domingo, 28 de junio de 2015
De cómo unas mujeres hicieron un día un libro
Los años setenta en la Argentina eran momentos de notables producciones intelectuales. Nadie dudaba del cuño cosmopolita de Buenos Aires, entre 1960 y 1970. A lo largo y ancho del camino, se encontraban la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA) que había incorporado a un público masivo a través de la venta de libros baratos en kioscos callejeros. Otro caso era Sudamericana que consolidaba el “boom” de la literatura Latinoamericana; mientras Emecé publicaba a los escritores nacionales más selectos.
Al mismo tiempo, convivían otros emprendimientos editoriales con un perfil autogestivo por fuera del mercado comercial. Tales como Tiempo Contemporáneo, La Rosa Blindada, Ediciones De la Flor, Insurrexit, Galerna, Rodolfo Alonso, Pasado y Presente; sin olvidar al Centro Editor de América Latina.
Por lo tanto, se podría decir sin caer en presuntas vanidades que editoriales sobraban y mecenas también. En líneas generales, eran grupos e individualidades animadas por las inquietudes por parte del movimiento estudiantil universitario, intelectuales independientes, sindicalistas revolucionarios como también incipientes colectivas feministas. Una estela de membrecías con o sin afiliaciones pero con un alto grado de politización o laxamente encuadrados en los partidos comunista, socialista y trotskista.
A la vez, a ello se sumaba la tradición del arrojo y la vitalidad de las corrientes anarquistas que con sus flujos y reflujos supieron engendrar una prolífica traza cultural de la que aún quedan retazos. A esta invasión de editoriales acompañaba el proceso de modernización del periodismo argentino que se presentó de manera elocuente en el universo de la gráfica, siguiendo las tendencias de los Estados Unidos y de las principales capitales del viejo continente.
Durante la década del 60, se registró el punto más alto en la curva de crecimiento de la industria editorial comercial, sumado a los cambios en las estrategias periodísticas con la aparición de revistas cada vez más competitivas y especializadas y, al mismo tiempo, se incorporaron nuevos productos como fue el lanzamiento de libros.
Ese panorama movilizaba la búsqueda de complicidades, o bien, de convencimientos del lector con una retórica directa y con una capacidad de articular el dictado modernizador con las aceleradas transformaciones de las ideas. De igual forma, asomaba un público ávido, dispuesto a acompañar el proceso de cambiarlo todo y en el menor tiempo posible ya no sólo con palabras sino con hechos. De este modo, materiales culturales de los más variados géneros y estilos retroalimentaron las innovaciones que se produjeron en el interior de la vida cotidiana, la familia nuclear, la pareja monogámica, la escuela y demás instituciones tradicionales y reguladoras de la norma, huella distintiva de la época. Por ejemplo, la expansión de la industria editorial provocó una mayor apertura y actualización de temáticas con nuevos perfiles y con la dimensión contracultural desde el prisma de las rebeliones. De ahí, la presentación de publicaciones de mujeres como también la incorporación masiva de periodistas femeninas en las redacciones de los diarios y revistas de información general. De alguna manera, este fenómeno inaugural rompía con los perfiles y esquemas anteriores a esta década. A esta altura del análisis no es necesario rehacer aquí las apuestas y los proyectos que pulularon y armaron base en el terreno de la lucha política y cultural no sólo en nuestra región sino en las principales urbes de Occidente.
Tomar la palabra
El 4 de agosto de 1972 apareció en las librerías de Buenos Aires Las mujeres dicen basta; a cargo de las feministas Mirta Henault y Regina Rosen. Fue el primer libro publicado por Ediciones Nueva Mujer, bajo la responsabilidad económica de Pedro Sirera, editor de la obra completa del historiador Milcíades Peña. Cuando él se suicidó, su oficina quedó vacía. Su viuda, Regina Rosen, decidió ocuparla y la invitó a Henault que la acompañase. Allí, juntas empezaron a leer la correspondencia que Peña recibía. Llegaban revistas, libros y publicaciones de todas partes del mundo y muchas de ellas reproducían textos de teóricas feministas. Históricamente, el trotskismo internacional, en especial, el estadounidense y el francés, dudaba que su ejercicio intelectual y de lucha fuera concebible si no se ampliaban las fronteras de sus debates. En ese contexto, se pensó la cuestión del compromiso revolucionario combinada con una articulación progresiva de temáticas, lecturas y referentes sea del movimiento feminista como del de las minorías sexuales. Razón por la cual, estas dos mujeres, ligadas también al trotskismo, descubrieron el Arca de Noé al alcance de sus manos. Tanto una como otra tenían afinados sus oídos para escuchar el llamado de sus pares feministas a intervenir en el combate.
Las mujeres dicen basta contiene tres capítulos: el primero “La Mujer y los Cambios Sociales. La Mujer como producto de la historia”, escrito por Mirta Henault; el segundo “El trabajo de la mujer nunca se termina”, de la canadiense Peggy Morton; por último, el tercero “La Mujer”, de la argentina-cubana Isabel Larguía.
Para Henault el libro empezó a rodar y sin más se desligaron de todo compromiso, es decir, no lo presentaron en las librerías ni tampoco lo hicieron circular por las redacciones de los medios gráficos para que fuese reseñado. En realidad, al ser entrevistada ella acota que “las únicas personas que lo difundieron fueron nuestras amigas que trabajaban en el diario La Opinión”. Así fue que frente a este canon feminista hubo una apuesta jugosa por parte de las escritoras que integraban el staff de ese elocuente medio gráfico (la escritora Tununa Mercado y la diseñadora Felisa Pintos), a diferencia del resto de los periódicos y de las revistas literarias que cerraron bien el pico. Sin embargo, la posibilidad de una revolución a la vuelta de la esquina bastó para el arrojo. Por lo que testimonia Henault, no resultó tan peliagudo editar: “Las razones que me llevaron a hacer ese libro, lo diseñé por impulso, de pura lanzada nomás. A mí siempre me gustó escribir. A Sirera, su impresor, no hubo necesidad de persuadirlo, fue Regina Peña, quien le acercó los trabajos y le propuso sacar el libro. Se lo entregamos así como lo habíamos organizado y aceptó gustoso. Así, fue que nosotras nos desentendimos y él se encargó de su distribución”. De esta manera, se publicó Las mujeres dicen basta de forma tan natural como la vida misma. Evidentemente, la ilusión de protagonizar acontecimientos con una alta probabilidad de ser consumados, otorgaba la ilusión de enfrentarse a una serie de oportunidades sin dar nada a cambio.
El diario La Opinión en su artículo “Tres ensayos de interpretación crítica sobre las luchas de la liberación femenina”, del 18 de enero de 1973, tomaba posición con el siguiente comentario: “Ella lleva a cabo una revisión de la realidad de las mujeres a través de los grandes movimientos sociales de la historia: la revolución industrial, la creación de las democracias populares de la Unión Soviética, China y Cuba. De su largo y prolijo análisis surge que, a pesar de los avances obtenidos en estos países, la liberación de las mujeres y el desarrollo total de sus potencialidades es aún una tarea a realizar las mismas. Las mujeres deben luchar por su propia liberación.”
El dúo de dos: Isabel Larguía- John Dumoulin
Entre tanto, Mirta y Regina proseguían con la idea del armado del libro, entonces se comunicaron por carta con Larguía, instalada en Cuba. Conocían a su prima Susana que junto con Victoria Ocampo y María Rosa Oliver habían fundado la “Unión de Mujeres Argentinas”, en 1936. Isabel, una rosarina de pura cepa, emigró en la década del 50 a Francia y luego, tras el triunfo de la revolución caribeña, se trasladó a ese país, de ron y revoltijos, para ponerse al servicio de la causa insurreccional. De inmediato, conoció a John Dumoulin, un norteamericano doctorado en Harvard, que también se radicó allí. Sin demasiadas vueltas, entre ellos venció el amor tanto como la revuelta en la isla. Con el tiempo, la pareja Larguía-Dumoulin, en 1969, publicó en Partisants una versión de su ensayo con el título “Contra el trabajo invisible”. A partir de ese momento aparecieron nuevos trabajos que les permitió más tarde ampliarlo y circuló con otro nombre Hacia una ciencia de la liberación de la mujer, editado en la revista Casa de las Américas. Con esta primera producción del feminismo marxista en América Latina, ambos acuñaron la noción de trabajo invisible. Tal concepto explicaba la invisibilidad de la actividad socioeconómica de las mujeres y su raíz en las labores domésticas como así también su reproducción en la fuerza de trabajo. Ellos sospechaban que esa idea novedosa y significativa que permitía explicar lo que aún era inexplicable, rodaría por el mundo apenas fuese conocida.
El texto de Larguía-Dumoulin por más que circuló con anterioridad, al ser publicado en Las mujeres dicen basta obtuvo una repercusión insospechada y quedó sellada una amistad a la distancia. En simultáneo, Mirta y Regina proseguían sus lecturas con la misma tenacidad que las hormiguitas obreras y de tanto revolver encontraron en la revista estadounidense Leviathan un artículo de Peggy Morton, “El trabajo de la mujer nunca se termina”. Les gustó y mucho, pero como la autora vivía en San Francisco, no hubo oportunidad de consultarle si aceptaba aparecer en un libro compilado por dos argentinas aún no conocidas más allá de las fronteras. Entonces, lo editaron en forma de extracto. Recuerda Henault que “fue Regina quien tradujo a Morton al castellano”. Mientras que en el artículo mencionado más arriba del diario La Opinión consideraba lo siguiente: “La autora estadounidense hace un análisis de la familia en el capitalismo avanzado y señala que es en ella donde, en realidad, se determinan los roles e imponen el autoritarismo patriarcal. El capitalismo genera una explotación de las mujeres como mano de obra asalariada y como ejército industrial de reserva para mantener los bajos salarios. Plantea la organización en sus lugares de trabajo y fuera de ellos”.
Al final de cuentas, Las mujeres dicen basta centró su estudio y discusión sobre cuestiones relacionadas con el mundo de las mujeres en la vida cotidiana y familiar como su inserción en la producción industrial. No cabe duda que ambas recopiladoras lograron articular, como si fuese una pareja indisoluble, la teoría feminista junto con el marxismo. Así, con tal fórmula transitaban en la dirección que las europeas y estadounidenses estaban presentando batalla. Es posible que representase el primer libro de esas características ideológicas no sólo en la Argentina sino también en América Latina, hasta iniciados los años ochenta. Lo cierto fue que apuntaban a un mismo público con un sesgo feminista, intelectual y profesional. No eran precisamente de fácil lectura como podrían resultar en el presente. En ese pasado la teoría feminista se hallaba en paños menores y su divulgación no traspasaba los grupos de lectura o de reflexión dentro de las colectivas feministas. Entre tanto, los textos que inauguraron nuestra senda alrededor de la temática de género, eran pocos y no todos recién salidos del horno. Hablamos de La mujer en la vida nacional de Fryda Schultz de Mantovani (Edición Nueva Visión, 1960); La Mujer en el mundo del trabajo de Elena Gil (Ediciones Libera, 1970). Luego de un tiempo apareció Para la liberación del Segundo Sexo, prologado por Otilia Vainstok (Ediciones de La Flor, noviembre de 1972).
Fueron las primeras obras en trasladar los colosales argumentos que asomaban en los feminismos centrales, por caso la disputa por el aborto legal llevado a cabo por el MLM en Estados Unidos e Inglaterra. En esa dirección, el advenimiento de estos textos, sobre temáticas de mujeres escritos y prologados por mujeres, se presumía sentar una posición relacionada a las polémicas medulares, a la par de las corrientes internacionales. Incluso, impulsó una fugaz intervención pública que, aunque efímera, a la larga se integró más al accionar político que al académico.
Se podría inferir que se pensaron como herramientas ideológicas para aquellas feministas que se proponían enfrentar políticamente a la opresión de las mujeres sin excepción, a la explotación económica, a las guerras y al colonialismo. Hubo notables coincidencias de sus mentoras por más que no se hayan propuesto acordar en un proyecto motivado bajo un mismo espacio y tiempo. Pese al empeño titánico que implicaba cimentar esa gesta inaugural, estas escribas trabajaron por separado. No sabemos si se conocían o si se reconocían entre sí como figuras quijotescas plantadas para un naciente activismo dentro del abanico ideológico de los años setenta en nuestro país. Hasta el momento no hay verdades reveladas. Lo real fue que los medios de comunicación de antaño, si bien difundían y propagaban la inventiva del movimiento feminista no operaban de la misma manera con la aparición de publicaciones locales tales como las que estamos analizando. Todavía no había nacido la crítica literaria como un género tan desarrollado como en la actualidad. Antes, la difusión se hacía de boca en boca, sin el apoyo de revistas y de suplementos especializados que orientaran certeramente a los lectores.
De todos modos, Las mujeres dicen basta no deja de ser una beneficiosa intención a partir del momento en que representó la primer tentativa teórica feminista desde estas lejanas tierras. Se constituyó en un punto de partida que más adelante sostendría el itinerario de la producción feminista a futuro. De ahí que es imprescindible considerar el proceso de modernización de la industria cultural en nuestro país para entretejer sucesos que se presentaban aislados pero que por sus perfiles ameritaban coincidencias. Además, para reflejar el escenario en el cual activaban y se movían nuestras paladinas con un espíritu de afinidad que sellaron a lo largo de su camino tanto político- intelectual como ensayístico.
Mabel Bellucci
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