Entre el 1º y el 9 de mayo de 1909, hace exactamente cien años se desarrolló en Argentina una huelga general que paralizó las principales ciudades del país (Buenos Aires, Rosario, Bahía Blanca) y en la que, a pesar de la ocupación policial y militar, se sucedieron en Buenos Aires las manifestaciones y actos callejeros y los enfrentamientos con la policía.
El hecho comenzó el 1º de mayo en que, como ya era habitual desde hacia veinte años, los trabajadores de todo el mundo rendían su homenaje a los Mártires de Chicago y conmemoraban el inicio de la lucha por la jornada de 8 horas. Esta conmemoración se hacía en momentos en que el sindicato del Rodado había declarado una huelga contra un código municipal de Penalidades y contra la libreta de identidad que sostenía el jefe de la Policía de la Capital, coronel Ramón Falcón, el mismo que se había destacado menos de dos años antes por la saña puesta en los desalojos de conventillos, durante la “huelga de inquilinos” de 1907.
En Buenos Aires se realizaban dos actos y manifestaciones: los anarquistas se concentraban en Plaza Lorea (parte de la actual Plaza Congreso) para marchar hacia la Plaza Mazzini, donde pocos años antes la policía había baleado a la manifestación obrera; el partido Socialista concentraba a sus adherentes en Plaza Constitución, para marchar hacia Plaza Colón (detrás de la casa de gobierno).
Los relatos de testigos presenciales señalan la tensión que reinaba donde debía realizarse el acto anarquista, donde incluso había ambulancias, como previendo lo que iba a ocurrir. Y también la actitud provocativa del impopular coronel Falcón, que se desplazó con su automóvil en medio de la multitud obrera.
Antes de que pudieran hablar los oradores, cuando la manifestación anarquista estaba en la Avenida de Mayo, un disparo, que distintas fuentes coinciden en calificar como una provocación policial, dio lugar al ataque con disparos de revólver y sablazos por parte de las tropas del Escuadrón de Seguridad comandado por Jolly Medrano. Aunque algunos manifestantes respondieron con sus revólveres, según recuerda el militante anarquista Diego Abad de Santillán, “fue imposible hacer frente al ataque imprevisto y la muchedumbre enorme se desbandó”, dejando en el terreno 8, 10 ó 12 muertos, según las distintas fuentes, y más de cien heridos.
Conocida la noticia en la manifestación socialista, se enlutaron las banderas, las bandas tocaron marchas fúnebres y, comenzado el acto, el primer orador, Enrique Dickmann, que había sido testigo de la masacre, invitó a declarar la huelga general. Es de destacar que los socialistas eran renuentes a utilizar ese instrumento de lucha, lo que indica la magnitud del hecho.
El domingo 2 de mayo tanto la FORA anarquista como la UGT sindicalista y los sindicatos autónomos declararon la huelga general por tiempo indeterminado, reclamando la libertad de los presos, la reapertura de los locales obreros y la abolición del Código de Penalidades. La huelga paralizó casi completamente a Buenos Aires, estimándose el número de huelguistas entre 200.000 y 300.000, y se extendió a Rosario, La Plata, Junín, Lomas de Zamora, Bahía Blanca, San Fernando, Tigre y otras localidades.
La ciudad fue ocupada por tropas del ejército y de la policía: todos los vigilantes de esquinas fueron armados con fusiles máuser y más de 5000 soldados (dos regimientos de artillería y tres de caballería, seis batallones de infantería y dos de ingenieros, y 1500 hombres de las escuelas de tiro) fueron movilizados con la orden de atacar sin piedad a los huelguistas: el periódico socialista La Vanguardia relata que un jefe militar ordenó a los conscriptos que custodiaban los tranvías “al que grite ‘carnero’, una bala”.
El martes 4 entre 50 y 80 mil personas se reunieron frente al edificio de la Morgue para realizar el entierro de los muertos, pero la policía no entregó los cadáveres. Una multitud se reunió en el cementerio de la Chacarita, hablaron varios oradores y al regresar encolumnados, en la esquina de Corrientes y Darwin se produjo un choque con la policía que dejó setenta heridos y ciento veinte presos. Al día siguiente hubo nuevos choques callejeros entre manifestantes y policías en Barracas y después de un acto socialista en Constitución, donde fueron muertos dos obreros. El 6 continuaron los actos y manifestaciones en la ciudad ocupada y el 7 estalló una bomba que mató a una persona.
Finalmente el presidente de la Nación comisionó al presidente provisional del Senado para que se entrevistara con una comisión de la F.O.R.A., la U.G.T., los sindicatos autónomos y la Federación de Obreros del Rodado. El sábado 8 comenzaron los contactos con la cúpula del gobierno, que el día anterior había derogado el Código de Penalidades. Muchos presos fueron puestos en libertad, aunque algunos seguían encarcelados un año después, cuando se declaró una huelga general por su libertad, que culminó en los luctuosos hechos del Centenario.
Aunque entre los reclamos estuvo la renuncia del jefe de policía el gobierno no aceptó esta demanda. Pero este relato quedaría incompleto si no recordáramos que seis meses después de ocurridos los hechos que acabamos de referir el joven obrero anarquista Simón Radowitzky terminó con la vida del coronel Falcón, arrojando una bomba dentro de su coche.
Varios son los rasgos de la Semana Roja que la convierten en un hito en las luchas obreras. En primer lugar la unidad de los trabajadores en la calle, superando las diferentes concepciones políticas e ideológicas presentes en el movimiento obrero. También la decisión de enfrentar a un gobierno y un sistema que negaban a la clase productora la participación en la riqueza que habían generado (producción que colocaba a Argentina entre las naciones más ricas del mundo, como nos recuerdan insistentemente hoy los apologistas del liberalismo que pintan con los mejores colores aquel momento histórico) mientras la sometía a humillaciones como las que imponía el Código de Penalidades.
Y, quizás lo más importante, por primera vez el gobierno nacional, en la figura del presidente provisional del Senado y, de hecho, vicepresidente de la Nación, debió sentarse a negociar con las organizaciones obreras y aceptar sus exigencias.
El movimiento obrero argentino comenzaba a ocupar un lugar destacado en la lucha política y cabe preguntarse en qué medida las leyes electorales que se dictarían durante el próximo gobierno de Roque Sáenz Peña no tuvieron entre sus motivos el tratar de canalizar las demandas obreras por la vía electoral y parlamentaria, aleccionado por los hechos de la Semana Roja.
Nicolás Iñigo Carrera (especial para ARGENPRESS.info)
No hay comentarios:
Publicar un comentario