miércoles, 27 de agosto de 2014

Lugano o la tragedia de la intemperie



A las ocho de la mañana entraron a Cruz y Pola. Era sábado y Carmen se disponía a un sueño liviano, después de la guardia nocturna de las tres y media a las siete y media de la mañana. “Hacíamos las guardias para cuidar nuestras cosas, porque nosotros también somos víctimas de robos”. Pero no llegó a cerrar los ojos cuando oyó el tumulto. Y sus niños empezaron a llorar cuando la casilla tembló por los golpes.
Eran trescientas y pico entre las 500.000 personas con techo endeble en la Ciudad Autónoma. La más bella y rica. La más europea. Que languidece y se deshilacha hacia el sur. Dos millones y medio de gentes sin paredes sólidas si se suma el conurbano. De esas trescientas y pico son muchas las que abultarán las dos mil que, con suerte, se guarecen bajo las autopistas. O en edificios que las sucesivas crisis dejaron a medio construir. O en casas deshabitadas. O en las veredas del corazón más brillante de la CABA. Ahí donde el estruendo de la desigualdad aturde la inteligencia.
La población de la Ciudad disminuyó en los últimos diez años. Pero la gente que se apiña en las villas y asentamiento se duplicó. Y es tres veces mayor que en 1991. El Gobierno Pro de la ciudad más europea separa su excedente. Lo encierra en 42 asentamientos y villas, 21 barrios precarios, 172 casas instrusadas, hoteles subsidiados (3.300 familias), 21 conventillos oficiales, etc. Recorta el presupuesto con tijera ciega. O miope: en 2006 el presupuesto para vivienda equivalía al 5,3% del total. En el 2014, bajó al 2,5%. Para las villas en 2006 se destinó el 2,5% del presupuesto. En 2013, apenas el 0,8%. Los programas son sistemáticamente subejecutados. O prolijamente vaciados.
El sábado a la noche los atrapó en las orillas del asentamiento, ya vacío. Familias enteras o quebradas resistían, con sus niños, sus colchones, sus historias en una bolsa de consorcio, sus identidades bajo los escombros de la topadora. Tapados con trapos, con lonas, los sorprendió la tormenta tan anunciada por los pronosticadores y que eligió justamente la noche de los devastados para descargarse sin mínima piedad. Lluvia, granizo que mandó el cielo como una fuerza más para la represión. No bastan la gendarmería, la federal y la metropolitana. El cielo también golpea en la cabeza y congela el alma.
Hacía siete meses que levantaban sus casitas en esa tierra envenenada, vecina de la Villa 20. Empezaron tímidamente, el 24 de febrero cuando aparecieron “de la nada” y se plantaron en el predio de Fernández de la Cruz y Pola. Contaron a ojo los metros, marcaron con la punta del pie los límites, clavaron maderas y cubrieron con nailon. Después alguna chapa. En los últimos meses ya había casitas de bloques. La Justicia quiso echarlos desde el primer día. Pero no logró que la Metropolitana y la Federal se pusieran de acuerdo. El asesinato de una piba de 18 años terminó con las especulaciones y su sangre se transformó en la excusa perfecta para arrasar con la gente que en su mayoría no narcotrafica, no roba, no asalta, no mata y siempre, de unos o de otros, es víctima indefensa.
“Fuimos a pedir seguridad a la comisaría, hacíamos guardia de noche o no íbamos a trabajar para que no entren a robar”, relata Ana a APe. Carmen, delegada del asentamiento, es “enferma cardíaca e hipertensa” y ayer formaba parte del cordón que resistía, sobre Fernández de la Cruz, simplemente porque no tenía adónde ir. “Nosotros hacíamos una guardia nocturna porque también éramos víctimas de robos”, dice a APe, discutiendo la decisión del desalojo a partir del asesinato de Melina López. “Necesitábamos cuidarnos entre nosotros; éramos seis que nos turnábamos, de 12 a 3,30 y de 3,30 a 7,30. A mí me había tocado la última guardia. Me iba a dormir y llegaron como a las 8 a las patadas, gritando ‘salgan de acá, rajen, rajen’”.
El desalojo fue tan violento que no les permitieron llevarse sus ropas, sus herramientas, sus platos y sus tazas. En muchos casos, ni siquiera los documentos. Les demolieron sus casillas. Les rompieron todo. Víctimas sistémicas de un estado que los deja en la calle, que no les asegura vivienda digna –ni siquiera vivienda a secas-, que los corre de todas las tierras, que les roba sus identidades, que los expulsa con lo puesto para que caigan debajo de los puentes. Donde sufrirán cesantías sistemáticas hasta que una noche subrepticia se adentren en otro terreno y, con otros centenares de excedentes, alcen nuevamente maderas y bolsas y se echen a dormir bajo su cielo de nailon.
Ana dijo haber pagado 15 mil pesos por el terreno donde alzó su casilla. Dice saber que otros pagaron 18 mil, 20 mil y que sacaron créditos para llegar. Carmen relató ayer por la noche que “estamos en medio del frío, después del granizo. Lo único que hicieron fue mandar gente a los paradores, que ya están llenos y son sólo para la noche. Todos separados, las madres con los chicos por un lado, los padres por el otro, las cosas tiradas por ahí”. Y recalca que “nosotros fuimos en cinco oportunidades a decir que esto iba a pasar. Nosotros mismos somos víctimas de robos aquí adentro. Pero para mí dejaron la zona liberada para que pase lo peor y venir con la topadora, con la excusa de una muerte”.
Carmen no compró terreno. “Nosotros apostamos a este lugar, yo no levanté mi casilla acá por las dudas, yo me vine a vivir. Porque pagás el alquiler o comés, las dos cosas es imposible”. Ella dejó la Villa 20 donde pagaba 1600 pesos –más la luz y el agua- por una habitación de 5 por 4 para ella y sus cuatro hijos. “Vivíamos en condiciones de hacinamiento como todos aquí. Debía cuatro meses, por eso me fui”.
“Acá hay madres lastimadas, chicos que andan descalzos, se quedaron sin ropa, no nos dejaban sacar las cosas, quedaron los documentos bajo la topadora, la gente anda buscando los documentos debajo de las maderas”, relata Ana. “Confundieron humildad con delincuencia, siempre lo hacen”.
Dicen que los punteros aprovechan la desesperación. Se adueñan de hecho de retazos de terrenos, impulsan a la gente a mudarse y les venden tierras de nadie. O construyen casillas y las alquilan. Carmen pagaba 1600 pesos por una pieza ciega en la Villa 20. En la 31 se paga hasta $ 2.500. En el barro tóxico de Lugano, pedían más de 10.000 pesos por una lonja de esa tierra.
Ese retazo de tierra para donde estalla la Villa 20 tiene su historia: en los 80 la ciudad vendió tierras a la Federal para depositar autos con causas judiciales. La villa 20, vecina directa, tuvo un crecimiento exponencial en estos treinta años y comenzó a chocarse con el depósito. Sacaban autopartes para vender o rescataban materiales para las viviendas.
En 2006 se intimó a la Ciudad para que tomara una resolución. Con los autos conviviendo con la gente, estaba asegurada la contaminación. Y la imposibilidad del tendido de la red de agua, porque los líquidos del depósito contaminan las napas. Los chicos de entre 2 y 5 años que jugaban entre los autos tienen plomo en la sangre y el metabolismo distorsionado por la presencia de metales pesados y del asbesto (material constitutivo de las pastillas de frenos), potente cancerígeno prohibido desde hace diez años en la Unión Europea. La tierra y las napas están plagadas, además, de cadmio, cinc, cobre, cromo, manganeso, níquel, selenio e hidrocarburos.
El 13,5 % de los chicos presenta retrasos en el desarrollo y el 15%, alteraciones en el lenguaje.
El gobierno de la Ciudad no cumple con la ley 1770 –saneamiento del predio y urbanización de la villa 20- sancionada por la Legislatura en tiempos de Aníbal Ibarra. No la cumplió Ibarra y tampoco Telerman ni Macri. Y la Justicia no les ha mandado la policía. A ellos, que no tienen dónde dejar caer sus huesos, les mandan la Federal, la Metropolitana y la Gendarmería.
Mientras tanto, la ciudad más europea, la más bella y desigual, exhibe picos de construcción de alta gama en los últimos años (casi un 27 % de departamentos vacíos). Que contrastan brutalmente con esa intemperie absurda, nacida a palos, a viento sur, a lluvia y a granizo.
Ana y Carmen, muertas de frío y de soledad, se definen con el lenguaje colonizado por el sistema: “estamos en situación de calle, no tenemos adónde ir”. Ese retacito al que apostaron, que se llamó Papa Francisco, bendecido en una misa con los pies en la tierra corrompida, les dio una esperanza de permanencia.
Pero el sábado dios había cerrado la oficina.

Silvana Melo (APE)

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