sábado, 21 de abril de 2018

“Qué tarifas tan bajas tienes, Caperucita”

La más vulnerable a los cuentos del tío ha sido siempre la clase media

“Como me lo contaron, lo cuento, no me lo invento” dice el cuentacuentos para empezar un cuento que es un invento para los chicos. “Como me lo contaron lo cuento, no es un invento” dice el gobierno cuando explica la inflación y los tarifazos a la sociedad de los adultos. Hay mil formas de empezar un cuento como: “érase que se era”, que predispone, o el que busca expectativa y ser creíble con “cuentan los que lo vieron, yo no estaba, pero me lo dijeron”. Los cuentos para chicos son para pasarla bien. Pero cuando el cuento se lo hacen a un tipo grande, no la pasa bien. La posverdad empieza así: “como me lo contaron lo cuento, no es un invento” y que viene de tres fuentes diferentes, y que lo dijo un primo muy confiable que es amigo de la esposa del panadero del fulano, que te muestro una cuenta dibujada o una foto que no dice nada. Y así, una sociedad se sumerge en un gran cuento y se despierta en una pesadilla ahogada por los tarifazos y la inflación.
La idea del cuento no es nueva. Hubo generaciones que compraban buzones. El cuentacuentos, en realidad un cuentero, era un porteño avivado que se lo vendía al inocente campesino. Otra fueron los terrenos inundados. Y así se fueron inventando los cuentos del tío, pero del tío Rico, como la copa de los ricos que crean riqueza y derrama sobre los pobres. El ser de imaginación y maravilla de los cuentos de la infancia transmutó en vendedor de buzones, famoso cuentero.
El cuentero, igual que el cuentacuentos, dice: “no me lo invento”. Y, como los cuentos para chicos que se construyen con partes de ese mundo de magias y superhéroes, el gran cuento del tío Rico para la sociedad de los adultos se teje con parte de sus verdades más amargas: que nadie te regala nada, que hay que sospechar del que promete mucho, que te lo ganaste a pulso, que sos un ganador si hay muchos que están peor. Y sobre esa urdimbre se borda lo principal del gran cuento que es donde empieza a doler el bolsillo. El cuentero-lobo le cuenta a Caperucita y le dice: “qué tarifas tan bajas tienes, Caperucita”.
Y resulta que se la quiere comer. Primero hubo cuatro años de restauración de una economía destruida por el neoliberalismo de los últimos años de Alfonsín, el menemismo y De la Rúa y tras esos cuatro años hubo ocho años de medidas redistributivas en los doce años de gobiernos kirchneristas. Y resulta que para las cuentas del neoliberalismo, en esos años el PBI fue un desastre, y creció la cantidad de pobres. El cuentero, ya con el oficio de periodista a sueldo de grandes corporaciones, se multiplicó y todos repitieron esos números “hasta el infinitoooo y máaaaas allá”, como en Toy Story. Gran parte de la sociedad adulta se tragó ese cuento del Tío Rico y ahora tiene un buzón hermoso con el doble de inflación y tarifas impagables.
Y algunos se resisten a reconocerlo y salir del cuento y repiten como el lobo que la causa de los tarifazos es “tenías las tarifas muy bajas, Caperucita”. Durante 2017, los dueños de Edenor y Edesur, Marcelo Mindlin y Niky Caputo, ganaron más de 9 mil millones de pesos. Un millón de pesos por hora. Uno es el principal amigo de Macri y el otro le compró la constructora.
Hubo periodistas superstars que sospechosamente insistieron en el argumento del lobo. Son los mismos que repitieron que la economía no crecía desde 2011 y que el kirchnerismo dejó la tercera parte del país en la pobreza y que el déficit era descomunal, un país en llamas al que un príncipe de ojos azules venía a salvar. La intención de ese cuento es que la gente crea que las políticas distributivas producen más pobreza. Y que la única forma de repartir es sacándole a los que menos tienen. Lo dijo María Elena Walsh: un mundo donde “nada el pájaro y vuela el pez”.
Uno dice el cuento del Tío Rico, otros dicen “El arte del dibujo”, como los economistas Sebastián Fernández y Mariano Kestelboim en el artículo que publicaron en el suplemento Cash del domingo. Con una comparación elemental demuestran la falsedad de las proyecciones del Indec de Macri hacia el pasado reciente que pretenden negar que la economía creció hasta que llegaron ellos, que hubo creación de empleo hasta que llegaron ellos y que creció el consumo hasta que llegó Cambiemos. Y por lo tanto, bajó la pobreza. Sencillísimo: comparan la cifra que dibujó el Indec macrista para el período 2011–2015 sobre la economía nacional, con la que dieron los principales centros urbanos en esa época (la mayoría gobernados por la oposición al kirchnerismo) y hay una diferencia de casi 20 puntos. La cifra del Indec es imposible. Es lo más trucho y evidente.
El reino del revés, el mundo trucho con cifras tan evidentes fue asumido. Hasta hubo kirchneristas que las tomaron para no quedar afuera de lo establecido. El influjo inmanente que transmitía la melodía del flautista de Hamelin afectó incluso a muchos que pensaban lo contrario. La realidad virtual se ajusta también para los que no quieren quedar afuera del consenso establecido, por más estúpido que sea.
La más vulnerable a los cuentos del tío ha sido siempre la clase media o la población de ingresos medios ya sea cuentapropista o trabajador con relación de dependencia. Porque la clase alta es la que hace el cuento y porque los más humildes están más avivados porque ya perdieron. En cambio esa gente sigue creyendo y se ahoga en su desesperación pero no quiere reconocer que fue engañada miserablemente. Se aferra a la fantasía, quiere creer ciegamente que se trata del esfuerzo necesario y que va a estar mejor en el futuro.
Los tarifazos son astillas de realidad que penetran la Matrix macrista duránbarbista. Esos sectores medios están golpeados y todavía pueden negarlo porque tienen margen de aguante. Pero a los más pobres o los que vivían con lo justo, que en su mayoría no creyeron el cuento del lobo, el tarifazo les pegó en el corazón. La Matrix los expulsa del sueño y el Conurbano empieza a convertirse en una caldera de presión. Los cuentos de los chicos terminan “y fueron felices y comieron perdices”. Pero en el final de los cuentos del tío Rico, nadie come perdices.

Luis Bruschtein
Página/12

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