Memoria y complicidad
Sobre el símbolo del pañuelo verde de la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito en Argentina.
Salí temprano de mi casa, me até el pañuelo verde a la cintura, el día estaba teñido de ese color pero no era hora de llevarlo al cuello todavía. Me olvidé que lo tenía ahí cuando entré al banco, me olvidé mientras pedaleaba entre un trámite y otro. Pero entre el calor de un súbito verano húmedo en otoño y la ansiedad por llegar a sumergirme en la marea verde esperanza que durante todo el día de ayer rodeó al Congreso de la Nación, algo había distinto de otros días agobiantes: cada vez que me cruzaba con mujeres, sobre todo jóvenes, cruzábamos también sonrisas. Al principio creía que eran vecinas que no reconocía, después me di cuenta: era el pañuelo, una señal, el reconocimiento de una complicidad compartida entre desconocidas pero que conocemos algo de la historia de la otra.
Sabemos que alguna vez nos enfrentamos a la duda de cómo interrumpir un embarazo, propio, de alguna amiga, una hermana, una hija, una prima, la compañera de trabajo o la perfecta anónima que llega a preguntarte por las redes sociales porque sabe que ahí donde hay feminismo hay también un recurso de saberes que se comparten como se comparten las cosas buenas. Así fueron las primeras acciones directas para facilitar el acceso al aborto, poniendo saberes en común, sistematizándolos para otras. Ayer fue un día histórico y en los días históricos es inevitable hacer historia.
Entonces vino a mi memoria como un latido extra en el ritmo de mi corazón la imagen de Verónica Marzano, esa compañera inmensa que murió hace muy poco, víctima de un accidente que más bien es desidia estatal porque la barrera que permitió que la atropellara un tren no funcionaba. La recordé llegando a la redacción para contar de esa conspiración, Lesbianas y feministas por el derecho al aborto, que empezaban a poner a disposición de todas una línea de ayuda para abortar con misoprostol: más información, menos riesgos. Y enseguida, mientras en el teléfono –ese adminículo que cada vez más nos convierte en cyborgs hiperconectadas– consultaba cómo avanzaban las exposiciones en el primer día de debates para que el derecho al aborto por fin sea votado en ámbitos legislativos, la figura de Dora Codelesky, su figura pequeña y aguerrida, su rodete de abuela, su claridad feminista, vinieron también a la memoria a sumar con su huella al día rebelde en que nuestra desobediencia al patriarcado de una vez deje de poner en riesgo a las más vulnerables.
Ella fue de las más activas a la hora de buscar un camino alternativo a las históricas disputas en los talleres de aborto donde debates estériles caldeaban el ánimo en los Encuentros Nacionales de Mujeres. Y junto con otras que ayer estaban en la plaza, rodeadas de adolescentes que hacían del pañuelo de la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, tocados, corpiños, collares o brazaletes, inventó el taller de Estrategias para el acceso al aborto que después se convirtió en esa campaña. “Queremos que absolutamente todas, en todos los rincones del país, dispongan de este derecho, de la posibilidad de poder hacerse un aborto en cualquier hospital por libre decisión.
No importa las excusas que esgriman: quienes se oponen no quieren la liberación de la mujer, quieren mantener ese control sobre su cuerpo, ése es su objetivo”, decía Dora y cada palabra puede ser subrayada y dicha ahora mismo. Porque queremos el derecho al aborto legal por las que ponen en riesgo su vida porque no quieren negociar su derecho a decidir, su íntima libertad de elegir cuando maternar y cuando no y también por las que acceden al aborto clandestino en buenas condiciones –porque sus recursos se los permiten–. Porque lo que se está exigiendo, lo que se está diciendo con cantos y acampe en la puerta del Congreso es que nuestros derechos no se negocian, que nuestra libertad la vamos a perseguir siempre, que las mujeres y todas las personas con capacidad de gestar no vamos a estar presas nunca más de nuestras potencias sino que vamos a disponer de ellas para criar cuando podamos y querramos, niños, niñas y niñes feministas que entiendan y disfruten de un horizonte más amplio para todas las posibilidades de ser y de estar en el mundo.
No se termina ahí el ejercicio de memoria, acuden rápido cada amiga que tendió la mano cuando se la necesitaba, viene también el trabajo de las Socorristas en Red poniendo su tiempo y su complicidad feminista para cambiarle la vida a personas concretas aquí y ahora ayudando a abortar; llega cada médica que escuchó y que escucha que el derecho a decidir se defiende también en el consultorio y en el hospital. Y cada una de las compañeras y compañeros que a lo largo y ancho del país le dieron al color verde del derecho al aborto legal sentido de esperanza. Pero sobre todo, claman las que ya no están, esas por las que reclamamos cada vez que decimos Ni Una Menos también por aborto clandestino.
Lo que está sucediendo ahora mismo en torno al consenso social de que el derecho a decidir sobre los cuerpos y los proyectos de vida de las mujeres es una enorme conquista, una trama de complicidades feministas que viene tomando las calles masivamente en los últimos tres años y más atrás, en cada Encuentro Nacional de Mujeres.
Esa complicidad hecha de debates y también de disputas es herencia de una enorme historia de luchas que se remonta a esos círculos de mujeres que en torno a un mismo caldero convertían la materia en comida y las hierbas en secretos para regular su fertilidad.
Es esa lógica del círculo en torno a las ollas populares en los barrios más vulnerados y es ese círculo que ahora se ve en imágenes en torno a una demanda común: Aborto legal ya. Porque ese es el cambio histórico y simbólico que nos deja del lado de la vida, del lado de esas sonrisas en las que nos reconocemos cada vez que nos descubrimos en una misma lucha.
Marta Dillon
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