lunes, 18 de agosto de 2014

La urdimbre cívico-militar y el huevo de la serpiente



En la historia oculta de los vínculos socioempresariales con el Ejército, en Olavarría se urde una trama social, económica y represiva que depositó a Guido Montoya Carlotto bebé, recién arrancado de su madre cautiva, en una chacra en el medio de la pampa donde debía crecer ignorante de su origen. Diez años atrás, en la presentación del Informe de la Memoria –donde las 28 historias de desaparecidos olavarrienses se hicieron imagen y palabra– no podía imaginar Estela Carlotto que estaba tan cerca del hijo de su hija. “Este libro encierra la historia de ustedes. Y esto me produce mucho pudor, siendo yo de otro lado”, dijo en el Concejo Deliberante aquel 18 de agosto de 2004. “Nos han querido borrar la memoria”, se plantaba entonces. Hoy las preguntas son: ¿por qué Olavarría? ¿De qué modo se cobijó el huevo de la serpiente?
El nacimiento de Ignacio - Guido y la firma del certificado que lo legitima abren un abanico de posibilidades que incluye a dos médicos de la Bonaerense y uno del Ejército. Mientras que el productor agropecuario Carlos Francisco Aguilar fue, según la coincidencia de testimonios, quien depositó el bebé en manos de los puesteros, las líneas de militares que tenían peso más allá de las fronteras de la ciudad son cuatro. Tres de ellos mantenían un vínculo con Aguilar: Ignacio Aníbal Verdura, Filiberto Salcerini (asesor de Ramón Camps) y Benjamín Cristoforetti (cuestionado por Abuelas en 1986 por haber asesorado en Inteligencia a los golpistas bolivianos del ’80). ¿Quién era quién en esta historia de poder y de crueldad?

La prehistoria

Guido Montoya Carlotto, cuando era Ignacio Hurban, creció en el paisaje bucólico de la estancia Los Aguilares y en las mañanas de la pampa helada aprendió a leer en la escuelita de Cerro Sotuyo. Con el pasado amputado, se hizo persona atravesado por las dos patas que conformaron la identidad de la ciudad en su prehistoria: la fertilidad de una tierra negra y abonada de sangre donde los militares que disputaban territorio imaginaban la producción agropecuaria como médula del pueblo por nacer. Pero desconocían que la verdadera riqueza estaba bajo sus pies. Cerro Sotuyo fue uno de los primeros aglutinantes de gente alrededor de la minería. De allí brotaría el pedregullo y los adoquines con los que Dardo Rocha soñó, en 1881, para que picaran los presos de la cárcel naciente.
A su alrededor, trabajadores, ex presos, familiares y penitenciarios alzaron sus casas. Y nació Sierra Chica. A la sombra del extramuros, se crió por los años ’30 Helios Eseverri, uno de los dos intendentes que se repartieron 40 años de historia de la ciudad. El mismo que en 1996 prohibía el recital de Los Redondos en el club Estudiantes. El mismo que escandalizó sosteniendo como director de Control Urbano a Omar Pájaro Ferreyra, un sargento acusado de delitos de lesa humanidad en Monte Peloni, hoy preso en Marcos Paz.
Eran los rudimentos de Olavarría, nacida en 1867 y marcada a fuego por el campo, la piedra y el castigo. Y por una cultura patriarcal que le atravesará su historia de dominación vasca, desarbolada y marcadamente autoritaria: Alfredo Fortabat (fundador del imperio Loma Negra en la alborada del siglo XX), Carlos Víctor Portarrieu (14 años intendente entre elecciones y dictaduras) y Helios Eseverri (más de 20 años en el municipio, entre finales del siglo XX y principios del XXI).
Guido Montoya Carlotto contaba su vida en horas cuando llegó a Los Aguilares. Carlos Francisco Aguilar lo puso en los brazos de Juana María Rodríguez y Clemente Hurban como una semilla a llanto vivo. Fue un día de 1978, en la oscuridad más negra de la dictadura. Que sonaba lejana a pesar de la cercanía con el Monte Peloni, el centro clandestino que se abrirá como una panza monstruosa a la Justicia a partir del 22 de setiembre.

“Hasta que la muerte los separe”

El 6 de octubre de 2014 hubiera festejado los 75 sin imaginar siquiera los vientos huracanados que por estos días hacen trizas los cristales tan prolijamente preservados de su familia. Carlos Francisco Aguilar –Pancho o Panchito, para los suyos– era el más fiel representante de esa burguesía algo tosca que entremezcla el perfil agropecuario de una ciudad cincelada centenariamente por picapedreros. Hijo de Francisco Aguilar, de quien heredó la tierra, no fue un gran empresario y nunca llegó a la cúpula de entidades de poder, como la Sociedad Rural –que intentó desprenderse de su nombre y publicó una aclaración el jueves 14 diciendo que la máxima jerarquía que alcanzó fue de vocal entre 1994 y 2001– o el club Estudiantes. Tuvo una fugaz participación política como candidato a concejal suplente en una lista del PRO en 2007 y simpatías eternas por el menemismo. Se lo describe como más amiguero y entrador que talentoso para los negocios.
A su misma generación pertenecían tantos de aquel grupo que hacia los ’60 confluía con desparpajo en el Casino de Oficiales, frente al municipio de la ciudad, en el que entre música y café, los fines de semana, se armaban y desarmaban romances que, en algunos casos, serían coronados con aquel “hasta que la muerte los separe”. Pero no sólo se trataba ir a la caza de un matrimonio conveniente. También era, en ocasiones, escenario del jolgorio nocturno de ciertas franjas de la clase pudiente. Lejos, muy lejos estaban todos ellos de este presente en que se profundizan tanto las distancias.
En 1949, el Regimiento de Tanques 2 Lanceros General Paz se había asentado en Olavarría. Y con él empezaban a llegar jóvenes aspirantes a la carrera militar de diferentes partes del país. El entrerriano Filiberto Salcerini o el porteño Benjamín Ernesto Cristoforetti serían de la partida. Para ellos, con el correr de los años, Carlos Francisco Aguilar devendría también en Panchito.
Ciertas familias encumbradas de la ciudad pugnaban entonces por “ubicar” a sus hijas con jóvenes uniformados casi como una prolongación de una alcurnia a la que no estaban dispuestas a renunciar. Las chicas vestían tailleur con chaqueta, y los jóvenes, por las noches, traje azul.
Es entre 1960 y 1963 que Cristoforetti pisó Olavarría por primera vez. Una ciudad que entonces tenía apenas la tercera parte de los habitantes con los que cuenta hoy. El Cristo, como muchos lo conocerían, regresa a la capital del cemento en diciembre de 1964 con el grado de teniente primero. Y como un designio de esos lazos de eternidad, en abril de 1969 se unió en matrimonio con una de aquellas jóvenes con las que supo bailar en el Casino de Oficiales, antes de que lo trasladaran a los vastos terrenos del cuartel: Norma Mabel Briozzo. La misma que hoy lo sigue acompañando en los estertores de su vida, internado en el Hospital Militar.
Salcerini, en cambio, quedaría prendado de Raquel, una de las hermanas Fassina, familia de la más exquisita prosapia. Tanto, que una de las arterias que circunda la ciudad lleva ese nombre. Y que –mágico vericueto del destino– se cruza con la calle Aguilar en uno de los barrios que carga, desde hace algunas décadas, con el estigma de “zona de delicuentes”. Y aunque quizás aquella calle no se encolumne con la genealogía de Carlos Francisco, conduce simbólicamente a Eulalio Aguilar, primer “presidente de la corporación”, figura germinal y antecesora del intendente, en 1879.
Aquellos jóvenes de los ’60 –con una persistencia en el tiempo– más tarde se nucleaban en un grupo religioso apadrinado por el sacerdote Efraín Sueldo Luque, el mismo que años después, por orden del nuncio Pío Laghi y del cardenal Juan Carlos Aramburu, debió investigar y redactar un informe sobre la masacre de los curas palotinos, en el barrio porteño de Belgrano.
La ligazón de Carlos Francisco Aguilar con el catolicismo iba, sin embargo, mucho más allá. Un olavarriense relató un particular encuentro en la sede vaticana. Vicente Espeche Gil, embajador argentino ante la Santa Sede, entre 2000 y 2004, se presentó como “primo de mi querido Pancho Aguilar”. Miembro del Departamento de Laicos del Episcopado e integrante del consejo de redacción de la revista ultracatólica Criterio, Espeche Gil había reemplazado, por decisión de Fernando de la Rúa, al menemista Esteban Caselli con el que el primo de Aguilar había protagonizado una discusión de ribetes escandalosos.
Entrados los tumultuosos años ’70 cada quien perfilaba su camino. Las esposas de los militares que adquirían renombre público en el fragor de la sangre, el horror y las balas optaban por un silencio en el que nada se preguntaba y nada se respondía. Y entre los secretos escondidos bajo siete llaves había quedado sepultado, hasta el 2 de junio pasado, el origen –que quemaba a quien se le arrimara a la verdad– de Ignacio-Guido: ¿quién lo había entregado a los brazos de Pancho Aguilar para satisfacer los deseos incumplidos del hijo propio de Clemente y Juana Hurban?

Los cuatro nombres

En ese mundo que, a todas luces, continuaba con su ritmo peculiar, que aportaba conniventes silencios o que avalaba tras las sombras, emergen cuatro grandes nombres que, desde las Fuerzas Armadas, tenían un peso medular más allá de las fronteras de la ruta nacional 226. Aunque tres de ellos habrían tenido un vínculo más o menos cercano con Aguilar.
No así Luis Máximo Premoli, coronel retirado que actuó como becario en los cursos de la Escuela de las Américas, a mediados de los ’60 (en tiempos en los que los entonces jóvenes Salcerini o Cristoforetti danzaban en el Casino de Oficiales de Olavarría), que supo compartir amor con Amalia Lacroze de Fortabat, entonces dueña de Loma Negra, empresa ahora investigada como presunta instigadora “por codicia” del secuestro y homicidio del abogado Carlos Alberto Moreno.
Ignacio Aníbal Verdura, ex jefe del Área 124 y responsable del Regimiento de Caballería de Tanques 2 de Olavarría, desde el 5 de diciembre de 1975 hasta el 4 de diciembre de 1977, solía permitir que Aguilar guardara sus caballos en el regimiento. Perteneciente a otra generación (era diez años mayor que el productor agropecuario) compartían numerosos amigos comunes.
Verdura es el mismo que en mayo de 1986 fue denunciado como uno de los responsables del atentado fallido contra el presidente Raúl Ricardo Alfonsín, cuando era comandante en jefe del III Cuerpo de Ejército.
Cristoforetti y Salcerini, en cambio, tenían una cercanía por nexo generacional –y en uno de los casos, parentesco político– con el entregador del nieto de Estela de Carlotto. Benjamín Ernesto Cristoforetti hizo en 1971 –según información exclusiva del Ministerio de Defensa de la Nación– cursos de Inteligencia que lo habilitaron para revistar en el Destacamento de Inteligencia 122 de Santa Fe. Entre 1973 y 1975 sus pasos lo llevaron al Batallón de Inteligencia 601 y a la Escuela Superior de Guerra y, en comisión especial, a una Tucumán manejada –de cara al Operativo Independencia– por Antonio Domingo Bussi. “En sus legajos consta la felicitación del comandante de Institutos Militares, Santiago Omar Riveros, de Campo de Mayo –actualmente condenado a perpetua– por una comisión en el Departamento de Inteligencia entre finales del ’77 y principios del ’78”.

Cristo y Camps

Ocho años más tarde los vientos de cambio posicionaban a Cristoforetti en otro lugar. Cuando el Senado de la Nación debatió, en abril de 1986, 109 pliegos de ascenso de oficiales superiores del Ejército, cinco de ellos fueron cuestionados por Madres, Abuelas y el CELS. Entre ellos el de Cristo, por su rol de asesor en el golpe militar de los narcogenerales bolivianos hacia 1980, como especialista en inteligencia militar. El mismo Cristo había sido parte, entre el 1º y el 3 de septiembre de 1980, en Buenos Aires, del Cuarto Congreso de la Confederación Anticomunista Latinoamericana presidido por el dictador Carlos Suárez Mason. Sus legajos duermen tranquilamente en los archivos del Ministerio de Defensa de la Nación. No tiene imputaciones penales por delitos de lesa humanidad. El recorrido de Filiberto Salcerini lo ubica como un personaje de oscuridad y preponderancia en Olavarría. Y con una conexión íntima con los más altos mandos de la Jefatura de Policía de la provincia: era asesor de Ramón J. Camps. Veintiún días antes del golpe del 24 de marzo, llegaron a la Comisaría 1º de Olavarría (en donde funcionó también un centro clandestino de detención) dos radiogramas: “Disponga alojamiento personal Operativo Halcón a cargo Ttte. Cnel. Salcerini y unidades uso civil. Ante posibles hechos se abstendrá dar información distintos medios publicidad su jurisdicción” (sic). Y el segundo advertía que “a partir presente recepción dispondrá acuartelamiento totalidad personal anulado patrullaje y vigilancia motivo opera en esa a cargo suscrito” (sic). En los dos estaba la firma del general Camps.
Salcerini, que murió en 2009, aparece en el Informe de la Memoria de Olavarría –construido hasta en los más mínimos detalles por el sobreviviente Mario Méndez– como quien habría comandado los operativos que concluían en “secuestros y detenciones clandestinas de personas jóvenes”. Esas detenciones “no figuraban en registro alguno y se ordenaba al personal el máximo silencio” y “eran efectuadas por personal de confianza del grupo que componían policías locales de alta graduación, militares de la guarnición local y hombres de la Jefatura de Policía, que generalmente eran comandados por el teniente coronel Filiberto Salcerini”.

La Cacha y Loma Negra

Luis Alejandro Seambelar (urólogo) y Julio Sácher (ginecólogo) eran médicos de policía cuando esa vida mínima que era Ignacio cayó en las afueras de Olavarría, arrebatado de la piel de Laura Carlotto para ser hijo de los puesteros de Francisco Pancho Aguilar. Augusto López Villamide era, en tanto, el médico del Regimiento de Tanques 2. En diciembre de 2013, ante el juez federal de Azul, Martín Bava, Seambelar declaró que su jefe “era Julio Sácher”. El urólogo está procesado como “coautor penalmente responsable del delito de aplicación de tormentos agravados por ser las víctimas perseguidas políticas”, con prisión domiciliaria en una casa de Mar del Plata, a seis cuadras de la sede de Abuelas.
Apenas meses antes del nacimiento de Guido, Olavarría aceptaba con quietud y ojos cerrados el secuestro de casi una veintena de jóvenes militantes de la Jotapé. Luis Seambelar firmaba el acta de defunción de Jorge Oscar Fernández, torturado con saña en la mesa de la cocina de sus padres, de donde lo arrancaron cinco días antes de la primavera.
Un año antes el abogado Carlos Alberto Moreno había pagado con la vida el enfrentamiento con la cementera Loma Negra por la silicosis que afectaba a los obreros a partir de su contacto con el sílice. El Tribunal que juzgó a sus asesinos, presidido por el juez Roberto Falcone, condenó por primera vez a dos civiles por delitos de lesa humanidad. Y ordenó investigar la responsabilidad de la empresa Loma Negra en su secuestro y muerte y la de Jaime Smart, ministro de Gobierno de Ibérico Saint Jean. Smart es, además, quien entregó el centro clandestino La Cacha (La Plata) al Servicio Penitenciario Federal. Patricia Pérez Catán aseguró a la Conadep desde Ginebra, en 1981, que vio al abogado olavarriense desaparecido José Alfredo Pepe Pareja en La Cacha hasta junio de 1977 cuando fue “trasladado” con destino desconocido. Los secuestradores de Pareja dependían jerárquicamente de Ignacio Aníbal Verdura.
Cinco meses más tarde, llegaría a ese siniestro centro –que heredó el nombre del mítico personaje de García Ferré, Cachavacha, la bruja desaparecedora de niños– una jovencísima Laura Carlotto con tres meses de embarazo. Y hacia junio del ’78 se abren tres puertas posibles para el escenario del parto: La Cacha, la maternidad de la cárcel de Olmos (a escasos 500 metros del centro clandestino) o el Hospital Militar de Buenos Aires, donde hoy transita los últimos tramos de su vida el coronel retirado Benjamín Ernesto Cristoforetti.

Partos certificados

El silencio cementerial que cubría a la ciudad no admitía grietas ni indiscreciones. Los desaparecidos no estaban, no eran (según la definición de Jorge Rafael Videla) y sus familias fueron estigmas para vastos sectores sociales. Hijos y padres estaban en su lugar. Y nadie osaba cuestionar parecidos inexistentes, ausencia de fotos de embarazos y titubeo ante preguntas básicas. El encubrimiento se sostenía, además, por la negativa a allanar el camino de los chicos adoptivos al conocimiento de sus orígenes. Sería recién en el tránsito de los ’90 cuando se institucionalizaría la decisión y la sugerencia activa del derecho a saber.
Ignacio Hurban era parte de ese silencio agobiante. Agravado por la lejanía: el campo lo vio crecer sano y feliz. Pero a la vez clandestino de su identidad, oculto como para siempre. Hasta que la música le activó todas las alarmas, le quitó la hache y lo volvió urbano para encontrarse por fin en la antigua y porteña casa de Virrey Cevallos al 600, donde se domicilian las Abuelas. En aquellos años ’70, a la hora de un nacimiento, los médicos certificaban que habían asistido o constatado un parto. Resta responder cuál de las dos modalidades eligió el firmante para justificar la inscripción de Ignacio.
Los protocolos eran dobles: uno quedaba en el Registro Civil de Olavarría y otro se archivaba en La Plata. Los últimos sobrevivieron hasta la gran inundación de 2013, cuando casi todo se perdió en las oficinas de 1 y 60. Los de Olavarría están en debate: mientras hoy –según las autoridades actuales– toda información es inaccesible a la prensa por orden judicial, también hacen la salvedad de que la mayoría de las constataciones médicas desapareció entre las aguas aluvionales de la inundación de 1980.
Lo fundamental, según otros testimonios, es que los protocolos del ’78 fueron salvados a tiempo: horas antes de la crecida se trasladaron los libros con los datos desde 1886 hasta 1979. De 1978 existen cinco tomos de nacimientos y se cree que el protocolo de Ignacio Hurban debe figurar entre el final del tercer tomo y el principio del cuarto.

La historia enterrada

Mientras Olavarría se iba desprendiendo –de la mano del saqueo de la dictadura y las crisis posteriores– de su sello de ciudad del trabajo, industrial y cementera, Ignacio Hurban comenzaba a amar la música. A escucharla y a hacerla. Sin comprender muy bien de qué sangre le llegaba ese fuego. El secreto de su historia era guardado fielmente a partir de lo que habría sido un pedido de Aguilar: hasta después de su muerte, nada debía saberse. En marzo murió y en junio Ignacio supo que tenía otra historia. Enterrada con tanta eficacia que su nombre nunca sonó en una ciudad que aún hoy insiste en la sospecha de varios hijos de desaparecidos crecidos a la sombra de apellidos troncales.
La Olavarría de los ’90, cuando Ignacio circulaba entre la adolescencia y la juventud, optó por un perfil carcelario y represivo: la Unidad Penal 2 de Sierra Chica (ya legendaria por el motín de 1996, por las oscuras historias de canibalismo y de fútbol con la cabeza de un interno asesinado) a la que se anexaron dos cárceles más, una escuela de policía y un centro de reentrenamiento policial. Es la identidad bicéfala de la ciudad: el castigo –el panóptico de Bentham como un ojo vigilante desde la cárcel y las cámaras de seguridad– y la producción: cemento, dolomita, soja, maíz, trigo y 790.370 cabezas de ganado que la colocan en la cúspide de la concentración de hacienda en la provincia.
Como un piedrazo sobre las mansas aguas, la aparición de Guido Montoya Carlotto en la ciudad de la piedra y el cemento abrió descarnadamente las pústulas que asoman desde el fondo de la tierra. Allí donde tantos reconocen ahora saber que Ignacio Hurban era “adoptado”, se entrecruzan las miradas de mutuas sospechas, de recriminaciones y de desprecio. Olavarría ya nunca más será la misma. Hay una parte de sí que había quedado sepultada por décadas y ahora, mientras lentamente se descorre el velo de la mentira, el espejo –sin posible vuelta atrás– deja al desnudo la médula profunda de su identidad.

Medios y solicitadas

Las estructuras sociales, empresariales y militares del poder tuvieron aliados de alta fidelidad en los medios de comunicación. El diario El Popular sostuvo durante décadas a un periodista que defendió incansablemente el terrorismo de Estado, hasta su despido a mediados de los ‘90: Octavio Físner Oliva. En 1999, el matutino cumplió cien años y pidió disculpas “por los errores cometidos”. El diario Tribuna, vespertino cerrado hace ya muchos años, mantenía una línea aún más dura. El periodista de El Popular, un encargado de policiales de Tribuna y el apellido de uno de sus dueños aparecían en una solicitada en defensa de Ignacio Aníbal Verdura cuando el telón comenzaba a levantarse y a desnudar el horror en carne viva. Fue el 14 de febrero de 1984, en respuesta a una nota de la APDH Olavarría, y adhería también un grupo de buenos vecinos, amigos de los militares, integrantes de la burguesía agroganadera y empresarial que sostenía el poder en la ciudad. La lista de firmas es una pintura perfecta de esa Olavarría en la que creció Ignacio, y sus apropiadores eran los patrones de una gran estancia con municipalidad, iglesia y plaza al medio. En el texto, Verdura es una bella y generosa persona. La misma que será sometida a juicio en septiembre por torturas, crímenes y desapariciones en la causa por Monte Peloni. Treinta y siete años después.
Firmaban, entre otros, Juan G. Becker (dueño de una empresa láctea), Octavio F. Oliva y Federico Prester (periodistas de El Popular y de Tribuna respectivamente), Pedro Ressia (martillero), Salvador Aitala (empresario fideero), Héctor M. Eyheramendy (dirigente ruralista), Mariano Girgenti y Mario Giaquinta, (empresarios de seguros), Antonio Alem (dueño de una cabaña), BrankoZuljevic (directivo de una empresa de bolsas industriales) Pedro P. Cura (contador), Edgardo A. England (empresario inmobiliario), Mario Elbey (panadero), Torcuato Emiliozzi (uno de los legendarios hermanos Emiliozzi), Eusebio Bouciguez (influyente empresario), Carlos Blando (dueño de una cochería), José Buglione (poderoso estanciero), Fermín Cajén (agroganadero), Roque Modarelli (repuestos de automóviles, con grandes contacto en el TC), Vicente R. Tesone (estanciero).
LU32, la radio AM de la ciudad, tuvo dos interventores militares y una especie de dictador en democracia. El primero: Walter “Vikingo” Grosse, imputado por delitos de lesa humanidad, preparado en el paquete de represores que la Justicia abrirá en septiembre. Calificado como especialmente sanguinario, sembró el terror en la radio cuando entraba con una fusta, golpeaba los escritorios y ponía las botas lustrosas sobre la mesa como para definir, en su condición de capataz de Dios sobre la tierra, qué era el bien y qué era el mal.
Después llegaría el teniente coronel José Ávalos, sin imputaciones en las causas de la represión, pero con un detalle social de suma importancia: estaba casado con Clara Mercedes Fassina. Avalos, Salcerini y Aguilar eran, entre sí, familiares políticos.

Aclaración

Una necesaria aclaración sobre las fotografías publicadas la semana pasada en la producción de tapa “Guido, el 114”. La foto principal de la nota “La vida de un tal Ignacio Hurban” es autoría de Elizabeth Kenny. La foto secundaria es gentileza del diario El Popular, de Olavarría, lo mismo que la imagen que ilustró la entrevista inédita titulada “Todo aparece”.

Claudia Rafael y Silvana Melo
Infonews

Fuente original: http://sur.infonews.com/notas/la-urdimbre-civico-militar-y-el-huevo-de-la-serpiente

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