Viernes, once de la mañana, en uno de los bulevares que vertebra de norte a sur la ciudad de Rosario (300 kilómetros al noroeste de Buenos Aires), varias decenas de personas esperan fuera del Tribunal Oral Federal Número 1. Son de todas las edades, hay chicos y chicas que se han saltado un par de clases, gente un poco más mayor, también ancianos, incluso una mujer con su hijo que no llega al año. Sonríen, comentan qué tal estuvo el día anterior, colocan pancartas, toman mate con los gendarmes que controlan la entrada, de quienes saben su nombre, apellidos, incluso detalles de su vida. Porque esta escena se repite todos los jueves y los viernes, días en los que se celebran los juicios a los represores de la dictadura militar (1976-1983) en Rosario: están ‘haciendo el aguante’.
‘Hacer el aguante’ es apoyar, en este caso a quienes testifican, y recordarles que su denuncia, su lucha particular, es la de toda la sociedad argentina, recordarles que no están solos. Principalmente están aquí personas ligadas a colectivos de defensa de los Derechos Humanos como H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), Madres de la Plaza de Mayo y otras organizaciones y colectivos de los movimientos sociales. Llega el primero de los testigos, Ramón Verón, de cincuenta y siete años, quien se para a hablar con las personas que están ahí, a quienes conoce de otros procesos, de jornadas de apoyo o concienciación, de su lucha común. Abrazos, besos, le animan. Ramón entra.
El juicio, los juicios
Verón vuelve a reconstruir su secuestro, las torturas a las que le sometieron y el tiempo que estuvo en la cárcel una vez más, esta vez para la causa Guerrieri II. El Código Penal argentino no recoge figuras legales como el genocidio, de tal manera que los juicios se van dando sobre acusaciones particulares a individuos concretos. Ramón tiene entonces que revivir el dolor otra vez, y repetir lo que ya contó hace muchos meses en la causa Guerrieri-Amelong, porque esta vez su testimonio puede aportar pruebas para condenar a otras personas cuyos nombres y roles aparecieron durante el primer proceso.
Y como él, y como luego hará Olga Moyano en esa misma sala, a esa hora están haciendo lo mismo otras víctimas del terrorismo de estado en Tucumán, La Rioja y Buenos Aires. Como lo harán el lunes también en Buenos Aires, el martes en Córdoba o el miércoles en Bahía Blanca o Formosa. Hay juicios todos los días de la semana repartidos por toda la República, contra todos aquellos represores de quienes han podido juntar pruebas para acusarles, sean militares de bajo rango o civiles, sean cabecillas y planeadores de la represión en su zona.
Aunque el trance sea duro, es indispensable para condenar a todos aquellos que participaron de estos crímenes. Lucila Puyol es abogada querellante y militante de la agrupación H.I.J.O.S. de la ciudad de Santa Fe, hija de Norberto “Piki” Puyol, desaparecido en Córdoba el cuatro de diciembre de 1976 y de una presa política, detenida en 1975 y liberada en 1981. Ella explica que “la prueba esencial es la testimonial, ya que no es razonable exigir en el contexto en que se produjeron los hechos investigados otro tipo de prueba, al menos en lo que refiere a la detención de las víctimas, todas ilegales, y a las torturas que se denuncian como sufridas, que obviamente no están registradas”.
Alfonsín y el Juicio a las Juntas
Este papel preponderante del testimonio oral quedó recogido ya en la causa 13/84, conocida como “el Juicio a las Juntas”, que se efectuó poco después de llegar Alfonsín al poder con el restablecimiento de la democracia. En los fallos 309-I y II se establece que “la declaración testimonial es un medio de prueba que se privilegia frente a modos particulares de ejecución en los que deliberadamente se borran las huellas, o bien se trata de delitos que no dejan rastros de su perpetración, o se cometen en el amparo de la privacidad. En tales supuestos a los testigos se los llama necesarios”.
Este proceso acabó con Videla y Massera -integrantes de la primera junta militar, el primero de ellos Presidente de facto- condenados a cadena perpetua, y con otros miembros de las juntas que se sucedieron también con condenas, aunque no todos, ante la imposibilidad de probar su responsabilidad.
Esta experiencia, no obstante, duró poco. Los levantamientos de los “carapintadas” –militares- provocaron que el gobierno del Presidente Alfonsín claudicara y promulgara las dos primeras de las conocidas como “leyes de impunidad”: la ley de Punto Final –por la que los delitos que no habían sido empezados a juzgar prescribían- y la de Obediencia Debida –que eliminaba cualquier responsabilidad de crímenes que se hubieran cometido por una orden de un superior-.
La tercera de estas leyes fue el conjunto de indultos que firmó el Presidente Carlos Saúl Menem, que llegó a la Casa Rosada en 1989, y que sacaron de la cárcel a los represores condenados –Videla, Massera, etc.- y a los líderes de los grupos guerrilleros, como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo.
2003: la reconstrucción del país
Tras el corralito y la crisis política y económica que hundió a la Argentina y dejó a gran parte de su población en condiciones de exclusión, de pobreza, la sociedad se enfrentó a las políticas neoliberales que desarrollaron principalmente Menem y su ministro de economía Domingo Cavallo y que se percibían como una continuación del trabajo que comenzó Martínez de Hoz como ministro de la misma cartera durante la dictadura.
Juan Emilio Basso, periodista y miembro de H.I.J.O.S. de la ciudad de Rosario, tenía por aquel entonces –finales de los 90- unos veinte años, y lo recuerda claramente:
“Durante esa etapa, la aplicación del modelo neoliberal generó conflictividad, con las consecuencias más visibles en la marginación. Entonces vimos que la impunidad para los represores de ayer era una cara de la represión que se estaba viviendo en el presente, con ocupados a los que se les cerraba la fábrica, resistencia de los trabajadores que se oponían al modelo de reducción de salarios o de expulsión de mano de obra… La represión que empezaba a desatarse era una contracara del perdón a los genocidas”.
El cambio llegó en 2003, cuando Néstor Kirchner asumió la Presidencia. Tenía la difícil tarea por delante de recuperar la gobernabilidad de un país roto y hundido, vendido a multinacionales y con una deuda externa asfixiante que no había parado de crecer desde que en la dictadura el Fondo Monetario Internacional abriera sus grifos para Argentina. En un acto de inteligencia política o de convicciones, o un poco de ambas, Néstor recuperó la identidad del peronismo de izquierdas previo al golpe del 76, que hunde sus raíces en el discurso nacional popular del primer peronismo y del radicalismo yrigoyenista de los años 20.
Y así como una de las piedras angulares de la política kirchnerista es la recuperación de la industria nacional y del mercado interno, para la construcción de la legitimidad democrática del proyecto la otra tenía que ser la del juicio y castigo –con la consecuente derogación de las leyes de impunidad- a quienes hicieron desaparecer a más de 30.000 personas y sentaron las bases del descalabro económico. Así lo explicitó el presidente en el discurso que dio en el Colegio Militar de la Nación tras haber ordenado, en un gesto ya mítico del imaginario colectivo argentino, bajar de las paredes los cuadros de Videla y Bignone, antiguos directores de la escuela e ideólogos de la represión:
“Lamentablemente, este modelo económico y social no terminó con la dictadura; se derramó hasta fines de los años 90, generando la situación social más aguda que recuerde la historia argentina. Víctima de ese modelo fue el pueblo, que sufrió empobrecimiento y exclusión, de las que todavía hoy afrontamos las terribles consecuencias”.
Si la memoria es política, el olvido también
Al revés de lo que ocurre en España, en Argentina tímidas voces reclaman que se pase página y se deje de mirar atrás. Una de las últimas fue la del Gobernador de la provincia de Córdoba, José Manuel de la Sota, quien dijo que “soy de los que creen que la Argentina necesita un baño de reconciliación”.
Frente a estas declaraciones, destacan las que hiciera el Presidente Kirchner en el mismo discurso que era citado antes:
“Obviamente, es también un ámbito de conflicto entre quienes mantienen el recuerdo de los crímenes de Estado y quienes quizás, algunos todavía con buena intención pero otros buscando su propia impunidad, proponen dar por cancelado ese período y pasar a otra etapa argumentando que la clausura de la memoria facilita la reconciliación. Muy por el contrario, creemos que la memoria no es sólo una fuente de la historia, sino que es fundamentalmente un indispensable impulso moral y, además, es un deber y una necesidad ética y política de la sociedad.”
Las encuestas, por su parte, muestran un amplio consenso en la sociedad a favor del enjuiciamiento a represores, que la abogada Puyol refrenda con su experiencia, en la que destaca que “las organizaciones sociales, gremios y organismos de derechos humanos siempre acompañaron esta lucha, aun en la etapa de nuestro país en que estaba obturada la posibilidad de persecución penal”, además de la voluntad de todos aquellas personas que, como Ramón Verón, se sobreponen a su dolor una y otra vez en cada testimonio para asegurarse de que no quede represor impune. Y en esta voluntad, como el propio Ramón dijo durante su testimonio, “nunca hubo ánimo de revancha o de venganza personal: nosotros lo que queremos es justicia”.
Porque sin memoria no hay justicia, y en una democracia donde no hay justicia la legitimidad siempre estará en entredicho. Como resume Juan Basso: “Una sociedad que perdonó a sus verdugos es una sociedad enferma, que aceptó tolerar algo, y que si estuvo dispuesta a tolerarlo una vez, ¿por qué no iba a tolerarlo más veces? Y nosotros decimos ‘No, acá no se tolera esto, en esta sociedad no’”.
Jesús Gil Molina
La Marea
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