Soledad Barruti destapa la industria alimentaria, una caja de Pandora que encierra experimentación científica, desequilibrio ecológico y social
Desde la ciudad no se ve. A lo sumo se puede desconfiar. Los alimentos reposan en las góndolas o las heladeras de los supermercados como si aparecieran por generación espontánea o llegaran después de un tour sin escalas de la naturaleza a la mesa. Lo invisible a los ojos urbanos es un origen y un trayecto rebalsado de crueldad, prácticas al borde de la legalidad, negligencia y corrupción. La comida industrial (o sea, prácticamente todo lo que nos llevamos a la boca) en los últimos años se ha vuelto blanco indiscutible de sospechas, pero ¿cuántos son realmente los que cuentan con el privilegio del acceso a la información y la capacidad económica para llevar su consumo alimenticio por vías alternativas (mercados orgánicos y ferias naturales)? Soledad Barruti -escritora y periodista, ha caminado el territorio (las provincias pampeanas, algunas del Norte y las costeras) para ver e interrogar a los propios productores, campesinos que han quedado al margen del sistema, médicos, funcionarios y gente de a pie- brinda en su libro Malcomidos (Ed. Planeta) un cuadro turbador sobre la génesis de lo que nos espera en la góndola: “Animales que viven en superficies minúsculas, rodeados por un aire irrespirable, medicados, estresados hasta la locura, mordiéndose o picándose unos a otros, infectados de bacterias, tambaleándose en sus huesos frágiles. Frutas y verduras llenas de químicos. Cereales creados en laboratorios que se ensayan directamente sobre los consumidores”.
La lógica del mercado hace años que, aquí y en el mundo entero, cae impiadosa también sobre la industria alimentaria. El objetivo ya no es proveer alimentos nutritivos, sino ampliar sus beneficios económicos al menor costo y en el menor tiempo posible. Esa es la idea que se transmite a lo largo de las páginas de Malcomidos, no sólo a través de palabras sino de números: “Argentina aumentará en 60 por ciento su producción granaria en menos de diez años, intensificando todavía más la producción de eso que se viene sembrando a destajo, porque lo necesita el mundo industrializado: soja. Granos para alimentar animales -sobre todo cerdos chinos- y elaborar aceites y biocombustibles, también para exportación”. “La soja está destruyendo los suelos: a los pampeanos los expertos les dan 30 años de vida fértil, a los del Norte 10”. “Los casi 300 millones de litros de agroquímicos que se utilizan por año en el país están intoxicando hasta la muerte a los 12 millones de personas que viven en zonas rurales”. Barruti brinda un panorama local en un ejercicio de investigación y divulgación que se inscribe dentro de un movimiento global, que involucra a periodistas especializados de todo el mundo, libros y documentales, sobre todo a partir del año 2005, como Food Inc, El futuro de la comida o El mundo según Monsanto. Malcomidos da cuenta también de quienes están trabajando a nivel local para desenmascarar algunos de los oscuros negocios y prácticas que se cocinan alrededor de la comida y a espaldas de sus consumidores.
¿Cómo fue que tu interés inicial por la comida se convirtió en el proyecto de escribir un libro?
Crecí inmersa en información sobre lo que te hace bien y lo que te hace mal, una información no transmitida desde un lugar de miedo sino desde el placer de saber comer y cocinar. Siempre fui de comer sano: pero no “el comer sano” del edulcorante. Comer sano no es comer light. Cuando nació mi hijo, eso se volvió más profundo: quise tener información sobre el origen de cada una de las cosas. Empecé a leer libros e investigaciones en medios como New Yorker, New York Times y espacios de debate sobre alimentación que no tuvieran que ver con lo gourmet sino con las corporaciones que surgen alrededor de algo que todos necesitamos y que termina en una puja de poderes y concentrado en muy pocas manos. Argentina tiene una imagen súper natural de vaquitas pastando al sol. Pero yo tenía toda la información de lo que estaba sucediendo acá con la soja, que todo lo copa y reduce la cría de animales a los feedlots. Entonces escribí una nota en Radar sobre esto y tuvo un montón de repercusión. Le propuse el tema a la editorial. Me dediqué durante dos años a meterme lo más posible dentro del territorio argentino, un poco ayudada por la editorial, un poco haciendo notas de turismo para pagarme el pasaje. Todo eso terminó dando como resultado el libro.
Hay evidentemente un panorama en el que la alimentación empieza a jugar en contra de la salud y a favor de las corporaciones.
No hay nada que haga entender mejor el capitalismo en este momento que la comida. Deja ver las fallas, las grietas, las crueldades y las razones del capitalismo como lo que pasa en la industria alimentaria. Yo dudo del relato lineal de las personas que sostienen que “se produce tal forma de consumo alrededor de la comida para que se vendan más medicamentos”. No creo en las teorías conspirativas. Pero no es casual que en este momento, a nivel mundial, el movimiento que está dando más luchas productivas es el food movement: distintas expresiones de una búsqueda contracultural de este sistema productivo de alimentos que engloban de todo (feministas, ecologistas, movimientos antibélicos). Movimientos que hablan de devolver la potestad productiva a los pueblos según sus necesidades, según su cultura, a un sistema alimentario que sea para comer y no solamente para vender.
¿Qué les contestás a quienes argumentan que sin este sistema de producción y sin transgénicos no habría posibilidad de responder a toda la demanda?
La pregunta tiene que ser reformulada. Primero, este sistema de producción de alimentos produce niveles históricos de comida. La superproducción de alimentos viene de antes de los transgénicos, empieza con la revolución verde, a fines de los 60. Viene de la necesidad de Estados Unidos de hacer la reconversión de sus empresas químicas hacia la producción de alimentos. Las empresas químicas empiezan a encontrar la manera de dirigir los venenos destinados a la guerra hacia las cosechas. Hoy la reconversión de la industria química en alimentaria encuentra tal vez uno de sus mayores y más evidentes símbolos en los caldos y todo lo instantáneo.
¿Qué tipo de consumo promueve este modo de producción?
La idea rectora es producir muchos granos para generar comida industrial barata, mala y para producir carnes baratas, industriales y malas. Superproducir no para dar de comer a las personas sino para generar situaciones económicas favorables a la industria. Cuando entrás a un galpón y ves que hay 50 mil pollos, ¿qué tipo de carne es? ¿Qué tipo de consumo promueve? Son carnes criadas con antibióticos. Es una cadena que no está buena de por sí para los que lo pueden comer. Y después está lo que es más grave, lo que es más mentiroso y donde falla totalmente el sistema, que es esto de que la cantidad de personas que tienen acceso a alimentos es mucho mayor que nunca en la historia. Sin embargo, un tercio de la comida que se produce se tira a la basura. No es un sistema pensado para alimentar. Es un sistema pensado para vender y para enriquecer al puñado de productores que se adueñan de la producción. El sistema no da lugar a que las personas puedan producir su comida. Además se emplea a muy poca gente: se trabaja a gran escala, con maquinaria. Se dice que nunca hubo más gente viviendo en las ciudades que ahora. Pero ¿en qué condiciones? En general es gente que se vio expulsada, que es forzada a vivir en las grandes urbes. Chaco es muy buen ejemplo, allí viven muchas personas que se vieron expulsadas por el acaparamiento de las tierras para el cultivo por parte de las corporaciones.
¿Qué se puede hacer en materia legislativa para controlar este sistema de producción?
Hay que descentralizar, volver a pensar en un sistema de producción de alimentos que piense en los argentinos primero. El 60% del país está ocupado por un grano que nosotros no comemos sino que producimos para exportar en más de un 90%. Eso ya es ilógico a nivel de soberanía alimentaria. Si se quiere controlar los precios, hay que ver quién produce, facilitar el poder y el acceso de los pequeños y medianos productores de la agricultura, los productores familiares, los que producen los alimentos básicos: frutas y verduras. Así habría más alimentos que el Estado podría comprar directamente y los precios bajarían. Habría que volver a empezar.
¿No hay una solución intermedia?
La lógica mercantil está trasladada a todos los planos. Leí con espanto hace poco una noticia que ilustra la concepción general que tiene la clase política acerca del tema de la nutrición: en Pilar este año se han recortado la leche y las frutas del menú de los comedores de los colegios. Estructuralmente, cada provincia debería ser autosuficiente. Chaco exporta el 66% de sus alimentos, es una provincia que tiene que poder autoabastecerse y no ser un gran sembradío para los chinos. Habría que pensar en sistemas de desarrollo local, que posibiliten el trabajo de las personas que son de esos territorios y ejercer ciertos controles sobre el sistema de producción industrial que, obviamente, no va a desaparecer. Armamos la ley de extranjerización de suelo, bueno, hay que armar la ley de uso del suelo también.
Después de todos estos años de investigación, ¿cómo hacés para encarar tu alimentación de un modo no paranoico?
Tuve dos etapas. En la primera, que fue al principio de la investigación, tuve un absoluto rechazo por todo y me volví casi ascética: vegana, sin plantearme por qué, no quería saber más nada con nada que tuviera que ver con esta industria. Ver animales torturados, espacios tóxicos, todo es tan horrible que ya no quería ser parte de eso, no podía, no había forma de ir al chino y comprarme un huevo. No tenía el lado B de las alternativas y las opciones. Entonces, primero fue súper restrictiva y me costó muchísimo ya que para mí estar a dieta es una pesadilla. Fue una etapa necesaria, fue parte del involucrarme en el tema. Luego empecé a buscar comida a la que llamo “sin prontuario”: saber de dónde viene. Sigo la búsqueda cultural que tienen todas las comidas; me encanta saber las recetas de mi abuela. Hay que romper con ciertas ideas como, por ejemplo, que en tu plato siempre tiene que haber cosas animales.
¿Cómo y dónde comprás?
Tengo un delivery orgánico que me trae una bolsa gigantesca de verduras de estación que sale 220 pesos; si lo comparás con los precios de supermercados, es incluso más barato. Me trae un cajón de fruta de estación, que es bastante aburrido en realidad (pera, manzana, uva) pero básicamente es lo que se cosecha en esta época. Aunque en octubre hay unas frutillas increíbles, del mango olvidate. Mi mamá va a Saladillo y trae carne. Huevos hay en el mercado de Bonpland o en el de Chacarita. Somos el tercer exportador mundial de frutas y verduras orgánicas, pero para el mercado interno tiene un sector muy pequeño. Misiones, por ejemplo, armó un sistema de ferias, la Feria Franca, en las que algunos productores son agroecológicos y otros no. Son grupos de productores que hacen un control entre ellos mismos. En la cultura de los misioneros está instalado ir a la mañana bien temprano a la Feria Franca porque comprás más barato y más fresco que en ningún lado. Hay un gran mercado de químicas que quieren entrar y darles cursos a los productores para que usen más de sus químicos. Les dicen “esto es como tomar agua, no es venenoso”.
¿Se sabe cuáles son los efectos de consumir carnes de animales alimentados con las cantidades de hormonas y antibióticos que relatás en tu libro?
El peligro más grande que tiene eso son las bacterias que generan resistencia dentro de esos mismos animales. En general, los problemas se dan en los pueblos en los que se usan los antibióticos sobre los animales. En Chiloé, cerca de las salmoneras, se usan cerca de 12 antibióticos permitidos. En esa región se encontraron un montón de enfermedades extrañísimas. Hay médicos que las están estudiando. Vienen a través del agua, del suelo. Los virus también pueden salir de estos lugares: las gripes salen de ahí, está comprobado. Estaba analizando un libro que se llama El mundo hasta ayer, de un antropólogo que hace el seguimiento del nacimiento de distintas civilizaciones y cuenta cómo las poblaciones que comenzaron a contraer las pandemias más graves son las que están en contacto con animales que se crían para la agricultura. Entonces se empiezan a generar anticuerpos para esas enfermedades.
De los hábitos diarios que tenemos, ¿cuáles son los más nocivos?
Hay pequeñas conquistas que se pueden hacer. Por ejemplo, no comprar alimentos publicitados. Tampoco hay que comer nada que no se pudra. Que es lógico porque ¿cómo voy a comer algo que está siete años ahí igual? Mi mamá una vez se olvidó una torta adentro del microondas por cuatro años y cuando la fue a sacar estaba igual. Pero igual, ni siquiera se había hundido un poquito. El café instantáneo y todos los productos de ese estilo habría que eliminarlos también. Lo instantáneo, me parece, es una idea que está mal. Primero, porque te incita a comer y tomar muchísimo más, a hacer de algo que debería tener su tiempo, su momento, algo automático. Después, es más feo, realmente, y más caro. Y si no es más caro, es peor porque de algún lado la industria siempre va a ganar, siempre te va a estar sacando plata por algún lado. Hay que tener en cuenta que sólo el 20% del precio de un producto está destinado al producto. Lo demás, a publicidad.
¿Cómo leés la revolución tecnológica? ¿Facilita información?
En Internet justamente lo que falta es una discusión inteligente, pausada y con toda la información realmente sobre la mesa. Internet es un sistema de operaciones permanente de información que no es tal, no se chequea nada. Los medios hoy están absolutamente pensando en otra cosa, esto se ve en cómo siguieron entrecortadamente el caso de Monsanto. Todo está blindado por los intereses que lograron trabar sus circuitos de información. Pero que todo eso sea reemplazado por la búsqueda en Internet para mí es terrible. Me parece que debería haber otros canales de información: la universidad es uno de ellos. Hay que terminar con la búsqueda de información desesperada a la que lleva Internet. En inglés hay bastante material pertinente: se pueden ver las clases de Berkeley online sobre estos temas, por ejemplo. Hay que saber a qué lugares ir a buscar datos. Para los chicos, Internet no es más que una fuente de publicidad, es lo único que aprenden de ahí. Hay sitios en los que, cuando el chico está cerca de un McDonald’s, le salta una publicidad de McDonald’s. Y los chicos son mucho más vulnerables a esos contenidos. Para los chicos, Internet es un nuevo canal de marketing. De cualquier manera, no lo puedo demonizar del todo: yo no podría haber hecho mi libro si no tuviera Internet.
Dolores Curia
Revista Debate
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