El apoyo del 65 al 80% de apoyo que las encuestas atribuyen, en forma repetida, a Alberto Fernández esconden más de lo que revelan. Es cierto que ese apoyo responde a los resultados ‘positivos’ de la aplicación relativamente anticipada de la cuarentena legal, aunque se fundaba en la incapacidad del sistema de salud para desarrollar testeos masivos consistentes; precariedad hospitalaria para acoger a los infectados; destrucción del sistema sanitario nacional; y una impotencia manifiesta para someter al sistema privado a un programa único de atención – cuando no complicidad de intereses con los capitales privados. Esta contradicción no demoró, sin embargo, en estallar, cuando el propósito anunciado de atenuar las restricciones al comercio y la industria tuvo que abandonarse debido a la irrupción masiva del virus en los asentamientos precarios de la Ciudad y la Provincia. En lugar de un convoy de tropas sanitarias, el equipo de Kicillof-Berni recurrió, para Villa Azul, al envío de la bonaerense y a la gendarmería. El ‘operativo’ naturalmente fracasó, porque las fuerzas ‘de seguridad’ no sirven para prevenir contagios ni curar, y porque las condiciones políticas del país no dan espacio a las aventuras represivas, mucho menos en miles de villas.
Mientras la situación sanitaria se ha agravado, lo peor se insinúa en el plano económico y político. Ocurre que la dilatada negociación de la deuda externa amenaza con dinamitar a la coalición de gobierno – algo que hemos advertido desde la asunción del gobierno actual. Los fondos acreedores, encabezados por BlackRock, han planteado un acortamiento de los plazos de pago propuestos por el gobierno; la incorporación a los nuevos bonos de los intereses que Guzmán pretendía desconocer en el “período de gracia”; y adicionar un título en función del crecimiento del PBI – algo que sería una verdadera estafa, porque Argentina deberá registrar algún tipo de crecimiento en los próximos dos a cuatro años, desde el subsuelo económico en el que se encontrará a finales de 2020. El valor de mercado que tendrán los bonos de un canje después de un acuerdo es un dato completamente incierto, dada la crisis mundial, e imposible de calcular para su plazo de vigencia, de diez a quince años. No es lo que debería importar, de ningún modo, a Argentina, que no reúne ninguna condición para hacer frente a esa deuda, y menos si prospera el ´acercamiento´ de posiciones con los fondos que promueve el gobierno. La cuestión política es que personajes fuertes de la coalición oficial, FdeT, como Massa, los petroleros Galuccio y Nielsen, y el directorio del Banco Central, reclaman que se acuerde a cualquier precio. Alberto Fernández se inclina hacia este grupo.
Se ventila escasamente en los medios que los capitalistas ‘nacionales’ tienen también una deuda externa, o sea en jurisdicción Nueva York y Londres, por casi el mismo valor de la deuda pública de esa categoría. No hace falta decir que no pueden pagar sus vencimientos e incluso intereses, o sea que necesitan renovar el endeudamiento. Esta gran burguesía -Arcor, Ledesma, Techint, el grupo Clarín, especialmente YPF- exige un acuerdo del estado con los fondos internacionales, para poder renegociar ella su propia deuda, incluso con alguna quita, dada la pérdida de valor de la deuda de Argentina en general. Lo mismo ocurre con las provincias y con las posiciones variables de sus gobernadores (Neuquén y Mendoza furiosamente a favor de arreglar con los nuevos buitres). Es esta burguesía la que mueve los hilos de los distintos mercados paralelos del dólar – la ‘mejor’ forma de forzar a los Fernández a actuar como ella necesita. Lo dijo sin pelos nada menos que el presidente del Banco Central, Miguel Pesce: si hay acuerdo con los fondos, se eliminan las restricciones a la compraventa de divisas; casi una extorsión desde adentro del oficialismo. Se cuidó de decir, sin embargo, que esos pulpos nacionales especulan contra el peso con los pesos que les da el gobierno, supuestamente para pagar los salarios de sus trabajadores.
El mismo Pesce ha puesto una bomba de tiempo financiera para el gobierno de un modo más ‘práctico’, al aumentar la deuda del Banco Central con los bancos locales, por medio de Leliqs, que alcanzan a dos billones de pesos (pagan intereses por 700 mil millones de pesos anuales) e igualan el monto de la base monetaria. Alberto Fernández había dicho que con las Leliq de Macri pagaría aumentos a los jubilados – ahora es él quien reduce por decreto las jubilaciones, mientras lleva las Leliq a su máximo. Este operativo obedece a que los bancos no dan crédito a la industria o comercio, en medio de las protestas contra la ´desatención a la economía´. El Central le ofrece, a cambio, el negocio de las Leliq como ´compensación´, para que no deriven su dinero y el de los depositantes al dólar – con la consecuencia de un estallido económico.
A esta bomba, ahora se añade otra: los pulpos locales rechazan el subsidio oficial para pagar salarios, porque el gobierno les ha puesto como condición para recibirlos que no pueden negociar en los mercados paralelos de divisas. Unos y otros reconocen que las ATP son una estafa al pueblo. Este rechazo, sin embargo, tiene una consecuencia clara: si no hay más plata para salarios – más despidos. Alberto Fernández declara que ´es una cosa loca´ que el estado entre en el capital de las empresas, pero éstas interpretan que eso ya ocurre a través de las restricciones a operar como le venga en gana. Detrás de la polémica ´loca´ hay una confrontación política más loca aún.
El escenario que abre esta crisis no se compagina con el apoyo que tiene Alberto Fernández en los sondeos. No hace falta la declaración oficial de un default para que se desarrolle un estallido político. Es difícil, por un lado, que Martín Guzmán sobreviva a un acuerdo dibujado por BlackRock, y que, por otro lado, la gran burguesía y los mismos fondos internacionales se conformen con haber impuesto al gobierno su planteo de deuda. Un viraje ´neo-liberal´, incluso inconsecuente, por parte del gobierno, hará saltar las contradicciones y hasta antagonismos de la coalición oficial. Cualquiera de las variantes de este escenario, tendrá enfrente la curva ascendente de la pandemia y el enorme descontento de los trabajadores frente a la desocupación, caída de salarios y la inflación.
Este impasse a punto de eclosionar agita a todas las clases sociales. La tendencia a ganar las calles se acrecienta, como ocurre en todo el mundo, bajo formas políticas diferentes, pero con un contenido social que no difiere – que es el choque entre el capitalismo y la sobrevivencia de la humanidad y la cobertura de las necesidades elementales de las masas. Los estudios que demuestran el vínculo entre el cambio climático y las irrupciones virales contribuyen aún más a poner de relieve la conexión entre el agotamiento histórico del capitalismo y la violencia de la crisis actual.
Argentina se enfrenta, entonces, a una perspectiva de crisis de poder en medio de la pandemia y el derrumbe de las condiciones sociales. La única respuesta positiva a este desafío sólo puede provenir de la clase obrera, y el contenido de esa respuesta es un programa que abola la dominación capitalismo y desarrolle un programa socialista transicional. Las reivindicaciones fundamentales pueden resumirse en los siguientes términos – desconocimiento de la deuda, nacionalización de los monopolios financieros, industriales, agrarios, de salud, y control obrero de la producción y plan único de acción para satisfacer las necesidades sanitarias y sociales de las mayorías.
Es necesaria la coordinación de todas las organizaciones en lucha para responder en forma unificada al estallido político se encuentra en desarrollo. Es necesario arribar a una gran Convención o Congreso de Trabajadores, para marcar la alternativa de poder que deja planteado la crisis descomunal que la humanidad está viviendo.
Jorge Altamira
31/05/2020
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