Revisando mis viejos y muy queridos archivos de papel, me topo, de pronto, con una entrevista realizada hace 30 años ya, publicada en Resumen Semanal de Granma, y después de releerla, la asociación de ideas no se hizo esperar. Salta a la vista por qué la desentierro hoy.
Fue uno de los ángeles exterminadores que nos mandó el cielo de la CIA. La entrevista tuvo lugar pocas horas después de su excarcelación, a punto de partir rumbo Norte. De piel muy blanca y ojos claros, a primera vista no parece cubano. Durante la conversación, que se realizó con su total consentimiento, Julio Marcelino Acosta Fuentes, Causa 116-65, se mostró algo nervioso: grandes manchas rojas le encendían la cara cuando se sentía incómodo. Nunca me sostuvo la mirada.
El “Caso petróleo” pasó a los anales de la infamia como uno de los planes criminales más siniestros que jamás se haya organizado contra Cuba: la voladura de la refinería Ñico López habría arrasado la ciudad de La Habana, su onda expansiva llegando más allá de Bauta, a 25 Km. de la capital.
De entrada me dice que el delito que se le imputó fue el de ser agente de la CIA, habiéndose infiltrado en Cuba en 1962, con la misión de suministrar datos de interés técnico y económico a los Estados Unidos. La historia comienza después de Girón cuando, siendo estudiante de ingeniería en la Universidad de Louisiana, conoció a dos jóvenes cubanos exiliados que recorrían los centros de enseñanza superior entrevistando y reclutando gente dispuesta a luchar contra el comunismo.
Según él, en un principio simpatizaba con la Revolución, “incluso, en esa ocasión, quise venir a pelear aquí, para defender a mi país. Pero después, cambié. Yo era muy católico, y vi en el marxismo un peligro para la fe, las creencias religiosas, un atentado a las formas tradicionales de vida de los cubanos. Por eso es que en un principio, esos dos que reclutaban me rechazaron por mi trayectoria revolucionaria, digamos. Incluso en la época de Batista, yo participé, de algún modo, en la lucha contra la tiranía. Era de esperar que no me aceptaran fácilmente en una conspiración contra el gobierno de Cuba”.
Pero todo puede resolverse, ¿no? Entonces, me dice, “forcé la situación, y me aceptaron, pero me dijeron que ellos eran solamente subagentes de la CIA. Yo, en aquella época, no sabía muy bien qué era la CIA. Quizá parezca ridículo decirlo hoy así, pero yo vivía en los Estados Unidos, y se hablaba mucho del FBI, pero no de la CIA. Además, cuando Girón, la CIA mintió a la opinión pública diciendo que ella no tenía nada que ver con el desembarco frustrado. No trato de hacerme el bueno, digo cómo pensaba yo entonces. Cuando Fidel anunció lo del marxismo, ya todo cambió. Había que combatirlo”.
Una vez graduado de ingeniero, decidió regresar a Cuba para integrarse a las filas de la contrarrevolución. Como no había recibido una respuesta definitiva de sus reclutadores, “mandé un telegrama a la CIA. Parece una cosa de loco, pero fue así”. Estando en Miami, mientras esperaba el permiso de entrada a Cuba, otro agente de la CIA lo contactó. Recibió entrenamiento en escritura secreta, “pero yo no sirvo para espía, soy un fracasado. Creo que se demostró ampliamente, ¿no?”
Ya en Cuba, debía enviar información de tipo económico. Traía los materiales necesarios, afirma, “papel especial, pastillas para revelar, etc.” Entonces se puso a buscar trabajo. Contaba con amigos que estaban en el sector del petróleo, y fue así, siempre según él, como entró a trabajar en la refinería Ñico López, de La Habana, una pieza clave en la economía del país. “Y, en seguida, comencé a mandar información: datos sobre inhibidores, lubricantes, compras en el extranjero de piezas de repuestos, de nuevos equipos. Me relacioné con técnicos desafectos que, naturalmente, eran propensos a suministrar información.”
En cuanto a la paga, “aunque uno no quiera recibirla, la CIA la deposita en un banco. Yo no la quería. Decidí que se la dieran a mi hermano, en Estados Unidos. Rechazaba el hecho de sentirme comprado. Creía que luchaba por una ideología, no por dinero... Bueno, que con el envío sistemático de información, me fui ganado la confianza de mis jefes de allá”.
Y llegamos al meollo del asunto: el paso a cosas más serias... “Sí, un sabotaje. Hacer volar la refinería Ñico López.” Afirma no acordarse muy bien si la CIA se lo propuso a él, o él se lo propuso a la CIA, ¡vaya detalle! “Me mandaron catálogos para estudiar la forma de modificar el sistema de información y disponer de una planta receptora-transmisora. Recibí la orden de evaluar las posibilidades reales de llevar a cabo el sabotaje, que paralizaría la zafra, la economía de todo el país, que podría provocar la caída del gobierno. Yo, en esa época, estaba muy confuso, me sentía obligado por una responsabilidad que tenía que asumir, quizá, también, porque el sabotaje era una forma de terminar con todo, hasta con mi propia vida”.
Y con la vida de cientos de miles más, le hago notar, pero sólo se estruja las manos, nervioso, mientras se le incendia la cara de tachas rojas. Para ese fin recibió explosivos y dinero, ya que debía reclutar a algunos “ayudantes”, asegurar el transporte y llevar a cabo, y con todo éxito, por supuesto, la exfiltración, es decir la huida de Cuba. Aclara haberse negado a organizar una red, ya que siempre cabe la posibilidad de una penetración por parte de los órganos de la Seguridad cubana. Corría el año 1965.
Como me había dicho que era profundamente religioso, le confieso no comprender cómo pudo combinar la doctrina del “amor al prójimo” con la muerte certera de tanta vida inocente, a lo que me respondió: “Su pregunta es correcta. Sí, se iba a realizar una matanza a gran escala, ése era un acto de guerra, pero en la guerra siempre hay matanzas de inocentes”, pero no quiere explayarse sobre “la guerra” no declarada del imperio contra Cuba.
La voladura de la Ñico López no tuvo lugar. ¿Qué falló? “El que falló fui yo. Pienso ahora que la Seguridad del Estado me tenía controlado, que me seguía los pasos de cerca, y ante la inminencia del sabotaje, era lógico que me sacara de circulación. Representaba un peligro demasiado grande. Cuando me detuvieron, fue porque se tenía suficientes pruebas para hacerlo”.
Expresa haber sentido entonces un gran alivio. “Sabía que con la mitad de los cargos que pesaban sobre mí, podían fusilarme. Estaba convencido de que se me impondría la pena capital. Y no me fusilaron. Los jueces fueron generosos, se me trató bien. Quizá influyó el hecho de que yo era muy joven, pero también sé que el ser ingeniero agravaba mi caso, pues yo sabía muy bien, técnicamente, todo lo que podía pasar. Tenía pleno conocimiento de las consecuencias del crimen que iba a cometer.”
Fue condenado a treinta años de cárcel y “estaba casi contento, la condena era benigna. Jugué y perdí. Pero se me perdonó la vida y tenía que pagar. Me acogí entonces al plan de rehabilitación. Cuando estuve a punto de perderla, me di cuenta de que amaba la vida”.
Sobre el atentado a un avión de Cubana de Aviación, frente a las costas de Barbados, en 1976, en el que murieron las 73 personas que iban a bordo, piensa que fue “un hecho salvaje”, para en seguida añadir: “Usted podrá pensar que es cinismo mío, y decirse, este tipo, que iba a volar una refinería de petróleo, ahora me sale con que lo de Barbados fue un crimen... Pero era otra época, era la guerra, eso sí fue un crimen de inocentes. No olvide que el que le habla tiene hoy 39 años, y cuando aquello, sólo 25.”
Y sigue sin querer explicar su concepto de “guerra”... En fin, excarcelado el 19 de septiembre de 1979, mediante indulto, se apresta a volar a los Estados Unidos. Ni pena de muerte, ni los treinta años que le impusieron. Apenas catorce. “Me voy porque quiero olvidar, rehacer mi vida en donde nadie me conozca. Y un día, quizá, volver. Pero necesito que pase un tiempo. Cualquiera sea mi futuro, estoy tranquilo. Llegué a Cuba como enemigo acérrimo, lleno de odio. Cumplí mi sanción, bueno, en parte, porque fueron muy generosos. Ya no soy enemigo. Soy neutral, estoy tranquilo”.
La entrevista finaliza, pero antes me pide agregar algo más: “Hago frente a estas declaraciones, me guste o no, porque hay que decir la verdad. Puede que alguien crea que me han hecho un lavado de cerebro, pero nunca olvidaré que, a pesar de ser un enemigo violento, generosamente se me perdonó la vida”.
Quizá al lector le suceda lo mismo que a mí. Porque es imposible, después de leer estas líneas, no pensar inmediatamente en los cinco Héroes cubanos, presos y castigados ciegamente, con toda saña, más allá de toda lógica y raciocinio, por el sólo hecho de haber intentado descubrir e impedir que se cometan acciones terroristas como la que acabamos de leer, y cuántas más que no conocemos, justamente porque ellos, o patriotas revolucionarios como ellos, las hicieron fracasar.
El comportamiento de la justicia cubana refulge como el oro. La de los Estados Unidos, enlodada como está, se torna invisible.
No podremos dormir en paz hasta que René, Fernando, Gerardo, Tony y Ramón estén de regreso en casa, junto al pueblo desvelado que sufre esta ausencia, que padece el castigo de saberlos prisioneros de un imperio despiadado que se cobra, con ellos, tanto polvo mordido, tanta derrota infligida por este pequeño país de gigantes.
Hay que hacer como dice una hija de Ramón: “Cuando me despierto, me digo: ¡Este día va a ser también de lucha!”.
Luchemos, pues. Sin cansancio, sin desmayo.
Ana María Radaelli, periodista y escritora argentina radicada en Cuba.
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