La escalada de precios desnuda el control de las grandes cadenas alimenticias, y plantea la organización del sector junto a la clase obrera, por una salida superadora.
Desde que se declaró el aislamiento social y obligatorio es noticia que las ventas en supermercados subieron exponencialmente, así como los precios de los productos. Pese a la ley de góndolas -que establece topes a las grandes empresas en los supermercados y regula la composición de productos en las góndolas- y a los precios máximos fijados por la Secretaría de Comercio -que abarca a 2.000 productos-, desde hace semanas somos testigos de los aumentos indiscriminados en los precios, así como de su escasez y de las compras a sobreprecio por parte del Estado.
Uno de los casos más emblemáticos es el de las frutas y verduras, con aumentos de hasta más del 100% en los grandes centros urbanos. Si bien en parte esta suba puede explicarse por la menor oferta de productos debido a las consecuencias que genera la cuarentena en la actividad, la respuesta más bien se relaciona con una cadena de comercialización privatizada, donde tienen protagonismo los grandes mercados de concentración, empresas de logística y las principales cadenas de supermercados que aumentan precios y controlan stocks. Es decir, tanto los aumentos como el desabastecimiento están vinculados a la concentración de la producción y a la especulación capitalista. Aspectos que, además de afectar negativamente a las y los consumidores, no redundan en ningún beneficio para la pequeña agricultura familiar que produce los alimentos.
Entre la provisión de alimentos y la precarización laboral
Gran parte de las frutas y verduras que consumimos en las ciudades provienen de producciones familiares que se encuentran en los cinturones hortícolas del país, reconocidos por sus altos niveles de productividad. Estos espacios se componen de diversos usos del suelo donde se destaca, desde hace años, la expansión residencial a través de la construcción de grandes emprendimientos como countries y barrios cerrados; algo que redunda en el aumento del precio de la tierra y una constante presión urbana para transformar su carácter productivo, afectando directamente a la agricultura familiar que allí se desenvuelve.
La agricultura familiar está definida por una gran heterogeneidad social. Si bien se vincula con elementos identitarios y culturales, la soberanía alimentaria y la idea de la conservación del patrimonio familiar, lo que se destaca es la mano de obra familiar en el proceso productivo, aunque con algunas particularidades: abarca a distintos productores que se diferencian en el nivel de capitalización, la extensión y el acceso a la tierra, la posibilidad del contrato de trabajo asalariado y estacional, entre otros aspectos que acentúan su carácter capitalista. Para poder participar en el mercado y competir con las ventajas económicas y técnicas de las grandes producciones, estos productores/as además de la utilización de agroquímicos, o bien desarrollan altos niveles de autoexplotación y acuden a la asistencia estatal para sostenerse; o bien aquellos más capitalizados intentan aumentar la productividad del trabajo mediante el acceso a créditos para incorporar tecnología, y realizando una alta sobreexplotación de la fuerza de trabajo de la que disponen.
Con tan solo 13,5% de la superficie agraria, el sector de la agricultura familiar representa el 75% de los productores del país, y produce más del 60% de las verduras, y sin embargo está subordinada a la agroindustria corporativa y la dinámica de un mercado que es de unos pocos (Diego Montón, Vía Campesina, 20/4).
En tiempos de pandemia, donde crecen los cuestionamientos en todo el mundo acerca de la depredación del ambiente y la devastación de los ecosistemas que produce el capitalismo, toma protagonismo el rol de la agricultura familiar en la producción de alimentos saludables.
La pregunta entonces es inevitable: ¿puede funcionar como una alternativa al modelo del agronegocio? O, mejor dicho: ¿es viable la agricultura familiar como proveedora de alimentos en el contexto de la violenta expropiación de la acumulación capitalista? Los planteos que sostienen que sí, se encuadran en la tendencia a una “vuelta a la pequeña producción” que ha sido históricamente superada por el desarrollo de la concentración del capital.
La situación de la agricultura familiar en pandemia
La llegada del coronavirus implicó para la agricultura familiar mayores dificultades para comercializar y garantizar los alimentos que consumimos, en tanto se modificaron las tareas de cosecha, se produjeron faltantes de insumos y materias primas, y restricciones en el transporte y circulación. La situación empeora como consecuencia de la suspensión de las ferias de abastecimiento local y el cierre de muchos puntos de venta directa, ejerciendo una presión muy grande para poder hacer frente a los alquileres de las tierras y sostener la actividad.
Ante esto, desde el gobierno nacional se dictaron una serie de medidas como prohibir desalojos, congelar los precios de arriendo y otorgar prórrogas de contratos vencidos hasta el mes de septiembre, así como la posibilidad del pago de deudas en cuotas. Esto no forma parte de una solución real si tenemos en cuenta que se trata de una actividad sin convenio colectivo de trabajo, de gran precariedad y desprotección (con muchas/os productores que deben utilizar agrotóxicos para poder sacar la producción) y con gran desventaja para competir y vender. Se suma, igualmente, que muchos/as ven imposibilitado realizar su trabajo dado el contexto actual. Se trata, entonces, de una política que al fin y al cabo redunda en un beneficio para los dueños de los establecimientos, quienes finalizados los plazos estipulados recibirán los montos que habían fijado previamente o la totalidad de eventuales deudas acumuladas.
La posibilidad de sostener la actividad, entonces, queda en manos de las y los productores familiares. Los “lineamientos de buenas prácticas” del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca enfatizan en la importancia de los procedimientos de limpieza, desinfección e higiene personal (lavado de manos), la división de jornadas de trabajo y la sanitización de transportes que distribuyen los alimentos; pero cae sobre las propias familias el peso de hacerse cargo de garantizar los controles de temperatura en los establecimientos, la provisión de jabón líquido de manos y papel de secado, alcohol en gel, guantes, barbijos y equipos para desinfectar.
Muy lejos está esto de una intervención del Estado en clave de mejorar las condiciones de la agricultura familiar. Ni siquiera en medio de la crisis sanitaria se avanza contra aquellos intermediarios que especulan con los precios, obteniendo ganancias desproporcionadas respecto a lo que obtienen las familias productoras; no hay asistencia que funcione siquiera como un paliativo frente a la crisis, ni mucho menos se plantea generar una real participación del sector en la cadena productiva.
Una medida progresiva podría venir de cobrar un verdadero impuesto a la riqueza a ese 1% que posee el 36% de las tierras, pero los impuestos a las grandes fortunas parecen archivarse frente a las presiones patronales. En este cuadro, desde el Partido Obrero promovemos ir a fondo con los impuestos progresivos al gran capital, planteando un gravamen especial a las ganancias de los bancos, mineras y el capital agrario que han sido los grandes ganadores estos últimos años. Asimismo, planteamos la eliminación de pagos de alquileres a quienes trabajan sus propias parcelas y suspensión efectiva de desalojos, al igual que la entrega de elementos de higiene y salubridad para las familias y establecimientos, tratándose de un sector que produce alimentos en medio de la pandemia.
A propósito de la “economía popular”
Muchas organizaciones catalogadas bajo la insignia de “emprendedores de la economía popular”, en las últimas semanas se han ocupado de garantizar el abastecimiento de alimentos a la población urbana sin intermediarios (“a precio justo”), puerta a puerta a poblaciones de riesgo y realizando donaciones de bolsones a comedores de las villas. Estas organizaciones funcionan como una rueda de auxilio del Estado en un contexto de profundización de la crisis sanitaria y económica, donde no llegan los alimentos a quienes más los necesitan, los precios son cada vez más altos y la recesión frena el consumo hasta de los elementos básicos para sobrevivir.
Muchas de ellas plantean su incorporación al Estado para gestionar políticas para el sector, promueven la generación de créditos blandos para que las familias accedan a la tierra, y la compra desde el Estado de sus alimentos para ser comercializados a precios populares en los barrios. La idea de que el Estado otorgue créditos en un contexto de arriendo generalizado de grandes empresas, o que compre alimentos a la agricultura familiar en un contexto donde priman los intereses capitalistas y los negocios con las grandes empresas que manejan la estructura de comercialización por un lado no se aplica, y por otro no resolvería el principal problema que es el dominio del capital concentrado sobre el comercio y la producción.
Sucede lo mismo con la promoción de almecenes y ferias locales que funcionan como puntos de venta directo “de productor a consumidor”, abaratando el costo de los alimentos ya que casi no hay intermediarios que alteren tanto el precio. Además de ser una parte de la población específica la que suele acceder a estos lugares -generalmente los sectores medios-, tampoco constituyen una solución de fondo al problema general del acceso y encarecimiento de los alimentos, ni al de los salarios y mejora en las condiciones de vida de productores/as (incluso en muchos casos terminan vendiendo a través de modalidades tradicionales porque implica menos esfuerzo y no hay una alteración significativa de sus condiciones).
La capacidad requerida para esto implica alcanzar un alto nivel de la actividad logística, hoy acaparada por empresas capitalistas que bloquean las posibilidades del desarrollo comercial de la economía popular. Estas empresas son las mismas que imponen las condiciones de venta, fijan y aumentan los precios, controlan stocks y pactan su exclusividad con el Estado e intermediarios, marginando cualquier otra relación comercial. Por lo que, en estas condiciones, la economía popular seguirá destinada a formar parte de circuitos alternativos que compiten de manera marginal, en tanto no pueden reemplazar la estructura de comercialización de alimentos del régimen actual.
Es necesario garantizar los salarios y condiciones de convenio para todos los trabajadores/as de la agricultura familiar. Para ello, es necesario desmantelar la alianza de los monopolios de la industria alimentaria con el Estado, mediante la apertura de los libros de quienes manejan la comercialización y logística, y su reemplazo bajo control obrero y campesino, al igual que en las etapas de la producción de alimentos. El acceso al crédito debería ser garantizado por una banca única a cargo del estado, bajo control obrero.
La alimentación como servicio esencial en medio de la cuarentena no puede quedar supeditada a los intereses de las corporaciones, que ven en esta crisis una oportunidad para enriquecerse con precios confiscatorios violando hasta las normas más elementales. Es necesario conocer los verdaderos costos de lo que consumimos, sobre todo teniendo en cuenta que los precios actuales ni siquiera se traducen en ingresos y beneficios para la agricultura familiar que produce los alimentos.
La necesidad de la independencia política
Las organizaciones de la economía popular plantean en su mayoría constituirse como un modelo económico alternativo, pero contradictoriamente, en los marcos del régimen actual. La promoción que se hace del “comercio justo” y saludable encuentra rápidamente sus límites, ya que la agricultura familiar y los rubros amparados bajo la “economía popular” no dejan de ser actividades sometidas a las leyes de acumulación capitalista, donde priman la integración al mercado y la competencia, la concentración de capital y las consecuentes presiones del capital financiero que atentan contra los idilios de la autonomía y solidaridad. Lo mismo cabe para las reivindicaciones de la soberanía alimentaria y el acceso a la tierra, sin socavar las relaciones de explotación vigentes.
El embellecimiento de la economía popular también tiene por objetivo fortalecer el rol de contención de muchas organizaciones sociales en pos de evitar la irrupción de los sectores más golpeados del agro, siendo un bloqueo a la colocación de sus demandas y a su organización en unidad con el pueblo trabajador para conquistar sus reivindicaciones.
La agricultura familiar seguirá corriendo con desventaja si no se promueve la superación del régimen que se basa en la ganancia de las multinacionales, pools de siembra y grandes comercializadoras. Lo mismo vale para detener el aumento de precios a costa de la salud y el empobrecimiento de productores y la población. Esto es impensado de la mano de organizaciones que se integran al Estado con el intento de la institucionalización del sector, atomizando a productores/as y trabajadores/as, y conteniendo expresiones genuinas de lucha del movimiento.
Debemos promover la independencia de clase y la unión estratégica de productoras/es familiares con el conjunto de la clase obrera, para abrir paso a un programa obrero y campesino de reorganización del campo.
Paula A. Lagomarsino
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