domingo, 4 de septiembre de 2016

Hablan los sobrevivientes de la Masacre del Pabellón Séptimo



Por primera vez Juan Olivero, Hugo Cardozo y Roberto Montiel se juntan en una entrevista para hablar de lo ocurrido en marzo de 1978 en Devoto, de los 38 años que siguieron y de cómo ven la cárcel hoy.

“Voy en camilla por el Salaberry. Voy a tratar de hacer conducta aquí para rajar antes que mis pulmones. Si va a pasar algo conmigo quiero que sea en libertad, allá afuera”. El relato de Horacio, fuente de inspiración del Indio Solari para componer su tema Pabellón Séptimo, no es otra cosa que lo que contó un sobreviviente tras la dantesca masacre en el pabellón número 7 de la unidad penitenciaria del barrio porteño de Villa Devoto, el 14 de marzo de 1978.
Fue en plena dictadura cívico-militar. Por eso la propaganda oficial, acompañada por los grandes medios de comunicación, durante años logró instalar la versión del “motín de los colchones”. Pero la muerte de 64 personas (al menos oficialmente) quemadas, asfixiadas y baleadas, acontecida durante aquella mañana dentro de un solo pabellón del penal, donde habitaban no más de 160 internos, configura una masacre, no un motín.
Por eso desde hace años Juan, Hugo y Roberto pelean para que se los considere sobrevivientes de un delito de lesa humanidad perpetrado por los mismos ejecutores de 30 mil desapariciones y 500 robos de bebés. No sólo porque la cárcel de Devoto estaba entonces bajo el mando del Ejército, sino porque aquel asesinato en masa, aunque haya tomado como víctimas a “presos comunes”, tuvo un objetivo político.
Convocados por La Izquierda Diario, los tres se reunieron por primera vez en una entrevista y compartieron la conversación con Jorge “Turco” Sobrado, ex detenido desaparecido en Córdoba y miembro del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CeProDH).
En la charla no faltaron, además del relato de los hechos, las reflexiones sobre la impunidad de los culpables, el honor de los caídos, la vida que siguió y el estado de las cárceles argentinas que no cambió y hasta empeoró en los últimos años. “Un depósito de personas”, coincidieron los cuatro al definir esos reductos gobernados por el Servicio Penitenciario, donde la violación de los derechos humanos fue y es norma, tanto con gobiernos radicales, peronistas, de la Alianza, kirchneristas o de Cambiemos.
Juan Olivero (JO) tiene 58 años, cuatro hijos y cuatro nietos. Nació en Banfield, al sur del conurbano bonaerense, es albañil oficial y tiene un hermano desaparecido por la dictadura. Roberto Montiel (RM) también se dedica, aunque esporádicamente, a la albañilería. Así complementa su ingreso como jubilado. Tiene 66 años y nació en la Ciudad de Buenos Aires igual que Hugo Cardozo (HC), quien también está jubilado después de trabajar durante años en la Secretaría de la Niñez de la provincia de Buenos Aires.
El cuarto invitado, Jorge Sobrado (JS), tiene 65 años y tiene una pensión por haber sido víctima y ser sobreviviente del terrorismo de Estado.

“La vieja cosechera vino por mí y no quiso besar mi vida”

Así dice Horacio (en la pluma de Solari) que sobrevivió a ese infierno. Y así lo sienten Juan, Hugo y Roberto. Porque haber salido vivos de allí, esquivando cadáveres de compañeros y pisando charcos de sangre de quienes corrían delante para salvarse, no fue otra cosa que una casualidad donde la muerte se dio el lujo de decirles “hoy no”.
¿Cómo fueron los hechos de aquel 14 de marzo de 1978?
JO- La noche anterior estábamos mirando una película por canal 13. A eso de las 22 cayeron a avisar quiénes debían concurrir al Palacio de Justicia al otro día. Piden que bajen el televisor para que escuchen todos. Ahí un compañero nuestro les dice que nombren a las personas o pasen el papel y discuten con el celador. Termina todo ahí. Llegó el 14, mientras tomaba unos mates me enteré que habían entrado a la madrugada a conversar con ese compañero, que se llamaba Tolosa. Cerca de las 8 miro para la parte baja de la reja y de repente veo muchas botas. No me acuerdo si sonó un silbato, pero la cosa es que en un minuto entró el doble de personal de requisa que habitualmente entraba. Era la “Sección Requisa”, todos de 1,80, cien kilos. Entraron gritando, puteando, ya pegándoles a los compañeros.
Yo me fui para el fondo del pabellón. En medio del pabellón se arma una escena de pugilato. Eran tantos los golpes que la única defensa nuestra era alzar los brazos, lanzar una papa, qué sé yo, lo que teníamos a mano. Era desigual, ellos tenían palos y cadenas. Lo único que podíamos hacer era correr las camas en el centro, tirándoselas a ellos para que se fueran. No había rehenes, lo único que queríamos era que se fueran. Cuando se retiraron, apoyamos las camas contra las puertas. Ellos cerraron con llave y con cadenas con candado y se fueron arriba, al “pajarito” que le decíamos. De ahí lanzan los gases. Yo corría de acá para allá y de repente escucho tiros de ametralladora y un “pruumm”.
Para taparle la visión a los gatilleros, había una primera cama. Subimos otra encima tapándola con colchones. Pero seguían los tiros. De repente los colchones se van prendiendo fuego. Yo miro a mi derecha y veo a Hugo Barzola que, en su desesperación, supongo que con una gillette, se degolla. Corrí para ayudarlo pero mucho no podía hacer porque tenía que cubrirme de los tiros. Ya se veía muy poco por el humo y de repente estábamos todos a oscuras. Corrí para el fondo del pabellón. Vi un hálito de luz y en mi desesperación pegué un salto y me agarré de la reja de la ventana. Me quemé la mano. Me agarré con la otra y no aguanté más. Caí boca arriba pero no me desmayé. Habrá durado 30 o 40 minutos.
¿Cómo sobreviviste?
JO- El fuego se apagó solo. No tuvimos ninguna asistencia. Cuando se disipó el humo gritaron “a ver el que se pueda levantar que se levante”. Yo apenas pude hacerlo y empecé a ver cuerpos tirados, algunos carbonizados donde estaban las camas. Salí y vi una hilera de guardia cárceles de los dos lados. Ahí me doblaron la mano, me la pusieron en el cuello y me dijeron “bueno, ahora vas a tener que correr”. Bajé los tres pisos y ya en los pasillos y en la escalera vi a personas muertas, bajamos a la “T” para dirigirnos a los “buzones” de castigo y un vigilante me mira y me dice “mirá lo que hicieron”, yo ni le contesté pero pensé “¿qué hicimos?”. Me llevan a los buzones de emergencia y de ahí me trasladaron a un hospital.
¿Vos Roberto tenés más o menos el mismo recuerdo?
RM- Lo que pasó el día anterior lo recuerdo perfectamente. Una discusión entre los penitenciarios y un compañero al que quisieron sacar de prepo, lo maltrataron. Vino la requisa al otro día, con un refuerzo superior a lo habitual. Entraron directamente golpeando y maltratándonos. La represión fue brutal, desmedida. Y no todos estaban enterados de lo que pasaba. Algunos habían ingresado la noche anterior y no sabían de las habituales requisas, que hay que salir disparando contra el fondo del pabellón con las manos en la nuca y quedarse quieto. Fuimos golpeados, garroteados, nos mandaron gases vomitivos, lacrimógenos, balas.
En un momento una pila de colchones que obstruía la entrada se prendió fuego. Lamentablemente no se pudo definir quién se salvaba y quién no, era a suerte o verdad. Las bolas de fuego nos envolvieron como si fuera un horno. Yo no podía hacer nada para evitar lo que me estaba sucediendo. Mi voluntad quedo anulada. Aterrorizado me subí a una ventana para intentar respirar, pero me di cuenta que el aire caliente desplaza al frío y no podía tomar el aire para respirar. Me bajé, ya no tenía oxígeno ni fuerzas para estar aferrado a las ventanas. Cuando caí al piso me refugié en un mesón grande, contra la pared. Atrás vinieron dos o tres más que quisieron hacer lo mismo, pero ellos perdieron la vida.
¿Y cómo terminaste saliendo?
RM- Tuve que empujar los cuerpos haciendo palanca con la pared. Llegó un momento en que no podía respirar, estaba ahogado. Tuve miedo y grité. Con el grito expulsé una baba negra, era el hollín que largan los colchones cuando se queman. Entonces me di cuenta de que podía respirar gritando. Seguí gritando como loco. Cuando el fuego término de consumirse busqué por instinto a mis compañeros de convivencia. Uno estaba vivo, el otro no. A un muchacho, “Chocolate”, lo ayudé a subir el cuerpo de un chico menor de edad que estaba muerto pero él quería sacarlo. Pero cuando Chocolate llegó a la reja lo mataron a garrotazos.
Las puertas del pabellón eran de hierro, por eso estaban dilatadas. El personal nos ordenó que nosotros las abriéramos pero había una montaña de escombros, camas, cadáveres. Los que teníamos un poco de fuerza logramos correr las camas.
Cuando salimos nos esperaba una doble hilera de guardias con palos, garrotes, cachiporras. Eran unos cien metros hasta los calabozos de “emergencia”. Ahí iban quedando cadáveres porque los remataban. Yo mismo sufrí palazos. Pero tenía 28 años. Había personas mayores que murieron en el camino.
Los calabozos de emergencia son los de castigo, donde hay espacio sólo para un colchón. Ahí metíamos cuatro o cinco personas.
Creo que yo fui afortunado en salvarme. Salvo algunas quemaduras leves que con el tiempo se me fueron borrando, estoy contento que estoy vivo y puedo contarlo y transmitirlo para que sirva para algo.
Hugo, ¿qué podés agregar?
HC- Que hablar de ese 14 de marzo es entender la capacidad que tiene el ser humano de hacerle mal a un semejante. Yo había visto muchas películas de la Segunda Guerra Mundial, para aprender sobre el holocausto judío. Tenía mis dudas de lo salvajes que pueden ser los unos hacia los otros. Pero esa mañana, en el pabellón séptimo, comprendí que se es capaz de hacer eso y más atrocidades.
A lo que dijeron mis compañeros quiero agregar que para mí eso ya estaba planificado. El poder en la cárcel de Devoto era manejado netamente por el Primer Cuerpo del Ejército. La dictadura que desapareció, torturó y vejó a más de 30.000 personas, se apropió de hijos, quería que la de Devoto fuera la cárcel “vidriera”. Ahí había detenidas más de novecientas presas políticas, entonces querían demostrarle al mundo que ahí no había tortura, que no había terrorismo de Estado. Estaba próximo el mundial de fútbol, ese que supuestamente nos llenó de gloria, ese mundial bañado de sangre. El terrorismo de Estado quería demostrar que no era lo que se decía afuera. Por eso estaba la cárcel de Devoto para demostrar que se cumplían las garantías.
RM- Que éramos “derechos y humanos”
HC- El pabellón séptimo era mixto, de presos comunes y políticos. Había presos con causas federales por tener un “porro” encima. Estando próximo el mundial tenían que evitar cualquier levantamiento o resistencia de las compañeras presas políticas. Yo creo que planificaron que el pabellón séptimo fuera el ejemplo para someter al resto y evitar el reclamo justo de las presas políticas. Nos eligieron a nosotros.
La noche anterior en la “jaula” del entrepiso, desde donde se veía todo, no estaba el guardia que tenía que estar. Estaba uno al que le decíamos “Kung fu”, porque en las requisas pegaba con golpes precisos de artes marciales mientras se burlaba. Esa noche, él empezó a los gritos a decir que apagaran el televisor, siendo que él tenía a su alcance una perilla con la que podía apagarlo. Creo que ya había algo preparado.
Cuando se cortó la televisión me levanté y me fui con mis compañeros de “ranchada”. Nos acostamos. A la madrugada sentí que abrían la reja y me senté en la cama y miré. Empezó una discusión y se querían llevar al Pato Tolosa. Y ahí recuerdo que un superior dijo “ah ¿no salís? mañana van a ver”. Ese “mañana van a ver” me quedó grabado hasta hoy, porque yo jamás pensé que se venía el infierno.
¿Para vos esa es la definición más acertada?
HC- No voy a entrar en cosas escabrosas pero puedo asegurar que fue un infierno. Además de la gran paliza cuando entraron, el fuego, el humo que nos asfixió, nos disparaban cuando saltábamos desesperados buscando aire a las ventanas. Nos colgábamos y desde el perímetro nos disparaban con FAL, tratando de cazarnos. Cayeron compañeros con balas en la frente. Y no sólo tiraban desde el paredón. Un helicóptero en el medio de los dos patios, no se si era policial o militar, disparaba a nuestro pabellón y a los de enfrente.
¿Tu salida cómo fue?
HC- En un momento no di más y dije “me entrego”. Ahí sentí una paz que nunca imaginé iba a tener ante ese infierno. Me desperté cuando ya se veía en penumbras. Los sobrevivientes nos fuimos levantando como zombies. Queríamos no sólo respirar, queríamos agua. Para ir al baño teníamos que correr esas camas. Agarramos unos trapos que no se quemaron y corrimos las camas. Logramos llegar al baño pensando que estaba la salvación, pero hasta habían cortado el agua. La única fuente que quedaba era el piletón donde lavábamos con agua sucia y jabón. Nos zambullimos. Era todo un grito, saltábamos en shock, llorábamos.
¿Qué más nos podía pasar? Sentí que gritaban “abran la puerta, hijos de puta”, “corran las camas”. Las personas mayores que, tal vez tenían la esperanza de que les iban a brindar algún tipo de ayuda, corrieron las camas y se hizo una brecha. “Salgan de a tres”, dijeron. Salieron los primeros 3 y se escucharon gritos y golpes. “Salgan tres más”. Quejidos. “Salgan tres más”. Me tocó el turno. Yo tenía 19 años, hacía boxeo pero estaba destruido. No sé de dónde saqué fuerzas. Me puse las manos en la nuca, miré al piso y lo único que vi fue dos hileras de botas. No sé si Dios me mandó ayuda pero corrí como nunca. Creo que si hoy me toca correr en las olimpíadas, las gano de punta a punta. Y ahí la lluvia de golpes. Cuando llegué a la “T” me patiné en los jugos y la sangre de quienes habían pasado antes.
Llegué al final, me esperaban con una puerta abierta en el calabozo junto a tres más. Todavía nos gritaban desde afuera, nos insultaban y dijimos acá nos vienen a rematar. Por ahí se abrió la puerta y tiraron un balde y un jarro, era agua. En el calabozo estaba el viejo García, que tenía una camisa de nailon toda mezclada con la piel. Estaba todo quemado por dentro. Cuando fui a tomar agua pensé “pobre viejo”. Tomó un sorbo y la panza le hizo ruido, se terminó muriendo. Pero no había posibilidades de sentir nada, era el momento de uno ahí. Escuchamos gritar “hijos de puta, ¿qué hicieron?”. Dijimos “bueno, ahora sí nos vienen a matar”. Pero no. Parece que eran los médicos que insultaban a los del Servicio Penitenciario.
Los de blanco fueron los que me llevaron a mí, con una de esas “zorras” de llevar la comida nos sacaron a los tres. Me llevaron hacia fuera, donde había una ambulancia. Junto con Horacio, que es el que le da letra al Indio Solari para su canción, fuimos los dos único trasladados al Salaberry. Horacio salió en libertad tres días después y yo quedé encerrado.

En esos depósitos de personas todo preso es político

La Izquierda Diario publicará en una próxima edición una entrevista a Claudia Cesaroni, abogada y escritora del libro La masacre del pabellón séptimo. Ella representa a la querella en la causa judicial por aquellos hechos. El expediente estuvo durante años prácticamente paralizado y recién en 2014 se logró que ese asesinato masivo de presos, tanto como lo que lo produjo y sus consecuencias, sea considerado un delito de lesa humanidad, es decir imprescriptible.
Cesaroni cuenta que, según el expediente oficial, aquella masacre arrojó un saldo de 64 fallecidos y casi un centenar de heridos. La suma es coherente con la cantidad de habitantes del pabellón séptimo, 161 en ese entonces. Más allá de las cifras, en las cabezas de Hugo, Juan y Roberto impera la masividad del crimen. “En mi caso personal yo puedo asegurar que fueron alrededor de cien los muertos”, sentencia Hugo. “Y después fueron muriendo más muchachos, que estaban muy comprometidos”, agrega Roberto.
Jorge “Turco” Sobrado participó toda la primera parte de la conversación casi como un oyente “externo”. Pero a su turno dio un testimonio que no podía más que complementar el relato de los sobrevivientes.
JS- En primer lugar hay que hablar de la época. Quienes habitaban ese pabellón, de presos “comunes” tenían muy poco, más allá de los “delitos” que podían haber cometido. Porque había todo un sistema manejado por el Ejército que incluía todas las cárceles del país.
¿Y por qué digo que había poca diferencia entre ellos y quienes estábamos detenidos-desaparecidos? Porque afuera de la cárcel toda la sociedad, la juventud y los trabajadores eran perseguidos. Quien era un simple “ladrón” sufría la misma presión del régimen que nosotros.
Coincido en que esa masacre, tan brutal, estuvo diseñada para disciplinar. Si podían hacer desaparecer a los 161 lo hacían. Yo conozco compañeras de militancia que pasaron en esa época por Devoto y conocemos la historia.
Pero el régimen hacía lo mismo en todos lados. En la cárcel de Córdoba las requisas las hacía el Ejército directamente. Cuando entraban nos robaban hasta las piezas de ajedrez que algunos fabricaban con jabón. Y elegían una celda al azar, en plena madrugada, sacaban a todos a “bailar”, con saltos de rana y cuerpo a tierra, para verduguear. Eso lo sufrían desde viejos de 60 años hasta pibes de 16. Recuerdo que un pibe era asmático y en uno de esos bailes el pibe no aguantó más, los milicos le dijeron que se levantara porque si no lo mataban. Efectivamente sacaron una 45 y lo mataron. Y al otro día en los diarios salió que se quiso escapar en un traslado y por eso murió.
Vos escribiste una anécdota en este diario sobre un preso “común”
JS- Sí, una anécdota gratificante, que es haber conocido a “Pichón” Laginestra.
RM- Yo lo conocí también.
JS- Sí, fue muy conocido. Laginestra era un ladrón que jamás le robó a un laburante. Se dedicaba a robar blindados y bancos. Es decir que de alguna manera “expropiaba”.
RM- Sí, se escapaba en un camión cisterna acondicionado, donde tenía hasta una cama adentro.
JS- Cuando llegué a la cárcel de San Martín, en Córdoba, ya había un régimen de visitas para los presos que fue impuesto por Laginestra. Él tenía cierto peso ahí e impuso bajo amenaza de amotinamiento de todo el penal que durante el horario de visita a los presos comunes no se torturara a los presos políticos, sobre todo para que las familias de ellos no escucharan los gritos desesperados. Así que nosotros teníamos tres días a la semana, martes, jueves y sábado, durante tres horas garantizado que no nos iban a torturar. Quiere decir que había códigos adentro de la cárcel.
¿Y cuando los escuchás a Juan, Hugo y Roberto qué pensás?
JS- Que es muy valorable el testimonio, ya que 40 años después de los hechos les ha costado mucho reencontrarse. Además porque ellos aún cargan con el mote de “delincuentes” en nuestra sociedad. Para mí son compañeros. Y hay que ayudar a que este testimonio circule por todos lados.
HC- Para mí es importante que, por suerte, eso que llamaron durante muchos años el “motín de los colchones” la Justicia lo termina reconociendo como un delito de lesa humanidad.
JS- Ahora hay que pelear para que el juicio se lleve adelante con todo, porque con lo que estamos viendo, que a los genocidas quieren mandarlos a todos a sus casas, hay que ver con qué maniobras van a querer dilatar la cosa.
Juan, vos fuiste un “preso común” pero a su vez tenés un hermano desaparecido
JO- Sí. Mi hermano Alberto tenía 20 años y en ese entonces militaba en el PJ. Quince días antes de desaparecer lo levantó la Policía. Ahí actuó también Rivarola, que es el juez que agarró en un principio la causa del pabellón séptimo y la desestimó. Alberto era un trabajador y un militante. Le fabricaron una causa en la villa de Retiro y lo trasladaron al departamento de Policía, donde lo sometieron a picana eléctrica y todo lo que se hacía entonces. A los quince días lo levanta un Ford Falcon con cuatro personas armadas y desde entonces está desaparecido.
Mi familia se enteró del hecho por vecinos del barrio que vieron el secuestro. Cuando lo detuvieron yo ya estaba en Devoto. Recién el año pasado, 39 años después, supe a través de organismos de derechos humanos que mi mamá había hecho entonces un habeas corpus.
Ahora está declarado formalmente como desaparecido. Para mí es un reconocimiento muy importante.
¿Cómo se desarrollaron sus vidas en estos casi 40 años?
RM- Yo me ocupé de mi vida, tomando esos hechos como un acontecimiento que tenía que superar para seguir adelante. Hace dos años tuve la oportunidad de conocer a Claudia Cesaroni. Desde entonces participo en todo lo que sea necesario para poder llegar al juicio.
HC- Yo hasta el 14 de marzo de 2013 viví con un montón de sentimientos encontrados. Mucha angustia personal, no dormir por las noches. Ese día pude quitarme de encima una pesadísima mochila, cuando pude entrar nuevamente al pabellón séptimo y honrar con una oración a todos los compañeros que no salvaron su vida. Desde entonces la pude “pilotear”. Pero conservo un montón de cuestiones que cuestan resolver. A veces necesito un vino de más a la noche para dormir. Y cada año, cuando se aproxima el 14 de marzo, vuelve ese infierno, que seguramente me va a acompañar hasta el último día.
JO- Yo pude rehacer mi vida, tuve cuatro hijos, tengo cuatro nietos y sigo trabajando. Y seguimos con el juicio en Comodoro Py para que esto marque un precedente y que no ocurran nunca más hechos como éste, disfrazados de motines.
En todos estos años ustedes también hicieron una experiencia particular con eso que se llama Justicia
HC- Hablemos de esa “justicia”. Hay personajes que se convirtieron en “héroes” cuando fue el juicio a la Juntas militares en 1985, como Strassera y Rivarola. Pero ellos tuvieron inicialmente la causa del pabellón séptimo, entre 1978 y 1982. Y ellos desestimaron que esa masacre hubiera constituido algún tipo de violación de los derechos humanos. Todo dicho.
JS- Recordemos que no son los únicos. Hay muchos jueces y fiscales que aún están en funciones y vienen de la dictadura.
Pasaron más de 38 años de aquella experiencia infernal. Las vidas de Juan, Roberto y Hugo, rescatadas por casualidad de aquel pandemonium, compartieron con millones de otras vidas varias décadas. Pasaron varios gobiernos, varias crisis y también épocas de “crecimiento”. Pero la cárcel, esa que les mostró el horror en vivo y en directo aquella mañana de marzo de 1978, para ellos prácticamente sigue igual. Y lo dicen con conocimiento de causa.
Según datos de febrero de este año la cárcel de Devoto tiene actualmente 1730 personas detenidas y sólo 300 (el 17 %) tienen condena. O sea que el resto son legalmente inocentes.
Esto pasa 38 años después de lo que le pasó a ustedes. ¿Qué es la cárcel entonces?
HC- La cárcel sigue con esa misma dinámica, con esa misma morbosidad, con esa misma violencia. No cambió nada. Los pibes, en su mayoría pobres, esos que visten con gorrita, los que no tienen oportunidades de estudio ni de trabajo, los que tienen a sus padres juntando cartones, son los que en un 70 u 80 % eligen los gobiernos para llenar las cárceles, hacer sus negocios y sus políticas según el viento que sople. Ninguno quiere modificar esto.
JO- Es que parece que nadie le importa. O sólo les importa llenarla de gente pobre.
RM- Yo hace dos años que salí de la cárcel, después cumplir una sentencia, y doy fe de que todo sigue siendo lo mismo. Tanto en la alimentación, en temas de vigilancia y en el resto de las cosas, sigue todo igual.
JS- Yo creo que las cárceles, como están diseñadas, están para esto, para ser un depósito de personas. Y la muestra está en que en la dictadura hubo más de 650 centros clandestinos de detención pero al día de hoy hay menos de 700 condenados. El resto de los genocidas está libre o a lo sumo procesado. ¿Somos todos iguales ante la ley? No. La ley es la ley del sistema que gobierna y cumple esta función de salvar a los poderosos y llenar las cárceles de trabajadores, jóvenes y pobres. Por eso hay que cambiar el sistema de raíz.
HC- Yo lo resumo con un ejemplo concreto. En 2013, cuando hice esa recorrida por el pabellón, les llamé la atención a todos los funcionarios del Servicio Penitenciario que nos acompañaban. Les dije que cómo podía ser que 35 años después del infierno seguían estando las mismas camas, la misma calidad de colchones, el mismo sistema. Es claro. No ha cambiado nada.

Daniel Satur @saturnetroc
Alan Gerónimo
Domingo 4 de septiembre | 07:27

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