón y demagógico fue posible por el fracaso de la política en proteger a las personas y constituir comunidad. El ethos comunitario se manifestó por aquellos días no en el estado protector sino en la solidaridad popular. La oposición de derecha y los medios de comunicación han resaltado la solidaridad no como instrumento de una nueva política, de una forma distinta de concebir la relación estado-sociedad, sino desde su estrecha visión moralista y asistencial. Pero en la militancia de cientos de jóvenes que pusieron el cuerpo en aquellas jornadas se concebía una forma distinta de pensar y actuar la solidaridad. Ella se inscribía en la estrategia de la organización popular, en el impulso a la asamblea barrial, al reclamo, y también la reconstrucción colectiva, en la alianza estrecha entre territorio y universidad, recogiendo las mejores tradiciones del Cordobazo, reconduciendo la ética de la solidaridad a su campo más fértil, el campo de la acción política transformadora.
Propiedad y derechos ciudadanos
Bajo la lógica restauradora de la propiedad, la idea de los “derechos sociales” que habían sido puestos en práctica con mayor o menor fortuna en la segunda posguerra con el auge del keynesianismo tendió a desaparecer del debate político y de los programas partidarios. El derecho a la ciudad, que resume el derecho a servicios básicos garantizados y el derecho a la vivienda digna, no quedan más que como un registro constitucional perdido que no posee ninguna consecuencia práctica efectiva. El derecho a bienes comunes sustraídos de la capacidad adquisitiva parecen tan lejanos como aquellos derechos consuetudinarios que Marx mencionaba en 1843 respecto a los debates de la dieta renana respecto a los “robos de leña” por parte de leñadores que defendían los bienes comunes de praderas y bosques. David Harvey asume que el neoliberalismo impuso un nuevo ciclo de “cercado de campos” que refuerza los derechos de propiedad privada sobre los derechos de posesión públicos, valores de uso sustraídos a la valorización capitalista. Historiadores como E. P. Thompson habían documentado la encarnizada resistencia de las clases plebeyas por defender esos derechos enraizados en tradiciones seculares. Karl Polanyi subrayó el caso de Speenhamland, una localidad donde los nobles aseguraron el “derecho a la vida”, que en 1834, luego de 40 años, debió ser abrogada para permitir la creación de un mercado de trabajo mediante el abandono de la seguridad de las personas. La naturalización del absolutismo de la propiedad fue impuesta tras duras contiendas. Esa lucha se renueva de manera permanente. El derecho a la ciudad, que es un derecho a la restauración comunitaria del desastre dejado por la inundación, que implica la obligación del estado como instrumento jurídico de la comunidad de hacerse cargo, que implica el derecho a la vivienda y la infraestructura básica, el derecho al agua potable, el derecho a transitar sin riesgos, a vivir en un ambiente saludable, parecen colisionar con el señorasgo ilimitado de la propiedad y el valor de cambio como medida de todo. Las luchas populares deberán recoger del arcón de sus propias experiencias políticas, de las viejas conquistas del pasado, pero también de las luchas del presente, los mapas de ruta que permitan reconstruir esa “economía moral popular” basada en los derechos de ciudadanía. Muchos de estos derechos están consagrados constitucionalmente, y colisionan con los derechos legales de propiedad. Lo que se juega en los asentamientos del gran La Plata, en la isla Demarchi y en los terrenos de la ex Ciudad Deportiva de la Boca o la costa de Quilmes son los derechos ciudadanos de los pobladores de Villa Elvira y Los Hornos, de la villa Rodrigo Bueno o del barrio Mitre. Se juega el derecho a la ciudad sobre los derechos de propiedad de los desarrolladores inmobiliarios y el capital financiero, el derecho todos nosotros a disfrutar y a decidir y planificar democrática y colectivamente qué ciudad queremos sobre el totalitarismo de mercado que expulsa a los pobres de la ciudad y los margina en asentamientos insalubres, mientras el estado en todos sus niveles los invoca como la quintaescencia del desarrollo. Los derechos de posesión y usufrutuo del espacio público, los derechos a la vida digna no son compatibles con los de propiedad. El valor de uso no es traducible a valor de cambio. Esta colisión de derechos, que surge a cada paso, la presenciamos durante la inundación, en el choque de dos ciudades, la del capital y sus personeros, con sus oropeles políticos y sus vidas satisfechas y la del pueblo trabajador que vive hacinado en los suburbios, abrazados por la solidaridad popular y el activismo militante de cientos y miles de jóvenes.
Jorge Orovitz Sanmartino. Sociólogo UBA, integrante del EDI (Economistas de Izquierda) y de la Junta Comunal N° 7, CABA.
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