sábado, 12 de noviembre de 2016
“La democracia en América”: de Tocqueville a Trump
La victoria electoral de Donald Trump marca un giro político hacia el bonapartismo, o sea hacia un régimen de poder personal de contenido reaccionario. Se trata de algo que va más allá de la concentración de poder que otorga el sistema presidencial norteamericano.
La caracterización de Estados Unidos como una democracia de oligarquías agrarias, acompañada por un Ejecutivo simbólico, no es correcta históricamente y menos aún para su desarrollo ulterior. La guerra con México, la Guerra de Secesión, la anexión de hecho de Cuba, una seguidilla de crisis financieras a fines del siglo XIX y principios del XX y dos guerras mundiales propiciaron una fuerte centralización estatal; los organismos ‘reguladores’ en todos los campos, y en especial en la seguridad nacional, se encuentran, a todos los fines prácticos, por encima del Congreso. Este fenómeno no hizo más que acentuarse a partir de un sostenido armamentismo nuclear, un nuevo ciclo de guerras a partir de la desintegración de Yugoslavia y, finalmente (si se puede decir así), la bancarrota capitalista que va por su octavo año (y cuyo epicentro fue, precisamente, Estados Unidos) -o desde mucho antes, si arrancamos de la crisis asiática de 1997, y ni qué decir de la crisis industrial y financiera de la década del ’70.
No es casual que Clinton advirtiera en su campaña contra el peligro de que Trump manejara el gatillo nuclear. Esa simple posibilidad es un epitafio para cualquier democracia política y, por supuesto, para el conjunto del régimen social vigente.
Campaña golpista
Ahora culmina una campaña electoral que se caracterizó desde el inicio por poner en evidencia una crisis política de magnitud excepcional: tanto en el Partido Demócrata, con la victoria sin precedentes de un “izquierdista”, Bernie Sanders, sobre Clinton, en veintidós Estados, y en especial por el ‘nocaut’ técnico al aparato del Partido Republicano por parte de quien se exhibía como un ‘clown’ mediático, un millonario de negocios turbios. Un resultado diferente al que se conoció finalmente habría tenido por consecuencia, por lo tanto, sólo un cambio en la hoja de ruta de esta crisis política, de ningún modo una cancelación.
También a esta crisis hay que ponerla en perspectiva histórica, pues ha sido precedida por el asesinato de John Kennedy y su hermano Robert; el desmoronamiento de la gestión Carter; la derrota en Vietnam y la destitución de Nixon; el fraude electoral que impuso a George Bush (h) sobre Al Gore. La demolición a la que asiste el Partido Republicano tiene una década de desarrollo, con la aparición del fascistoide Tea Party.
La campaña electoral que acaba de finalizar tuvo un definido carácter golpista, pues se caracterizó por las ‘filtraciones’ del aparato de seguridad acerca de los candidatos y una lucha interna dentro de ellos, que el ‘trumpista’ Robert Giuliani, el inventor de la “tolerancia cero” en su gestión en Nueva York, calificó de “rebelión”. La ‘limpieza’ que hará Trump en el FBI dejará para el recuerdo a Stiuso, al Grupo Halcón, a Lagomarsino y a Nisman.
Es el inmovilismo, “estúpida”
Una victoria de Clinton no habría representado un tránsito en “la continuidad” sino el inmovilismo, y esto ante una crisis mundial que no cesa de crecer. Es decir, habría encabezado una administración sin certeza de fin de mandato.
La deuda pública, en la actualidad de 14 billones de dólares (que sumada a la de los Estados y municipios supera cómoda los 20 billones de dólares, un 120% del PBI, se proyecta a 22 billones de dólares para el año 2025 y a un total federal de 30 billones de dólares -sin contar los ‘entiltelments’ -o sea los pagos futuros de seguridad social. El servicio de intereses pasaría, en el mismo período, de 250 mil millones a 800 mil millones de dólares. China, Japón, Rusia y Arabia Saudita tienen en su poder más de la mitad de la deuda pública norteamericana, y los cuatro asisten a crisis financieras severas. Las consecuencias catastróficas que tendría la venta de esa deuda para la economía mundial es un tema recurrente en los mentideros financieros internacionales.
La ‘recuperación económica’ a la que se alude para reivindicar a Obama, no solamente tiene mucho de dibujo, ya que no hace referencia al decrecimiento de la población activa (que busca trabajo) ni al empeoramiento de la calidad del empleo y la remuneración de la fuerza de trabajo. El crecimiento del PBI es bajo -2 por ciento anual-, inferior al potencial, y tampoco registra el desgaste acelerado de la infraestructura y su más acelerada obsolescencia. ¡La productividad del trabajo está en retroceso! La deuda por estudios universitarios se encuentra en niveles de quebranto -es de un impagable billón y medio de dólares. Un Estado entero, Puerto Rico, fue declarado insolvente. El déficit de inversión es de tal magnitud que los bancos privados tienen atesorados casi tres billones de dólares. La emisión de dinero de la Reserva Federal, sea para rescatar bancos o financiar a tasa cero a las corporaciones, ha agotado todas sus posibilidades. La caída del comercio se verifica en el retroceso de la velocidad de circulación del dinero que se emite.
Cuando Obama anunció un aumento del 25% en las contribuciones a la salud, apenas dos semanas antes de los comicios, la intención de votos para Trump dio un salto y también dejó al desnudo la desfinanciación del seguro universal -entre otras cosas por la suba imparable de los medicamentos y de los tratamientos privados. De este modo, Trump recibió un empuje incluso con anterioridad a que el FBI informara que volvería a investigar a Clinton por su manejo de servidores privados para asuntos públicos.
Contra la clase obrera
Es así que, en el debate político de la crisis económica, la iniciativa la llevó el ‘clown’, no la que hacía gala de “experiencia”. Clinton desarrolló una agenda ‘cultural’ vacía en torno del clima, al género y el racismo -lo que no impidió que la votaran menos afroamericanos que a Obama y que una mayoría de mujeres ‘blancas’ (una curiosa distinción estadística) votara a su rival. Contra las previsiones de todas las encuestas, que preveían una menor participación electoral, por la alta “imagen negativa” de los dos candidatos, se registró un récord de concurrencia. Trump hizo eje en el “empleo” (la clave para su victoria), en forma engañosa. Planteó una política proteccionista y una desvalorización de la deuda pública como instrumentos de una re-industrialización de Estados Unidos -en realidad, una política de guerra comercial y financiera. Se valió del slogan ‘crear empleos’ para disimular el pasaje de la guerra comercial ‘normal’ a la devaluación y a los aranceles. El especulador inmobiliario, que aprovecha la valorización ficticia del terreno urbano, dejó al desnudo el carácter crecientemente rentístico de la economía norteamericana. Es precisamente esto lo que también puso en evidencia el Brexit.
Como buen representante de la reacción capitalista, se opuso al aumento del salario mínimo y a la defensa del derecho al trabajo por medio de los sindicatos. Se comprometió a bajar el impuesto a los réditos del 35 al 15 por ciento. Llegó a plantear la derogación de las normas de regulación bancaria (piso de capital) que cuestionan los bancos, y hasta nombraría, anunció el muy leído Político, a un agente de Goldman Sachs secretario del Tesoro -como ocurre con el Banco de Inglaterra y el Banco Central Europeo.
Estamos ante un amasijo de medidas contradictorias, pero con un hilo conductor: guerra comercial y financiera y ataque a los derechos laborales; es decir, lo que, con menos estridencia, ha venido ejecutando la administración Obama. Lo mismo ocurre con el reforzamiento del Estado policial, que ya se encuentra militarizado. En el cierre de campaña, Trump puso mayor énfasis que nunca en que incrementaría en forma sustancial el gasto militar, como si las guerras de Obama-Clinton fueran un juego de niños.
Queda por ver si el capital norteamericano tiene la misma caracterización de Trump y si comparte la oportunidad de operar un salto cualitativo en la puja comercial y financiera para acaparar una mayor parte de la plusvalía mundial. En Gran Bretaña ya hay una reacción contra el Brexit y se perfila una crisis política; podría ocurrir algo similar en Estados Unidos. La política de extorsiones que Trump plantea contra los rivales de Estados Unidos en el mercado mundial, supone una mayor militarización y guerras. La sola noticia de la victoria de Trump ha acelerado el derrumbe de monedas como la lira turca o la libra egipcia; la salida de capitales podría producir una devaluación del peso argentino y afectaría el blanqueo.
De estas contradicciones y antagonismos emerge el carácter potencialmente bonapartista del magnate; Marx había observado que el lumpenaje puede representar una forma adecuada de gestión del Estado capitalista, sólo si antes ese Estado se apropia de la sociedad civil de un modo tan intenso como para viabilizar o instrumentalizar una gestión de lúmpenes. No es el caso de Estados Unidos por ahora, sacudido por las fuerzas centrífugas de la bancarrota capitalista mundial y una fuerte división de la burocracia del Estado y de sus partidos, y una potencial polarización política.
Lucha de clases
Para cerrar este análisis hay que volver al principio. Durante las primarias de esta campaña y enseguida después, los sondeos de opinión mostraron algo más que interesante: solamente Bernie Sanders podía ganarle un ‘tête à tête’ a Trump, e incluso a Clinton en una partida ‘à trois’. Sanders prefirió ir a la cola de la opción liberal frente a la fascista, luego de haber denunciado el carácter capitalista y proimperialista de Clinton (“representante de las corporaciones”) e incluso su “corrupción” y el manejo “fraudulento” de la interna que los había enfrentado en el Partido Demócrata. Desmovilizó de este modo a quienes lo habían votado en masa y abandonó el trabajo de llevar al campo de la izquierda que representaba, a los trabajadores afectados por la crisis más despolitizados. La posibilidad de una polarización política fue entregada a lo que termina siendo una victoria de la reacción política. Una responsabilidad mayúscula en todo esto corresponde a la burocracia de los sindicatos, que bloqueó una candidatura opuesta al bipartidismo y puso a su aparato al servicio de una probada camarilla antiobrera -como lo ha sido la familia Clinton.
En el lapso breve de unos meses quedó expuesta la inconsistencia política del centroizquierdismo pero, al mismo tiempo, la volatilidad de la crisis política del Estado burgués. Entre una candidata de la “lucha cultural” y uno de la “guerra (reaccionaria) de clases” y ganó este último. La historia se repite.
Jorge Altamira
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