martes, 15 de septiembre de 2009

La historia en carne viva


La historia de Santiago del Estero es la síntesis del saqueo, la impunidad y la invención de un mito como máscara para cubrir crímenes políticos, económicos y culturales.
Cuando la revolución de mayo asomó en estos arrabales del mundo, la ciudad de Buenos Aires apenas contenía cuarenta mil almas.
Más del doble vivía en Santiago del Estero, el verdadero corazón productivo del último virreynato creado por los españoles, el del Río de la Plata.
Después vinieron las relaciones carnales con el imperio de entonces, Gran Bretaña, y la decisión de llevar la guerra de la independencia a la zona del noroeste, bien lejos de la ciudad que comenzó a soñarse europea dándole la espalda a la América profunda.
De allí que llame interior a lo que está al oeste, al sur o al norte; de allí que Buenos Aires se piense -entonces- como la capital del exterior. Es el exterior de la Argentina si todas las demás provincias son el interior.
Lo cierto que aquella decisión política, económica y cultural, barrió con los quebrachales santiagueños, base de la vida social y comunitaria de aquel corazón del virreynato.
Cuando los santiagueños se quedaron sin su materia prima e insumo básico, fueron los primeros desocupados de la historia argentina.
Pero no les llamaron desocupados, sino vagos.
La supuesta vagancia de los santiagueños fue la máscara que impidió juzgar la responsabilidad de los que impusieron un proyecto económico y político de saqueo contra las provincias a favor de los intereses de la ciudad puerto y los ingleses.
Y a pesar de la lucha heroica del pueblo santiagueño por construir un presente de dignidad aparecen postales que no hacen más que reciclar aquella condena disfrazada con falsos mitos sobre su propia gente.
Sin monte no hubo futuro en aquel Santiago del Estero del siglo diecinueve.
Hoy, dos siglos después, sin quebracho y con el permanente avance de la frontera sojera, los hacheros no saben cómo llevarles comida y algo parecido a un mañana a sus propios hijos.
En el llamado paraje Santa Marina, en el departamento Alberdi, en zona de montes, hay ocho hermanitos que tienen entre tres y doce años que sobreviven en un rancho, dicen las crónicas del lugar.
Duermen en el suelo, “envueltos en trapos viejos, haciendo de almohadas las cajitas de vino que, en abundancia, consume su padre. Los niños subsisten gracias a la caridad de maestros y vecinos, los que claman para que las autoridades intervengan y salven a los pequeños de la indigencia y el desamparo”, describe la nota.
Su padre es un hachero desocupado, se llama Demetrio y no puede gambetear la seducción del alcohol: “Encuentro en el vino el valor para seguir viviendo”, dice.
Además de estos ocho chiquitos que están en el monte, hay otros siete hermanos que se fueron a vivir con parientes.
-No hace mucho, habrán sido las cuatro de la mañana cuando escuchamos desde casa el llanto de un niño, que parecía venía de la escuela. Mi hijo se fue a ver y se encontró con tres de los chiquitos de Demetrio y el más pequeño de no más de cinco años era el que lloraba y decía que le dolía la pancita y sus hermanitos de 7 y 8 años confesaron que habían venido a la escuela a pedir mate cocido, porque en la casa hacía varios días que no había -dijo Tomasa López, vecina de la escuela adonde van los pibes.
Demetrio y sus ocho hijos parecen ser la llaga abierta, la historia en carne viva, de un saqueo que continúa más allá de los cambios formales de gobiernos y épocas.

Carlos del Frade (APE)

Imagen: APE

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