miércoles, 8 de noviembre de 2017

Revolución rusa: recuerdos del futuro



Hace 100 años los bolcheviques llevaban adelante algo que muy pocos creían posible. La insurrección, meticulosamente preparada por Trotsky en Petrogrado, era acompañada por la votación ampliamente mayoritaria del Segundo Congreso Pan Ruso de los Soviets, cuya composición había cambiado drásticamente respecto del primero, donde aún dominaban los conciliadores. En las semanas previas, en cada fábrica, cuartel, aldea, en todo el frente, millones habían deliberado y resuelto un mandato inapelable: el poder debía ser traspasado de un cada vez más decrépito gobierno provisional a los soviets (consejos) de diputados obreros, campesinos y soldados. Lenin veía materializada la victoria de la orientación que había dado a su partido luego de su vuelta del exilio –no sin vencer duras resistencias internas– expresada en Las tareas del proletariado en la presente revolución (título del texto también conocido como Tesis de Abril). Allí entre otras cuestiones se decía:
Ningún apoyo al Gobierno Provisional; explicar la completa falsedad de todas sus promesas, sobre todo de la renuncia a las anexiones. Desenmascarar a este gobierno, que es un gobierno de capitalistas, en vez de propugnar la inadmisible e ilusoria “exigencia” de que deje de ser imperialista.
Explicar a las masas que los Soviets de diputados obreros son la única forma posible de gobierno revolucionario y que, por ello, mientras este gobierno se someta a la influencia de la burguesía, nuestra misión sólo puede consistir en explicar los errores de su táctica de un modo paciente, sistemático, tenaz y adaptado especialmente a las necesidades prácticas de las masas.
Una orientación muy diferente a la que había podido leerse en Pravda durante todo marzo, cuando estaba bajo la dirección de Stalin y Kamenev, sintetizada en la máxima “apoyar lo bueno y criticar lo malo” del gobierno provisional.
Entre abril y octubre los bolcheviques hacen gala de una maestría táctica asombrosa y pasan de ser una “minoría reducida” en los Soviets, como reconoce Lenin en las mismas Tesis., a la fuerza mayoritaria en su seno, en alianza al momento de la toma del poder con el ala izquierda de los socialistas revolucionarios, que se habían dividido con el tumultuoso curso de los acontecimientos. Emplean distintas variantes de la táctica del frente único, incluso planteando en un momento a los conciliadores la exigencia de romper con la burguesía y que los soviets, que todavía dirigían mencheviques y socialistas revolucionarios, tomen el poder, comprometiéndose los bolcheviques a una oposición pacífica si esto ocurría.
Lenin y sus seguidores captaron las aspiraciones más profundas de las masas. Los soldados no querían seguir muriendo en las trincheras y los obreros no querían seguir pasando hambre en una guerra a la que no veían el mínimo sentido. Los campesinos querían la tierra ya, para algo habían terminado con la autocracia. La burguesía liberal, por el contrario, quería continuar la guerra imperialista siguiendo los dictados de la cancillería británica y francesa mientras los mencheviques y la mayoría de los socialistas revolucionarios se adaptaban a este objetivo. “Pan, paz y tierra” y “todo el poder a los soviets”, bramaban los oradores bolcheviques encontrando cada vez más simpatía y aprobación en las amplias masas. Para mediados de junio ya se habían vuelto mayoritarios entre el proletariado de Petrogrado pero había que conquistar la mayoría obrera y campesina en todo el país. Algo que no tardarían en conseguir.

Causalidades

Los historiadores liberales intentan mostrar hoy que la victoria de octubre y la consolidación posterior de la revolución correspondieron a una serie de casualidades. Antes la habían presentado como un mero golpe de estado bolchevique, como sentencia el clásico “Técnica del golpe de estado” (publicado originalmente en París en 1931) del ensayista, novelista y diplomático italiano Curzio Malaparte, entonces un fascista que luego de la Segunda Guerra Mundial terminó siendo parte del Partido Comunista Italiano y finalmente simpatizando con China de Mao. Por el contrario a estas visiones superficiales, Trotsky supo señalar la combinación de factores objetivos y subjetivos que permiten explicar por qué fue en la atrasada Rusia zarista donde los obreros y campesinos por vez primera pudieron retomar lo que había esbozado la Comuna de París en 1871 y hacerse del poder.
La insurrección victoriosa del 25 de octubre (7 de noviembre según el calendario gregoriano utilizado en Occidente y hoy en prácticamente todo el mundo) de 1917 no cayó del cielo. El presidente del Soviet de Petrogrado en 1905 da cuenta de ocho premisas históricas que la posibilitaron. Las cinco primeras las considera como “premisas orgánicas”, estructurales:
a) la podredumbre de las viejas clases dominantes; de la nobleza, de la monarquía, de la burocracia;
b) la debilidad política de la burguesía, que no tenía ninguna raíz en las masas populares;
c) el carácter revolucionario de la cuestión agraria;
d) el carácter revolucionario del problema de las nacionalidades oprimidas;
e) el peso social del proletariado.
Estas premisas habían estado en la base del audaz planteo de Trotsky sobre la dinámica revolucionaria rusa sintetizada en su reelaboración (respecto del que formulara Marx durante las revoluciones de 1848) del concepto de “revolución permanente”, esbozado aún antes de desarrollarse el proceso revolucionario de 1905 pero más sólidamente fundamentado en Resultados y perspectivas, el texto que escribe en la cárcel en 1906, luego de la derrota del “ensayo general revolucionario”.
La especificidad del desarrollo capitalista en Rusia había creado la particularidad de un proletariado relativamente más fuerte que la burguesía, restringida por el dominio del absolutismo en su posibilidad de fortalecimiento. El proletariado, aunque minoritario respecto del campesinado, se había desarrollado junto con la industria producto del capital extranjero y estaba altamente concentrado en las ciudades que movían los hilos económicos y políticos del país. La revolución de 1905 había corroborado que el proletariado ruso podía jugar el rol dirigente en la lucha contra el zarismo. El estallido de una nueva Revolución rusa, vaticinaba Trotsky, vería repetirse esta mecánica. La clase obrera, armada y dirigiendo la revolución, acaudillando a los campesinos, no se detendría en la puerta de la propiedad privada sino que para imponer sus reivindicaciones avanzaría despóticamente sobre la misma. La revolución democrática transcrecería en revolución socialista y Rusia podría transformarse en el primer país donde obreros y campesinos se hicieran del poder, dando impulso al desarrollo revolucionario en toda Europa, particularmente en Alemania. Un pronóstico que se materializaría poco más de una década más tarde.
A las cinco premisas orgánicas o estructurales, el constructor del Ejército Rojo agregaba como elementos coyunturales excepcionalmente importantes:
f) la Revolución de 1905 como gran escuela, o según la expresión de Lenin, “ensayo general” de la Revolución de 1917; los soviets, como forma de organización irreemplazable de frente único proletario en la revolución, fueron organizados por primera vez en 1905;
g) la guerra imperialista que agudizó todas las contradicciones y arrancó a las masas atrasadas de su estado de inmovilidad. Pero estas condiciones explicaban el estallido de la revolución, no la victoria del proletariado.
Para esto fue fundamental otra condición necesaria, ni más ni menos que la existencia de:
h) el Partido Bolchevique [1].
¿Por qué pudieron los bolcheviques jugar ese papel decisivo? Lenin explicaba que el bolchevismo había surgido en 1903 sobre la base teórica del marxismo. Pero que, además de esta “base teórica de granito”, y nos disculpamos por citar algo extensamente,
…tuvo una historia práctica de quince años (1903-17), sin parangón en el mundo por su riqueza de experiencias. Pues ningún país, en el transcurso de esos quince años, conoció ni siquiera aproximadamente una experiencia revolucionaria tan rica, una rapidez y una variedad tales en la sucesión de las distintas formas del movimiento, legal e ilegal, pacífico y tormentoso, clandestino y abierto, de propaganda en los círculos y entre las masas, parlamentario y terrorista. En ningún país estuvo concentrada en tan breve período de tiempo semejante variedad de formas, de matices, de métodos de lucha de todas las clases de la sociedad contemporánea; lucha que, además, como consecuencia del atraso del país y del peso del yugo zarista, maduraba con singular rapidez y asimilaba con particular a nsiedad y eficacia la “última palabra” de la experiencia política americana y europea [2].
Un partido con una base teórica sólida forjado en las formas más diversas de la lucha de clases, asimilando lo más avanzado de la experiencia política internacional.
Los bolcheviques supieron mantenerse internacionalistas en la guerra mundial, enfrentando todas las formas de patriotismo reaccionario. Bajo el influjo de Lenin mantuvieron su independencia del gobierno de la burguesía liberal y luego del gobierno de coalición entre esta y los mencheviques y socialistas revolucionarios.
Reconocieron en los soviets las formas de un nuevo poder. Y aquí es preciso detenerse, porque estos pasaron de ser el instrumento del frente único de lucha por el poder a la base de un nuevo tipo de estado, la más avanzada forma de democracia proletaria que hemos visto en la historia. Lenin se basó en las enseñanzas de la Comuna de París para presentar entre febrero y octubre las características que tendría el estado proletario en ese magnífico trabajo inconcluso que es El Estado y la Revolución. Un tipo de estado distinto a todos los conocidos previamente. No para que una minoría imponga su dominio despótico sobre la mayoría, como había sido hasta el momento, sino para que la mayoría explotada ejerza su dominio transitorio sobre la minoría explotadora con la finalidad de extender la revolución en el terreno internacional, de conquistar el comunismo y terminar con toda forma de dominación. Un tipo de estado que Marx había denominado, en un concepto extraído de las barricadas del París revolucionario de junio de 1848, “dictadura del proletariado”, término que nos habla ante todo de cuál es la clase que domina socialmente (la república democrática, a su vez, sería no otra cosa que una envoltura para el ejercicio de la dictadura del capital) y no de las formas políticas precisas que puede tener ese dominio. Por eso en la Comuna parisina había para Marx y Engels el primer esbozo de esta nueva forma de estado. Una dictadura sobre la burguesía a la cual los obreros armados no pedirán consentimiento para expropiar sus fábricas, tierras y bancos, a la vez que la mayor de las democracias existentes para la clase trabajadora y el conjunto de los oprimidos y explotados. Un tipo de Estado en el cual la policía y el ejército profesionales serán reemplazados por el pueblo en armas; donde los funcionarios políticos cobrarán como un obrero calificado y serán revocables por los electores; donde los poderes ejecutivo y legislativo se fusionarán en una verdadera “corporación de trabajo”, que debatirá y resolverá sobre los destinos políticos y económicos de la sociedad.
Los bolcheviques tuvieron la osadía de comenzar a implementar esto en un estado cultural y económicamente atrasado, y devastado por la guerra mundial primero y la guerra civil después. Así y todo, hicieron maravillas. Pusieron en pie la Tercera Internacional. Derrotaron la invasión de catorce ejércitos, entre “blancos” e imperialistas. Revolucionaron las artes, la educación y las ciencias. La igualdad de la mujer fue mayor que en cualquier otro país de su tiempo, incluyendo plenitud de derechos políticos, el divorcio y la legalización del aborto. Intentaron diversas formas de socialización del trabajo doméstico. Rusia se transformó en una potencia industrial a un ritmo que no había logrado ninguna otra nación. Pero se pagó el precio del atraso y del aislamiento en que quedó la Unión Soviética al no triunfar la revolución social en otros países de Europa –Alemania en particular– con la burocratización de los soviets y del partido, cuestión que se impuso mediante una contrarrevolución interna de la que fue víctima principal la Oposición de Izquierda.

Ayer y hoy

Recuerdos del futuro titulamos estas líneas. Imaginemos. Con los avances científicos y técnicos de los que disponemos actualmente (que el capitalismo desarrolla en primer lugar en ligazón con la industria militar) tenemos condiciones infinitamente superiores a las de los bolcheviques para llevar adelante la obra que ellos iniciaron. Durante la revolución los obreros rusos conquistaron la jornada de ocho horas de trabajo. Hoy su rebaja a seis horas y el reparto de la horas de trabajo entre ocupados y desocupados sería solo un primer paso que el desarrollo de las fuerzas productivas permiten hacia una reducción aun mayor de la jornada de trabajo. Para que el tiempo libre pueda ser empleado en el acceso generalizado a la cultura, a la ciencia y al arte, dejando atrás el trabajo alienado, forzado, y reemplazándolo por una actividad libre y creativa, cooperativamente realizada.
Por ello, rememorar los 100 años de la Revolución de Octubre es para nosotros lo opuesto a un ritual religioso o al cumplimiento rutinario de una efeméride. Volver sobre ella es imprescindible, ante todo, porque nos permite preparar el porvenir.
Mucho tiempo ha pasado desde aquella victoria revolucionaria luego “traicionada” por la burocracia stalinista. De la mano del neoliberalismo, el capitalismo fue restaurado, por vías diferentes, en el territorio de lo que fue la Unión Soviética y de la mayor parte donde el capital había sido expropiado en el siglo XX, como los países de Europa del Este y en China, aunque aquí el partido de poder se siga llamando “comunista”. Sin embargo, el triunfalismo capitalista que caracterizó la última década del siglo XX es cosa del pasado. Desde el estallido de la crisis que dio lugar a la “gran recesión” en 2008, la inestabilidad y la polarización social y política caracterizan la economía y la política mundiales. Los partidos del “extremo centro” entran en crisis. Las tensiones geopolíticas se incrementan. Los “cisnes negros” aparecen cada vez con mayor frecuencia, del “Brexit” a Trump, o a la declaración de la República en Catalunya. En los centros imperialistas y en la periferia surgen fenómenos políticos retrógrados y aberrantes pero también vemos los intentos balbuceantes de amplios sectores de masas, especialmente en la juventud, que buscan una sociedad igualitaria. Es cierto, la revolución social aún no ha dicho presente en este nuevo siglo. Amenazó en el cambio de siglo latinoamericano y en mayor medida en los inicios de la primavera árabe. Pero en el primer caso la irrupción de las masas fue contenida y canalizada por gobiernos de centro izquierda (o “progresistas” o “populistas” según se prefiera) que en ningún caso transgredieron los límites del capitalismo aunque así lo enunciara su variante más radical (el chavismo venezolano y su proclamado y no realizado “socialismo del siglo XXI”). En el segundo, fue la contrarrevolución la que se impuso, con golpes de estado y guerras civiles sin campos progresivos. Sin embargo, en un mundo donde los ocho más ricos del planeta tienen una riqueza equivalente a la de los tres mil quinientos millones más pobres, es decir, a la de la mitad de la humanidad, tarde o temprano nuevos levantamientos revolucionarios van a sacudir el planeta como lo hicieron en el siglo anterior. La irracionalidad capitalista, un sistema que se mueve y se organiza en función de la ganancia de un puñado de grandes monopolios dejando cientos de millones en la miseria más absoluta, no es “sustentable”. Lo mismo en lo que hace a la habitabilidad misma del planeta, en cuestión por el uso delirante que hace el capitalismo de los recursos naturales de “nuestra casa común”. La revolución va a dar que hablar en el siglo XXI. Y será permanente o no será nada.
Si la humanidad tiene algún futuro que no sea este presente miserable o la perspectiva de una crisis civilizatoria y ecológica a gran escala, tendremos que pasar por una serie de procesos revolucionarios victoriosos. El siglo que pasó mostró que los trabajadores pueden hacerse del poder a pesar de todos los mecanismos de dominación con los que cuentan los capitalistas. También dejó claro que estos no cederán sus privilegios sin resistencia, como siempre ha ocurrido en la historia, y que si el capital no es derrotado en sus centros de gravedad puede recomponerse y volver a la contraofensiva.
Inspirados por la revolución permanente, esperemos poder evitar la barbarie y superar la “prehistoria de la humanidad”, como llamaba Marx al tipo de organización social en el que nos ha tocado vivir. Nada de esto ocurrirá automáticamente, si no logramos construir una organización política revolucionaria de la clase trabajadora, a nivel nacional e internacional. Obvio, la historia no se da dos veces de igual modo. “Ni calco ni copia” decía Mariátegui. Pero sin inspirarnos en quienes hace 100 años “se atrevieron”, sin aprender de lo que fue el partido más revolucionario de la historia de la clase obrera, difícilmente podamos llevar adelante esta tarea, la más apasionante que puede tener quien quiera terminar con este sistema de explotación y opresión…

Christian Castillo

No hay comentarios:

Publicar un comentario